Desde el momento en que entró en el despacho de Kitty, el cerebro de Cale se había puesto a trabajar en un plan de fuga y en decidir qué hacer con Kitty la Liebre. Nunca había visto a Kitty más que quieto, de pie o sentado. ¿Qué era Kitty? Había visto aquella peculiar mano derecha suya, con aspecto de zarpa, y como siempre llevaba el gorro puntiagudo y aquel velo de lino marrón, de aspecto sucio, uno tan solo podía juzgar por su voz, que era precisa y susurrante. ¿Y si tenía dientes con los que rasgarlo a uno, zarpas tan afiladas como navajas con las que cortar, brazos tan brutales que le podrían arrancar a uno los huesos, como hacía Grendel o, aún peor, como hacía su madre? Seguiría siendo una incógnita hasta que luchara contra él. Luego estaba la puerta, y los hombres fuera, que podían abrirla cada vez que quisieran. Y luego habría que escapar. Demasiados factores desconocidos incluso para alguien que, a los dieciséis años (si es que esa era la edad de Cale), ya no era el mismo de antes. Su posición era tan funesta que, incluso mientras vertía mierda de camello en los oídos de Kitty y observaba la estancia en busca de un modo de bloquear la puerta y encontrar algo que pudiera serle útil en el reparto de violencia que ciertamente iba a tener lugar, se maldecía por no haber hecho caso de uno de los más elevados aforismos de IdrisPukke: «Resiste siempre el primer impulso: suele ser generoso[10]». Al fin y al cabo, aquellos dos cretinos se habían entregado a sus histéricos jugueteos de manera completamente voluntaria. ¿Por qué tendría que morir él por la idiotez de ellos? Pero ya era demasiado tarde para arrepentirse.
Empezó: echó a correr hacia la gran estantería que iba del suelo al techo, abarrotada con la contabilidad de Kitty la Liebre. Saltó lo más alto que pudo, y empezó a balancearse, colgado de la estantería, como un mono desquiciado. Afortunadamente la estantería no estaba empotrada y cayó con facilidad, tan rápidamente que casi pilla a Cale debajo al desplomarse contra el suelo enfrente de la puerta, bloqueándola.
Los esbirros de Kitty empezaron a empujar esa puerta con todas sus fuerzas. Kitty permaneció de pie detrás de su enorme escritorio, y se echó unos pasos hacia atrás. ¿Estaba esperando, aterrado, a que sus esbirros consiguieran entrar, o se estaba preparando con toda tranquilidad para cortar a Thomas Cale en pequeños trozos de carne? A fuerza de palos, Bosco había conseguido inculcarle a Cale una cosa por encima de todas las demás: que una vez que uno decide atacar, hay que hacerlo con todas las fuerzas. Cale dio cuatro pasos hacia Kitty y le pegó en la cara con el pulpejo de la mano. El grito que soltó Kitty al caer impresionó incluso a Cale. No era el grito de un hombre mutilado en el campo de batalla, ni el de un animal acorralado, sino que se parecía más al de un bebé furioso y aterrorizado: un grito agudo y desgarrador. Una mancha de sangre apareció en la máscara de lino mientras Kitty lloraba y se sacudía en busca de un apoyo en el suelo pulido, mientras la mancha roja no paraba de extenderse. Tras él, los esbirros estaban empujando la puerta con tanta fuerza que el enorme marco temblaba a cada golpe. Cale se volvió hacia el escritorio y lo empujó. Era tan pesado que parecía anclado en el suelo. Pero el miedo le proporcionó las fuerzas suficientes para correrlo un par de centímetros, después un poco más, y cada vez más y más rápido, mientras sus gritos de esfuerzo se mezclaban con los golpes que rompían la puerta, hasta que pegó con el escritorio en la estantería desplomada que iban poco a poco desplazando, justo al mismo tiempo que los esbirros retrocedían para tomar el impulso necesario para el empujón definitivo. La colisión del escritorio con la estantería logró cerrar la puerta de un golpe, partiéndoles las yemas de los dedos a los esbirros.
El cerebro le zumbaba con los chillidos de dentro de la estancia y con los gritos de fuera; en los labios iba sintiendo un intenso hormigueo a medida que se pasaban los efectos de la federimorfina. Miró a Kitty, que seguía chillando en un rincón de la estancia. Fuera, los esbirros habían enmudecido, planeando algo.
Matar a un ser vivo es un asunto lleno de dificultades, aunque se cuente con los medios necesarios: el objeto contundente, el útil cuchillo, la inmovilidad de la víctima, provocada por el miedo… Cualquier cosa que supere lo que es retorcer el cuello de un pollo requiere nervio, destreza y práctica. Cale consideró la tarea que tenía por delante. Las piernas y las manos ya le temblaban. No había nada en la estancia que pudiera servirle, pues estaba más o menos vacía salvo por los rojos legajos atados que estaban esparcidos por el suelo. ¿Y con qué estaba tratando él? Kitty la Liebre estaba aterrorizado, sin duda, pero eso no quería decir que no fuera peligroso. Cale sentía que la fuerza artificial que le habían dado los polvos empezaba a abandonarlo. ¿Podía golpear a Kitty con los puños hasta matarlo? ¿Qué había detrás del velo?
Al otro lado de la puerta volvieron a empezar los empujones. Dio un paso adelante e, inclinándose, agarró a Kitty y lo corrió un poco. Le buscó a tientas el cuello e intentó aferrarlo por la parte interior del codo. Kitty comprendió lo que iba a hacer, y empezó otra vez a gritar y lanzar alaridos tan agudos que hacían daño en los oídos, y a agitar los pies sobre el suelo pulido. El terror le daba fuerzas, así que se desprendió y se fue yendo para atrás, sin dejar de gritar, hasta la pared opuesta. Otra vez los esbirros golpearon la puerta con tanta fuerza que hacían temblar la estancia. Era imposible continuar sin verle la cara: Cale necesitaba ver quién o qué era aquel ser tan vulnerable. De modo que rasgó el gorro puntiagudo y el velo de lino.
La repugnancia le hizo echarse para atrás, impresionado por la fealdad de lo que veía. La cara y el cráneo parecían pertenecer a dos criaturas distintas, una más deforme que la otra. El lado derecho de la cabeza estaba distendido en toda su longitud, como si hubieran rellenado la piel con piedras. La mejilla derecha era un puro sarpullido de excrecencias verrugosas, y los labios en ese lado estaban hinchados en ocho o diez centímetros. Pero en la mitad de la boca, los labios se estrechaban y se volvían completamente normales, con una expresión reconociblemente humana. En el lado izquierdo de la cabeza, por encima de la oreja, Kitty tenía pelos de un palmo y medio de largo, peinados sobre un enorme tumor, en un intento de taparlo. La mano izquierda era también perfectamente ordinaria y bastante delicada, mientras que la derecha tenía forma de zarpa, solo que era enorme, como si hubiera sido cortada y curada en tres partes, cada una de ellas con las uñas largas y afiladas a las que Kitty debía el nombre.
—¡Pod favod, pod favod! —decía Kitty—. ¡Pod favod, pod favoood!
Pero fueron los ojos lo que más impresionó a Cale, ojos de un castaño oscuro, delicados como los de una muchacha y brillantes de terror. Imaginaos lo que es golpear a un ser vivo hasta matarlo con las manos debilitadas y los hombros doloridos. El tiempo que le tomó, los alaridos, la sangre en la garganta de Kitty, ahogándolo, los pies que se agitaban en el suelo… Pero los golpes con el puño y el codo tenían que seguir a pesar de todo. Era necesario hacerlo.
Cuando todo terminó, Cale se sentó en el suelo. No sentía ni horror ni piedad. Kitty la Liebre no merecía vivir; Kitty la Liebre merecía morir. Pero seguramente él, Thomas Cale, también merecía morir por todas las cosas horribles que había hecho. Sin embargo, Kitty estaba muerto y él no. Al menos por el momento.
Durante la muerte de Kitty, los guardias habían seguido asestando golpes contra la puerta. Después se habían detenido. Cale estaba empapado en un sudor que se le iba enfriando, un sudor que no se debía solo al esfuerzo realizado para matar a Kitty. El hormigueo de los labios era más intenso y rápido, la cabeza parecía a punto de estallarle.
—Es medianoche, Ricitos de Oro —dijo en voz alta, recordando mal la historia que le había oído en Menfis a Arbell cuando se la contaba a sus sobrinitas.
Se levantó y empezó a abrir los cajones en el gran escritorio de ébano. No había nada más que papeles, salvo un pisapapeles de bronce y una bolsa de caramelos de fruta: chucherías. Se metió un par en la boca, astillándolos para asimilar en su cuerpo el azúcar que contenían, y a continuación se dirigió hacia la puerta y la golpeó tres veces con el pisapapeles. Le pareció oír que cuchicheaban.
—¡Kitty la Liebre! ¡Está muerto! —dijo Cale.
Silencio, y después:
—Entonces vos vais a cantar su responso.
—¿Por qué?
—¿Por qué pensáis vos que será?
—¿Queríais a Kitty? ¿Era un padre para vosotros?
—No importa lo que fuera Kitty. Preparaos vos para no ser nada.
—¿Queréis matar al único amigo que tenéis en el mundo? Kitty está muerto, y eso significa que todos sus enemigos, que son muchos y poco amables, se repartirán entre ellos sus bienes y servicios. Sin incluiros a vosotros: nuestra parte de la herencia va a ser un espacio de dos metros por sesenta centímetros en uno de los vertederos ilegales que tenía Kitty en Oxirrinco.
Cale tuvo la certeza de que los oía cuchichear y discutir. Aquello debería ser la parte más fácil, pues lo que él les decía era cierto y era obvio. El problema era que aquella gentuza tenía sus lealtades y sus afectos, como todo el mundo. Y además estaban desconcertados por todos los sucesos que habían tenido lugar durante los últimos quince minutos. Iba a haber violencia en un sentido u otro, y Thomas Cale había sido el causante. Si se pudiera confiar en que las personas actuaran en su propio interés, este sería un mundo distinto. Necesitaba calmar los nervios.
—Id a buscar a Cadbury. Traedlo aquí, y entonces hablaremos.
Unos instantes de silencio.
—Cadbury se ha ido a Zúrich echando leches.
—Bueno —gritó el que parecía más decidido—. A Cadbury que le den. Hablemos entre nosotros. Dejadnos entrar.
El recurso a Cadbury le había salido por la culata. ¿Qué podía hacer ahora, a fin de cuentas? Se había esperado que ellos se tomaran su tiempo para ir a buscarlo, antes de descubrir que se había ido. Pero lo único que había conseguido era irritar al que había tomado el control. Pensó si sería buena idea ponerse bravucón. Era peligroso, pero decidió que sí.
—¡Soy Thomas Cale, y acabo de matar a Kitty la Liebre con las manos desnudas! Yo maté a Solomon Solomon en la Ópera Rosso en dos segundos. Hay diez mil lacónicos criando malvas en los Altos del Golán, y yo fui el que los dejó allí.
Aunque se sentía aterrorizado y su situación era espantosa, declarar la gloria de sus hazañas en voz alta le resultó estimulante. ¿No era todo verdad, al fin y al cabo?
No hubo respuesta.
—Mirad: no tengo nada contra ninguno de vosotros. Vosotros hacéis lo que os pagan por hacer. Kitty se ha llevado su merecido; y lo hecho, hecho está. Ahora podéis, o trabajar para mí, con todo el dinero y los privilegios que os diera Kitty, más una bonificación de doscientos dólares y sin hacer preguntas, o bien podéis probar suerte con el General Culoempompa y con Lord Manteca de Cacao: según tengo entendido, el General Culoempompa mantiene elevado el ánimo de la tropa tendiendo al sol los intestinos de los que le decepcionan en las calles de los barrios que controla.
Aquellas escabrosas historias de los rivales de Kitty eran, de hecho, ciertas. Hasta en Suiza, un lugar civilizado, comercial, con calles admirablemente limpias en las que estaba todo ordenado, con gente próspera y respetuosa de la ley, había zonas que constituían las entrañas de la oscuridad. A un tiro de piedra de las prósperas calles y de las almas generosas que vivían en ellas, convivía un salvajismo y una crueldad imposibles de imaginar, y eso que tenía lugar a todas horas y en un corto espacio. ¿No sucede lo mismo con las ciudades de todas partes, y en todos los lugares? La civilización y la crueldad más inhumana están separadas por muy poco.
Al cabo de unos minutos más de charla, en los que Cale se encargaba de ganar tiempo para calmarlos y que vieran las cosas con más claridad, empujó el escritorio hacia atrás lo suficiente para dejarlos entrar. Y no era cosa fácil, pues las fuerzas lo abandonaban, y sentía pinchazos y sacudidas por todo el cuerpo. Fue a sentarse en la butaca de Kitty, como si tal cosa, y esperó a que los esbirros terminaran de empujar la pesada estantería.
Entonces entraron ellos, con obvia cautela y sobrecogidos por el cadáver tendido en medio del suelo. No era la muerte ni la sangre lo que los preocupaba, pues al fin y al cabo ese era el oficio al que se dedicaban. Pero aquella visión sobrecogedoramente impactante les hizo quedarse paralizados. Kitty era un mito, su brazo llegaba a todas partes. Allí, en la penumbra, no era solo que la muerte le hubiera robado toda la fuerza, sino que se mostraba como un ser deforme, devorado e hinchado por excrecencias, bultos y malformaciones. Lo que antes habían temido, ahora les daba asco, y ese asco era tanto más intenso a causa del espanto. El horror se apoderaba de ellos.
—Vi una vez una vaca marina que llevaba una semana muerta en el agua y tenía un aspecto semejante —dijo uno de ellos dándole pataditas con los pies.
—Dejadlo en paz —dijo Cale.
—Vos lo habéis matado —protestó el hombre.
—Dejadlo en paz.
—¿Quién sois vos para darnos órdenes?
«Esa es una buena pregunta», pensó Cale.
—Soy el que sabe lo que podemos hacer ahora.
Algunos de los hombres que había en la estancia eran tontos, otros inteligentes y ambiciosos, pero la afirmación de Cale los desconcertó a todos. Y no era que Cale tuviera la respuesta, porque realmente no tenía ni idea de qué hacer a continuación. Su ventaja sobre ellos consistía en comprender que lo único que importaba era lo que hicieran acto seguido.
—¿Cuántos de vosotros sabéis escribir?
Tres de los quince hombres levantaron tímidamente la mano.
—¿Alguno ha trabajado para el General Culoempompa?
Se alzaron dos manos.
—¿Y para Manteca de Cacao?
Tres manos.
—Quiero que los tres que sabéis escribir pongáis en un papel todo lo que sabéis. Si el resto de vosotros tiene algo que añadir, entonces que lo diga. —Se puso en pie—. Estaré de vuelta en tres horas. Echad la llave en la puerta cuando yo salga, y no dejéis entrar ni salir a nadie. Si se corre la noticia de la muerte de Kitty, ya sabéis lo que eso significará.
Entonces salió de allí, todo resuelto. En algún momento esperó que lo detuvieran para hacerle las dos preguntas evidentes que no podría responder. Pero ninguno dijo nada.
Había salido por la puerta y bajado la escalinata cuando oyó el sonido más delicioso que hubiera oído nunca: el de aquella puerta cerrándose con llave a su espalda.
Sintiéndose peor a cada paso que daba, Cale había acudido a IdrisPukke con el objeto de encontrar a Henri el Impreciso y a Kleist. El alivio que reflejaba el rostro de IdrisPukke fue evidente incluso para Cale, pese a que estuviera furioso con él. Era la mirada de un hombre que había llegado a sentir que había hecho algo espantoso, pero que al final todo había salido bien. Cale le contó lo que había ocurrido, y le pidió que lo acompañara a ver a los muchachos y que mandara a buscar un médico.
No era fácil dejar estupefacto a IdrisPukke, y durante los primeros minutos de camino permaneció en silencio, y después, justo cuando estaban a punto de entrar en la casa en que se encontraban, IdrisPukke lo cogió por el brazo y le hizo pararse.
—¿Cómo fue?
—Fue una cosa fea, no puedo decir que no. No me da pena Kitty, porque encontró lo que merecía, pero mientras venía a buscaros, después de salir de allí, comprendí por qué él quería que el mundo entero lo temiera. ¿Qué otras posibilidades tenía? ¿Pasarse la vida en una parada de monstruos, acompañado por el que come ranas y el increíble hombre de goma? ¿Depender de la caridad de otros? Sin embargo, no me dejéis que me engañe: yo no pensaba nada de eso mientras le machacaba los sesos.
—Tengo la sensación de haberos fallado —dijo IdrisPukke.
Al principio Cale no respondió nada, pensando en eso. Todo aquello era culpa de Henri el Impreciso y Kleist. IdrisPukke había sido realmente bueno con todos ellos desde el primer momento, y sin que hubiera un motivo claro para su bondad. Cale le había pedido que engañara a su hermano. Pero algo le había estado picoteando el alma. Aunque no supiera por qué, se mostró de acuerdo en que IdrisPukke había sido desleal con él en algún sentido.
—No. No, desde luego que no —le dijo. Y siguieron andando.
Por lo poco que los había visto en la casa de Kitty la Liebre, sabía que sus amigos se encontraban en mal estado. Pero entonces pudo ver claramente que estaban aún peor de lo que le había parecido. Kleist era incapaz de hablar por lo inflamada que tenía la boca. En la mano izquierda ambos tenían partido el dedo meñique, junto con el pulgar. Cale les dijo que Kitty había muerto.
—¿Fue lento? —preguntó Henri el Impreciso.
—Todo lo lento que queráis.
Cuando llegó el médico, los limpió detenidamente. Era doloroso. Pero salvo en la cara y las manos, la mayor parte de sus heridas no eran más que moratones. Sin embargo, como Kleist no dejaba de escupir sangre, el médico temió que tuvieran hemorragias internas.
—Si empieza a defecar también sangre, llamadme de inmediato.
Sin sentir aún por completo el bajón de la federimorfina, Cale no podía dejar de admirar que los puntos que tenía Henri el Impreciso en el rostro, a causa de la herida del año anterior, hubieran cicatrizado tan bien. Pero Kleist no parecía estar totalmente donde estaba, y tan pronto recuperaba la conciencia como la volvía a perder.
—Kitty… —murmuraba.
—Kitty ha muerto.
—Kitty… —repitió, y siguió diciéndolo hasta que perdió el conocimiento completamente.
El médico dejó dormido a Henri el Impreciso con una mezcla de valeriana y aceite de amapola. Cale e IdrisPukke se quedaron observándolos.
—¿Qué haréis ahora con ellos, con la gente de Kitty?
Cale parecía sorprendido.
—Nada. ¡Que se vayan al carajo!
—Hay demasiado dinero y poder de por medio para dejarlos que se vayan al carajo.
—Os los regalo.
—Estaba esperando que dijerais eso.
—No necesitabais mi permiso.
IdrisPukke notó la amargura con la que había pronunciado la frase. No se lo echaba en cara: estaba avergonzado por haberse negado a ayudarlo en el rescate de Kleist y Henri el Impreciso, pero aquella era una oportunidad demasiado importante para dejarla pasar. Había quedado libre una especie de imperio para el que lo quisiera.
—Me parece que llamaré a Cadbury —dijo IdrisPukke—. Él conocerá la cotización de todo lo que Kitty se traía entre manos.
—Creo que haréis muy buena pareja —comentó Cale. Y, dicho esto, se fue a dormir.
Efectivamente, resultó que formaban un equipo excelente, si bien no puede decirse que celestial. La escoria de los delincuentes suele mostrarse sentimental en relación con sus madres pero, en general, su lealtad no va más allá de ellas. Marginados casi por definición, normalmente no les emociona la idea del rango de cuna, el orden ni la jerarquía social, salvo si están impuestos por la continua amenaza de la violencia. Donde hay mendigos no puede haber un rey que descanse a pierna suelta con su corona.
IdrisPukke hizo rodear la mansión de Kitty la Liebre para evitar que salieran sus ocupantes. No quería ningún escándalo, y les dijo que estaba esperando a que Cadbury llegara para disponerlo todo. También prometió elevar hasta los quinientos dólares las bonificaciones que recibirían. A la mañana siguiente llegó Cadbury, al que habían alcanzado en plena fuga a Oxirrinco, y que todavía estaba anonadado por la noticia de la muerte de Kitty. Aunque no había un afecto generalizado hacia Cadbury entre los que se encontraban en la mansión, al menos se trataba de alguien familiar, y tenía fama de inteligente. En aquel momento necesitaban un salvador, y el paso de Kitty la Liebre a IdrisPukke y Cadbury fue tan rápido que en apenas una semana Kitty ya había quedado relegado al mundo de los mitos, al que pertenecía por derecho propio. A partir de entonces, contarían historias sobre él las madres que querían amenazar dulcemente a sus niños, para que fueran buenos, pues si no iría a buscarlos Kitty la Liebre. Más tarde, ya al final de la infancia, esos mismos niños asustarían a sus hermanitos y hermanitas menores con aterradores cuentos sobre el deforme Kitty, que blandía una sierra metálica ante desdichadas doncellas destinadas a ser descuartizadas y devoradas. Y más tarde aún, con el correr de los años, su reputación llegaría hasta los celtas, en el este, donde lo transformarían en una vieja y amable liebre que vendía perchas y contaba historias de fantasmas por un penique.