—Conque estáis de regreso —dijo IdrisPukke.
—Pues sí.
—¿Y qué habéis aprendido mientras andabais por ahí?
—Que debo evitar el dolor y obtener toda la felicidad que sea posible.
IdrisPukke lanzó un resoplido, burlón.
—¡Absurdo!
—Eso es lo que vos decís.
—Eso es lo que yo digo, efectivamente. Pensad en una persona saludable, que tenga fuertes y ágiles todos los músculos y tendones. Salvo por un detalle: tiene dolor de muelas. ¿Se alegrará de su fuerza y sacará placer de la irresistible maravilla multiforme de su cuerpo juvenil, aunque le duela una diminuta fracción de él? Pues no, nada de eso: no pensará más que en el horrible dolor de muelas.
—Lo único que tiene que hacer es dejar que le arranquen la muela, y le parecerá que está en el cielo.
—Habéis caído en mi trampa, si puedo decirlo. Exacto. Él siente de manera absoluta el intenso placer de la ausencia de sufrimiento, no el placer que todos los otros cachitos y trozos del cuerpo le dan.
—Estoy hasta las muelas de ser desgraciado. Ya he tenido más de lo que me correspondía. Miradme. No podéis negármelo.
—Sí, claro que puedo. En ese paraíso en que habéis decidido creer como vuestro último propósito, todo se presenta ante vos sin mucho problema, y los pavos vuelan por ahí ya listos para asar, pero ¿qué le pasaría en un lugar tan dichoso incluso a gente mucho menos problemática que vos? Hasta la persona más apacible se moriría de aburrimiento o se ahorcaría, o entablaría luchas a vida o muerte contra otro que sea aún más proclive que él a la locura debido a la falta de esfuerzo. El esfuerzo nos ha convertido en lo que somos y nos ha venido bien porque la naturaleza es como es, así que no es posible otra existencia. No se puede sacar del mar un pez y animarlo a volar.
—Como de costumbre, ponéis en mi boca cosas idiotas para poder vencer en la discusión. Yo no espero un jardín de rosas. Pero sí algo un poco mejor que esto: un poco menos de dolor, y un poco más de cerveza y de jugar a los bolos.
—Comprendo que las habéis pasado canutas en la vida. Lo único que puedo decir es que os equivocáis al pensar que la solución será más placer. La verdad es, no importa lo que piense la gente, que el placer tiene poca influencia en nosotros. Y si no estáis de acuerdo, pensad en el placer y el dolor de dos animales, uno de los cuales está siendo devorado por el otro. El que está comiendo siente placer, pero ese placer se pasará enseguida, porque el hambre vuelve, como hace siempre. Pensad en contraste en los sentimientos de sufrimiento del animal que está siendo devorado: está experimentando algo de orden completamente distinto. El dolor no es lo opuesto al placer, sino algo completamente distinto.
—¿Me teníais eso guardado para cuando volviera?
—Si queréis preguntarme si simplemente ha ocurrido que he llegado a tener tales pensamientos, de la misma manera que os ha ocurrido a vos el decir algo más tonto de lo normal, por supuesto que no. Yo he pensado con mucho detenimiento sobre todo lo que tengo que decir. Solo las mentes inferiores hablan o escriben con la intención de descubrir lo que piensan.
Aquella agradable discusión fue interrumpida por la ruidosa llegada de Cadbury, que estaba riñendo a las puertas con el guardia, reclamando ver a Cale. Una vez dentro, fue derecho al grano:
—¿Creéis que seguirán con vida?
—Tal vez. Pero lo más probable es que no.
—¿Por qué hace eso? —preguntó IdrisPukke.
—A Kitty no le hace mucha gracia que la gente actúe contra sus intereses, en especial si ha estado pagando. Si la guerra empieza ahora, tiene mucho que perder. «No me toquéis» es su lema, y hará lo que haga falta para que se cumpla.
—No han pasado ni dos semanas desde que se tomó tantas molestias para salvarme la vida… y ahora esto.
—Vuestro precio se ha desplomado —respondió Cadbury—. La verdad es que no se quedó impresionado por el relato de vuestra pelea con los Trevor, que en paz descansen.
—Por vuestro relato, supongo —dijo IdrisPukke.
—Kitty la Liebre me paga. Yo a Thomas Cale no le debo nada.
—Entonces ¿para qué habéis venido aquí? —preguntó Cale.
—Esa es una pregunta a la que todavía tengo que responderme a mí mismo de un modo satisfactorio. No puede ser que lo haya hecho en busca de redención, pues ¿quién iba a ganar méritos a los ojos de Dios salvándoos?
Pero Cale no escuchaba.
—Si necesito algo para elevar mi precio… —dijo al fin—. ¿Qué es lo que quiere Kitty?
—Dinero no. De eso tiene. Poder… Dadle el poder necesario para proteger lo que ya es suyo.
—¿Eso significa…? —preguntó IdrisPukke.
—¿No sabéis nada que él no sepa? Lo siento…, hace tiempo que no estaba aquí. Kitty querrá mi cabeza puesta en lo alto de una pica cuando se entere de lo que he hecho.
Estaba en la puerta, a punto de irse.
—¿Cómo podré entrar? —preguntó Cale.
Cadbury lo miró.
—No tenéis que hacerlo. Bastará con que llaméis a la puerta demasiado fuerte, y os echarán el ojo encima en menos que canta un gallo.
—¿Cuántos guardias?
—Quince, más o menos. Pero las puertas son todas de hierro. La madera que podéis ver a cada lado no es más que revestimiento. Atravesar cada puerta le costaría a una docena de hombres una hora. Pero vos no dispondréis de una hora. La ha tomado con esos chicos, y no los soltará sin algo espléndido a cambio. Pero espléndido de verdad.
—Gracias —dijo Cale—. Estoy en deuda con vos.
—Vos ya estabais en deuda conmigo, y ved dónde me ha llevado eso.
Cuando Cadbury se hubo ido, Cale se sentó y se quedó un rato mirando a IdrisPukke.
—Daría igual aunque supiera algo realmente gordo —dijo IdrisPukke al fin—, porque no podría decirlo, aunque mi vida dependiera de ello.
—Pensé que os preocupabais por Henri.
—Me preocupo también por Kleist, aunque vos no lo hagáis. Sé lo que es el cariño. Admito que sé algunas cosas. Pero no podría confiárselas a alguien como Kitty, ni aunque fueran mis propios hijos.
—Eso es fácil de decir.
—Supongo que lo es. No puedo ayudaros, lo siento.
En cosa de quince minutos, Cale estaba en sus nuevos aposentos de la Embajada de la Hansa, presionando al marido de Riba.
—No tengo tiempo para ser elegante en esto: yo le salvé la vida a vuestra esposa arriesgando la mía. Ha llegado el momento de devolverme el favor.
—¿Habéis hablado de esto con Riba?
—No, pero lo haré si queréis.
—Yo no soy solo el marido de Riba. La vida de muchos miles de personas, o más que eso, depende de mí.
—Me da igual.
—Iré con vos e intentaremos sacar de allí a vuestros amigos. El riesgo para mi vida es lo de menos.
Cale estuvo a punto de decir algo realmente ofensivo.
—Daría igual aunque contara con doscientos como vos. Por la fuerza no se conseguirá nada. Él quiere lo que vos sabéis.
—No puedo. —Era la negativa más angustiada que Cale hubiera oído nunca. Eso estaba bien.
—No es necesario.
—¿Cómo decís?
—No necesitáis decirle lo que realmente sabéis, basta con que le digáis lo que podríais saber.
—Estoy torpe de entendederas, lo admito. ¿Podríais explicaros un poco mejor?
Cale cerró los ojos con patente irritación.
—Vos debéis de haber pensado en todas las cosas que podríais hacer frente a la amenaza de los redentores, ¿no es así?
—¿Explorado respuestas alternativas?
—Sí, eso es. No quiero saber lo que habéis decidido. No me lo digáis. No me importa. Solo quiero una de las posibilidades que no habéis elegido, la que sea, y con todos los detalles anotados.
Una larga pausa.
—Yo no puedo anotar nada. Si se hiciera público, sería la ruina de la Hansa.
No era fácil para Cale reprimirse para no coger el encantador adorno que estaba junto a él en la mesa y tirarlo contra la pared. Le dolía la cabeza, y pensó que probablemente moriría en pocas horas.
—Escuchadme —dijo—, Kitty la Liebre podría devoraros y escupiros a vos y a una docena como vos. No va a aceptar mi palabra a cambio de nada, porque sabe que soy un mentiroso, ¿de acuerdo?
—Poner una mentira por escrito es tan malo como decir la verdad. Se hará pública… y si está escrito la gente se lo creerá. No puedo.
En aquel momento, la cabeza le palpitaba a Cale como si se expandiera y contrajera cuatro dedos cada vez que respiraba.
—¿Y si os prometo que será destruida ante mis ojos?
—¿Cómo podéis estar seguro de eso?
—Os doy la palabra de alguien que evitó que vuestra esposa fuera destripada estando aún con vida, puto desagradecido. —Miró a Wittenberg y decidió que no tenía nada que perder—. Y tendría que decirle a Riba que os negasteis a ayudar a las tres personas que le salvaron la vida, aun cuando una de ellas os prometió manteneros al margen.
—Esa es una amenaza particularmente fea, si se me permite decirlo. Pero supongo que os encontráis desesperado.
—Yo soy un tipo de persona particularmente fea.
—Desde luego, sois particularmente violento.
—Por suerte para vuestra esposa.
—Pero estáis muy enfermo. Vuestra habilidad para desplazar ejércitos no es de mucha utilidad si ya no tenéis esos ejércitos. Feo o violento, ahora sois un ser ordinario. No os puedo ayudar en esto, no importa cuáles sean mis obligaciones personales. Dejaréis mi casa mañana a mediodía, si no os importa.
—Sí que me importa.
—La dejaréis de todas formas.
Cale se fue a su habitación, tomó uno de los pequeños paquetes de federimorfina, dio unos golpecitos en la pequeña porción de polvo blanco que tenía en el dorso de la mano, se llevó un dedo al agujero izquierdo de la nariz, agachó la cabeza y aspiró muy fuerte. Gritó de dolor. Era algo así como si le hubiera estallado en la cabeza un paquete de agujas. La sensación tardó un minuto en pasarse, y en cuanto se secó las lágrimas de los ojos, empezó a sentirse mejor. Y después mucho mejor. Y luego mejor de lo que se hubiera sentido nunca: despierto, perspicaz, fuerte… Al salir pasó por delante de Riba.
—Habéis estado hablando con Arthur —dijo ella.
—Sí.
—¿Y…?
—No es tan bobo como parece.
Cuando se fue a la casa de Kitty, lo hizo caminando por una ciudad y un mundo llenos de confusión. O era la víspera de la destrucción, o la crisis ya había pasado. Alguna gente se iba, otra había decidido quedarse. Los precios habían subido por temor a la guerra, pero ahora caían por los rumores de paz. Hombres con experiencia se desprendían del oro, y hombres experimentados lo volvían a comprar. Las cosas podrían ir de cierta manera, o justo de la contraria. La primera baja, el día después de la declaración de guerra, es el recuerdo de la confusión que la precedió. Nada se desvanece del poder del recuerdo tan fácilmente como el recuerdo de la inseguridad.
En su camino desde la Embajada de la Hansa, Cale se detuvo brevemente en un depósito usado por los arrastradores: gitanos que se ofrecían con sus carretillas para repartos de lo que fuera, aunque principalmente de carne y verduras del mercado que estaba al otro lado de la plaza. Le dio a uno de ellos, que era un tipo fornido aunque de aspecto malhumorado, cinco dólares y la promesa de otros cinco si iba a la calle en que vivía Kitty y esperaba a dos o tres personas que saldrían de allí y que necesitarían un medio de transporte. Tendría que darse prisa y no entretenerse.
—Esto tiene toda la pinta de encerrar problemas —observó el hombre—. Diez dólares ahora y después otros diez.
—¿Cómo os llamáis?
El gitano se lo pensó mucho antes de dar su nombre, pero había una cantidad de dinero importante de por medio.
—Michael Nevin.
—Haced el trabajo y habrá más.
—¿Más dinero o más trabajo?
—¡Las dos cosas!
Tras llamar suavemente a la puerta de Kitty, a Cale lo hicieron pasar, lo registraron, le desprendieron de la carga de todo su instrumental y lo condujeron a presencia de Kitty. Él estaba colocado detrás de un escritorio grande, y su rostro no se distinguía en la semioscuridad. Sentados contra los postigos, al fondo de la estancia, se encontraban los dos hombres que habían estado a punto de matar a Kleist y a Henri el Impreciso un par de horas antes.
—Tenéis mucho peor aspecto que la última vez que nos vimos, señor Cale. Sentaos.
El miedo que podía inspirarle a Cale el hecho de tener tras él a dos obvios malhechores de ningún modo quedaba aliviado por la rareza de la butaca, que era demasiado baja, con los brazos demasiado altos, y el asiento incómodamente inclinado. Y estaba fija al suelo.
—Tengo que hablar con vos a solas —dijo Cale.
—No.
—¿Siguen con vida?
—Mi pobre niño enfermo: yo no me preocuparía por ellos.
—Tengo que saber si están vivos o muertos.
—Están en una sala de espera. La cuestión es si vos vais a compartirla con ellos o no.
—¿Yo? ¿En qué os he molestado?
—Vos, señor, no habéis cumplido con aquello por lo que se os pagó y se os ha cuidado.
—He sido un mal servidor, lo admito. Pero he venido para enmendar las cosas.
—¿Y bien?
—Tengo dos cosas que ofrecer: la primera es pagaros lo que os debo; la segunda es algo que os puedo contar a cambio de la libertad de mis amigos.
—¿Y por qué no podría quedarme con esa segunda cosa, sin arriesgarme a parecer débil delante de todo el mundo?
—Porque no basta con que os lo cuente, tengo que demostrarlo. Y no he traído la prueba conmigo.
—Veremos. Proseguid.
—Ellos tienen que salir libres.
—Lo veremos cuando me paguéis lo que me debéis.
Cale intentó dar la impresión de que lo estaba considerando.
—De acuerdo, muy bien. ¿Tenéis un mapa de las Cuatro Partes del Mundo?
—Sí.
—Tengo que mostraros…
Les llevó unos minutos a los dos hombres desenrollar el mapa y colgarlo de unos ganchos bien alto en uno de los muros. Cale ya se suponía que Kitty habría encargado algún tipo de investigación, pero se sorprendió ante el tamaño y el detalle de aquel mapa, que superaba a cualquier cosa que hubieran hecho los redentores, y eso que eran buenos cartógrafos.
—Os habéis quedado impresionado —comentó Kitty.
—Lo admito.
Uno de los hombres le entregó un puntero no más grueso que un tallo de trigo (imposible emplearlo como arma). Cale miraba a Kitty que, cubierto con su capucha y escondido en la oscuridad, tenía aspecto de muñón. Si hubiera habido alguien que, siendo él niño, le hubiera contado cuentos de hadas, Kitty habría sido la visión capaz de convocar el auténtico miedo de las pesadillas infantiles. Cale no tenía elección, así que siguió:
—Esto es lo que pienso basándome en lo que sé —dijo Cale—. En parte son conjeturas. Pero tiene que ir más o menos por ahí.
Hubo un silbido agudo por parte de Kitty, risa tal vez, y el olor de algo caliente y enmohecido flotó un momento en el aire inmóvil.
—Se notan vuestros escrúpulos.
—Las montañas suizas hacen que sea casi imposible un ataque desde ningún punto, salvo por el norte. En lo que concierne a los suizos, los otros países de la Alianza Suiza existen para actuar como una serie de tres parachoques contra cualquier ataque que provenga de allí. Más al norte está la Galia, protegida por la Línea Maginot y por el desierto de la Tierra de Arnhem. El Eje piensa que la fuerza de las defensas de la Línea Maginot lo protegerá, y que la Tierra de Arnhem es demasiado ancha y reseca para que pueda cruzarla ningún ejército de tamaño real. Se equivocan. Bosco ha estado demorándose para poder cavar una red de pozos y aljibes a través del desierto.
—¿Y esto vos lo sabéis por…?
—Porque he pensado en ello. Los galos piensan que aunque llegara un ejército a través del desierto y atacara sus defensas más endebles, un ejército que ha pasado seis días en la Tierra de Arnhem no se encontrará en muy buenas condiciones para luchar…, que incluso unas defensas débiles bastarán para detenerlos hasta que puedan acudir refuerzos.
—¿Y se equivocan por…?
—Los redentores no tardarán seis días en atravesar el desierto, les bastará con un día y dos noches.
—¿Van a hacer todo el camino corriendo?
—A caballo.
—Me parece recordar que en uno de vuestros poco informativos informes decíais que los redentores no contaban con caballería propiamente dicha, y tardarían años en tenerla.
—No son soldados de caballería, pero sí infantería montada. Se tarda seis semanas en aprender a montar a caballo, si eso es lo que pretenden.
—¿Y si los alcanza la caballería gala?
—Entonces desmontarán y lucharán con ellos del mismo modo que lucharon con los Materazzi en el monte Silbury. Y los redentores se encontrarán en mucho mejores condiciones que en aquella ocasión: entonces la mitad de ellos luchaban con un tapón en la pedorrera para no cagarse por las patas para abajo.
—Podéis ahorrarme esos detalles.
—Digamos que se pierden más batallas por las diarreas que por los malos generales.
—Entonces ¿qué?
—Velocidad… al principio. Tomarán la Galia en seis semanas.
—Eso es muy optimista, ¿no os parece?
—No, no me parece. Si digo que se puede hacer, es que se puede hacer. La defensa contra los redentores está basada en la velocidad con que se movían en el pasado, en la velocidad con la que en el pasado se movían todos los ejércitos. Todo el mundo lucha en la guerra del modo en que está habituado.
—O sea que los redentores entrarán en la Galia, después en Palestina, después en Albión y Yugoslavia, y luego seguirán el resto del camino hasta las puertas de Zúrich.
—No será tan fácil.
—Me sorprendéis.
—Siempre.
Y volvió a oírse la risa aguda y sibilante.
—Qué joven tan presuntuoso que sois.
—No soy presuntuoso. Solo soy sincero al considerarme mucho mejor que otras personas.
Kitty se quedó un momento callado. Volvieron los efluvios de aquel olor de calor y moho.
—Bueno —dijo Kitty—. Entonces tendremos que permitir que os jactéis de ello, si es que estáis muy por encima de los demás: seguid.
Cale volvió al mapa y señaló el río que cortaba la Galia por la mitad en su camino hacia el mar.
—Todo lo que los redentores tienen que hacer es dirigirse con rapidez al Misisipi. Entonces contarán con una línea de defensa que podrán mantener o retirar tanto como quieran si las cosas van mal.
—¿Y después del Misisipi…?
—Guerra a la vieja usanza, seguramente: lenta y horrible. Pero eso se les da muy bien a los redentores.
—¿Y dónde entran los lacónicos en todo esto?
—Se les pagará para que se mantengan al margen, si Bosco hace lo que yo le aconsejé.
—¿Y si no hace lo que vos le aconsejasteis? ¿O si los lacónicos piensan que, una vez tomada Suiza, los redentores se volverán contra ellos?
—Una vez tomada Suiza, eso es lo que Bosco hará exactamente.
—Entonces ¿por qué deberían seguir? ¿Solo porque a vuestro plan le conviene que lo hagan?
—Porque eso es lo que quieren creer. De ese modo obtienen dinero y una garantía.
—Sin ningún valor.
—Pero eso no lo saben. Después de todo, no tiene sentido atacarlos. Laconia no tiene mucho valor estratégico, y está llena de sodomitas. No merece la pena el esfuerzo de tomarla, ni siquiera para los redentores.
—Pero Bosco lo intentará.
—Sí.
—¿Por qué?
—No lo sé. A mí solo me pidió que mirara el modo. Tiene algo que ver con Dios, me imagino.
—O sea que no lo sabéis todo.
—Yo sé todo lo que sé.
Cale tenía que ser sincero con Kitty porque su vida y la de Henri el Impreciso y la de Kleist dependían de que resultara convincente. Y nada convence tanto como la verdad. Pero el plan de Bosco para crear una solución final al problema del mal le habría parecido inverosímil incluso a alguien tan vil como Kitty la Liebre. Semejante cosa estaba fuera del alcance de su atroz imaginación, por la razón de que no tenía propósito: no había dinero ni poder que poder ganar en semejante plan.
—¿Y qué me decís de la finalidad del campamento redentor de Moza que vuestros amigos tan estúpidamente decidieron atacar?
Qué astuto por parte de Kitty era preguntar aquello, y qué peliagudo resultaba para él. Sus amigos debían de haberle contado algo útil a Kitty, o de lo contrario estarían muertos. Aunque tal vez él no hubiera pretendido matarlos, sino solo asustarlos. Si Cale le contaba algo que no casara con lo que le habían dicho ellos, Kitty comprendería que sus amigos le habían estado mintiendo. Y después había otras posibilidades a izquierda y a derecha, y de nuevo a izquierda, siempre cuestiones difíciles que responder y se podía meter la pata hasta adentro. Al apostar por que Henri el Impreciso habría decidido contar algo cercano a la verdad, Cale se comprometía.
—Los redentores atacarán desde el norte a través de la Tierra de Arnhem, pero querrán comprimir desde puntos opuestos, y la única manera de atacar Suiza desde el sur es a través de la meseta suiza, y luego por el Paso de Schallenberg hasta el Leeds Español.
—¿Cuántos?
—Cuarenta mil, más o menos. Pero no digo que no vaya a quedarse justo donde está, cerrando la salida de Suiza y aguardando el ataque desde el norte para abrir así el camino hacia el sur. Pero si puede así lograr que los suizos entren en combate en Mitteland, habrá merecido la pena. Y si no salen a luchar, podrá cerrar el Schallenberg, y después esperar allí a que salgan.
—¿Por qué?
—Cinco mil hombres delante del Schallenberg no podrían contener eternamente a los suizos. Eso son casi treinta y cinco mil menos que si se quedan donde está él.
—¿Por qué no atraviesan y toman la ciudad?
—Porque cinco mil hombres también pueden defenderla del otro lado. Así pues, todo es cuestión de cuánto tardan los redentores en bajar desde el norte. Ved: todo depende de que puedan cruzar la Tierra de Arnhem en un día y dos noches. Después de eso, solo es cuestión de tiempo.
—¿Y le habéis contado esto a alguien más?
—Eso es asunto mío.
—Os mostráis muy insolente, para andar buscando caridad.
—No, no se lo he contado a nadie.
—¿Por qué?
—Todo lo que tengo es lo que sé. Además, mi reputación ya no es lo que era. ¿Quién va a creer a un muchacho enfermo al que se le daba bien mandar?
—¿Tal vez vuestros protectores, los Materazzi?
—Hasta el último mono está deseando que caigan muertos, si es posible.
—Y, sin embargo, Conn Materazzi es muy baboseado por el rey.
—Conn no me soportará a mí por nada del mundo.
—Eso he oído. Entonces ¿es verdad?
—Lo siento, no comprendo.
—Que sois el padre del bebé.
—Ella me vendió a los redentores.
—Eso no es una respuesta. Pero no importa.
—¿Qué pasa con mis amigos?
—Tendréis que hacerlo mejor.
—Puedo hacerlo mejor.
—Entonces hacedlo.
—No con ellos aquí.
—Vuestra reputación puede haber declinado, pero sé que sois una persona muy bien dotada para la violencia, y no siempre inteligente a la hora de emplearla.
—Ya no soy el que era.
—Eso lo decís vos.
—Seguro que Cadbury os contó lo que sucedió en la abadía. No pude ni levantar un dedo para salvarme a mí mismo. Miradme.
Durante un rato, Cale se quedó quieto, allí sentado, mientras Kitty observaba su piel blanca, sus negras ojeras, sus hombros caídos y la pérdida de peso.
—Yo podría retener a esos caballeros para invitaros a hablar.
—Vais a necesitar más de lo que os diga yo. Vais a necesitar una prueba. Y no la tengo conmigo. Dejadlos marchar.
—Me parece que no.
—Siempre me tendréis a mí. Nadie sabe quiénes son los dos chicos. Matarlos no significará nada como mensaje. Pero mi muerte enviaría una señal. ¿No estoy en lo cierto?
—¿Os estáis ofreciendo en sacrificio a cambio de vuestros amigos? Tenía mejor concepto de vos.
—Yo pretendo salir de aquí por mi propio pie. Solo estoy señalando que vos podríais dejarlos libres a ellos, si me tenéis a mí.
Kitty pensó en ello, pero no mucho.
—Id a por ellos: los dos.
Los esbirros hicieron lo que se les decía, cerrando con cuidado tras ellos la pesada puerta.
—Ya sabéis dónde vivo.
Era una declaración. La respuesta fue un largo chillido de paloma: Kitty se estaba riendo.
—¿Por qué me tendría que interesar el lugar donde dejáis el sombrero? —Cale permaneció callado—. Sí, ya sé dónde vivís.
—He averiguado lo que va a hacer la Hansa, ¿os interesa?
—Desde luego —dijo Kitty como sin darle importancia a la cosa—. ¿Tenéis pruebas?
—Sí.
—Mostradme. —De nuevo la risa desagradable.
Se oyó llamar a la puerta.
—Adelante.
Y la puerta se abrió. Los dos esbirros que habían salido, y varios otros, entraron sujetando a Henri el Impreciso y a Kleist, que llevaban las manos atadas. Pero aquellas ataduras eran más por mantener las formas que otra cosa. Se hallaban en un estado lamentable, Kleist especialmente irreconocible, con la cara ensangrentada y los ojos hinchados en bolsas encarnadas, aunque una de ellas se había abierto, como una pequeña boca, y vertía sangre que le corría por la mejilla derecha. En cuanto al aspecto de Henri el Impreciso, era como si alguien le hubiera restregado la cara con una planta tóxica, pues la tenía inflamada y abotargada. La lengua se le salía de la boca, como si en vez de un muchacho fuera un viejo chocho. Les habían aplastado las manos a ambos, y temblaban sin poder controlarse.
Cale no mostró ninguna reacción.
—Sacadlos fuera. Hay alguien esperando para llevárselos, y cuando se encuentren a salvo traerán pruebas que demuestran lo que os diré.
—Intentad engañarme, y averiguaréis que la muerte tiene diez mil puertas, y que yo estoy para haceros pasar por todas.
—¿Podemos seguir? Tengo una cita para cenar.
Un leve gesto afirmativo de la cabeza, e hicieron salir a los dos muchachos por la puerta, a empujones.
—Que me digan lo que ven en la calle.
Dos minutos después, volvió uno de los guardias de Kitty.
—Ha venido a recogerlos un arrastrador con una carretilla.
—Mientras esperamos la carta, os diré lo que tiene que llegar. En cuanto cierren la puerta. —Cale aguardó un instante, y entonces continuó—: La liga hanseática va a declarar su apoyo al Eje y el compromiso de enviar barcos, tropas y dinero. El dinero llegará, pero no los barcos ni las tropas. Harán mucha exhibición de reunir barcos en Danzig y Lubeck, pero si los flotan tendrán que volver por las tormentas, o por la peste, o por las termitas o por un ataque de percebes, lo que sea. El caso es que no llegarán: al menos no llegarán hasta que estén razonablemente seguros de quién va a vencer.
—¿Y esto os lo contó Wittenberg mientras tomabais té y sándwiches de pepino? Había oído que era hombre de inteligencia y discreción, ¿por qué iba a contarle tales cosas a alguien como vos?
—Me encantaban los sándwiches de pepino. Cuando los tenía.
—Respondedme.
—Yo salvé a la esposa de Wittenberg de un asunto muy desagradable que se traía entre manos cierto redentor. Soy el causante de la felicidad de ese matrimonio, digamos. Pero él no me contó esto directamente, ni yo le hubiera creído si me lo hubiera contado.
—Entonces ¿os lo contó ella? ¿Eso es lo que me queréis decir?
—No. Yo intenté que hablara y, por decirlo de algún modo, le retorcí un poco el brazo. Pero Riba es una chica inteligente y no cedió. A él, sin embargo, le robé la llave y saqué la carta de su despacho.
—Suena inverosímil.
—Sí, suena inverosímil, pero es la verdad. Wittenberg es un hombre inteligente. Sutil, como decís vos, en charlas y discusiones y tal, pero está por encima del robo en un sentido personal. Me refiero a que él podría dejar morir a miles de personas, pero no mataría a una sola que tuviera delante. Ni se le pasó por la mente que yo pudiera responder con una traición a la generosidad de él y de su esposa. Supongo que no ha sufrido las carencias que he sufrido yo.
—¿Qué más sabéis?
—Lo que os he dicho. Es una carta, no una confesión. Tenéis que leer un poco entre líneas, pero no demasiado. Lo veréis vos mismo cuando llegue.
Aunque Cale estaba mintiendo, había expuesto de modo más o menos preciso la posición de la Hansa, pues en realidad la Hansa no tenía tanto donde elegir, dado que era una federación comercial que usaba el poder militar para proteger sus intereses financieros solo cuando era inevitable. Pero había más que dinero, porque ya habían ofrecido un gran trato al Eje, y ofrecerían más. En parte estaba el riesgo financiero propio de la indefinición del resultado de una guerra: había un límite para ganar dinero, aunque fuera un límite muy elevado, pero no había límite al dinero que una guerra podía engullir. Y también eran conscientes de que la guerra era la madre de todo: producía cambios incluso para los vencedores, que podían acarrear consecuencias incalculables. Mucho mejor era mantenerse al margen, haciendo vagas promesas que uno no tenía la intención de cumplir, entregando dinero y quedándose al margen todo el tiempo que fuera posible.
Por desgracia para Cale, aquella inteligente conjetura no tenía ningún valor práctico, aparte de ser verosímil: Kitty esperaba pruebas, y no había ninguna. Y las esperaba en cosa de unos minutos.