—¿Nombre?
Henri el Impreciso miró a su interrogador con expresión de humilde perplejidad.
—Lo siento, no lo sé, nadie me ha dicho cómo os llamáis.
—Mi nombre no. ¡El vuestro!
Una pausa, todo lo larga que juzgó posible.
—Sí.
—¿Qué?
—Que sí, ya entiendo.
Pese a su difícil situación, Henri el Impreciso disfrutaba haciéndose el tonto cuando en realidad era un tipo con bastante morro, una actuación peligrosa que había perfeccionado durante muchos años de convivencia con atormentadores redentores, y que era la razón del mote que le había puesto Cale cinco años antes. Ahora nadie sabía nada de él.
—Dominic Savio.
—Bien, señor Savio. Habéis cometido una grave infracción.
—¿Qué quiere decir «infracción»?
—Quiere decir delito.
—¿Qué quiere decir «cometido»?
—Quiere decir «hecho». Eso significa que habéis hecho un delito.
—¡Yo soy bueno!
«Además de un idiota de remate», pensó el interrogador. Se recostó en el asiento.
—De eso estoy seguro. Pero es un delito cruzar la frontera sin papeles, y es otro delito entrar en el país por cualquier punto que no sea un cruce de frontera oficial.
—Yo no tengo papeles.
—Ya sé que no tenéis papeles, por eso estáis aquí.
—¿Dónde puedo conseguir papeles?
—No se trata de eso. Es un delito simplemente intentar entrar en el país sin papeles.
—No sabía lo de los papeles.
—La ignorancia de la ley no es excusa.
—¿Por qué no?
—Porque entonces todo el mundo diría que no conocía la ley. Podrían decir que no sabían que el asesinato iba contra la ley. ¿Dejaríais libre a alguien que hubiera cometido un asesinato si dijera que no sabía que matar gente iba contra la ley?
—Los soldados matan gente, eso no va contra la ley.
—Eso no es asesinato.
—Habéis dicho «matar gente».
—Quería decir asesinar.
—Comprendo.
El interrogador no sabía muy bien cómo se le había ido por allí el interrogatorio del muchacho. Intentó retomar el control de la situación.
—¿Por qué tratasteis de entrar en el país por un punto ilegal?
—No sabía que era ilegal.
—De acuerdo. ¿Por qué estabais tratando de entrar en el país?
—Los redentores querían asesinarnos. Perdón, matarnos.
—¿Qué queréis decir?
Henri el Impreciso lo miró con los ojos como platos, desconcertado por la pregunta.
—Quiero decir quitarnos la vida.
—Ya sé lo que significa matar. Pero ¿por qué dijisteis asesinar y después cambiasteis a matar?
—Porque me dijisteis que los soldados no asesinan.
—No creo que dijera eso. —Henri el Impreciso lo miró con cara inexpresiva—. ¿Por qué intentaban mataros?
—No lo sé.
—Debían de tener un motivo.
—No.
—Hasta los redentores tienen que tener un motivo para matar a alguien.
Henri el Impreciso estuvo tentado de decir algo sarcástico, pero tuvo la prudencia de contenerse.
—A lo mejor pensaban que éramos antagonistas.
—¿Lo sois?
—¿Es un delito?
—No.
—No soy antagonista.
—Entonces ¿qué sois vos?
—Yo soy de Menfis.
—¡Acabáramos!
—¿Cómo decís?
—No importa. ¿Qué hacíais en Menfis?
—Trabajaba en las cocinas del palacio.
—¿Un cargo importante?
—Lavaba platos.
—¿Padres?
—No lo sé. Supongo que habrán muerto. O tal vez anden por ahí, como yo.
—¿Andar por ahí?
—Andar por ahí de sitio en sitio buscando trabajo. Y apartándonos de los redentores.
—Pero no lo habéis hecho… Apartaros de ellos, quiero decir.
—¿Voy a ir a la cárcel?
—¿No os preocupan vuestros amigos?
—No son mis amigos. —Esto era bastante cierto—. Solo intentaba viajar con ellos. Cocinaba algo. Parecía seguro.
—¿Sabéis quiénes son?
—Solo gente que andaba por ahí buscando trabajo y apartándose de los redentores. Vos haríais lo mismo en su lugar. O en el mío.
El interrogador se quedó un momento callado.
—No…, en respuesta a vuestra pregunta. No iréis a prisión. Tenemos un campamento para los que entran como vos, a unos cincuenta kilómetros de aquí, en Koniz. Tendréis que vivir en una tienda de campaña. Pero os darán de comer. Los guardias os protegerán. Puede que os hagan más preguntas.
—¿Podré irme?
—No.
—Entonces ¿es una prisión?
—No, es una especie de lugar de retención en el que permaneceréis mientras averiguamos más cosas sobre vos. Hay miles de personas haciendo lo mismo que vos. No podemos dejarlos que vayan a sus anchas por todo el país. Esto se nos llenaría de quintacolumnistas de los redentores.
Henri el Impreciso se puso a meditar en aquello.
—¿Qué quiere decir quintacolumnista?
—Una especie de espía. ¿Lo comprendéis ahora?
—Sí —dijo Henri el Impreciso.
—Muy bien entonces. Iréis al campamento y allí estaréis a salvo. Luego veremos. Puede que las cosas se calmen. Entonces podréis seguir vuestro camino.
—¿Pensáis eso? ¿Que todo se calmará?
El interrogador sonrió. Quería tranquilizar al muchacho.
—Sí. Eso es lo que pienso.
Y, si se ponía a sopesar probabilidades, eso es lo que realmente creía. Al fin y al cabo, ¿qué sentido tenía que los redentores entablaran una guerra en tantísimos frentes? Le habían hecho importantes concesiones a la anexión de Nassau y Rockall, y el Papa se había quedado bastante satisfecho en consecuencia. Era difícil para una persona cauta y pesimista, que es lo que se consideraba a sí mismo, ver qué podían salir ganando los redentores en una guerra total. No quedaba nada que conceder, de todo se habían desprendido ya. Cualquier otra cosa que añadieran implicaría ya una rendición incondicional, y ni siquiera los más débiles tolerarían tal cosa. A partir de entonces los redentores, o bien se mostrarían satisfechos con las significativas concesiones que se les habían ofrecido y que no les habían costado nada, o bien arriesgaban todo cuanto tenían en una guerra universal en la que podrían perderlo todo. En esas condiciones, la posibilidad de la guerra parecía remota. Le acercó a Henri el Impreciso una hoja de papel por encima de la mesa.
—Firmad esto —le dijo con amabilidad.
—¿Qué es?
—Leedlo si queréis.
—No sé leer —dijo Henri el Impreciso.
—Aquí se os pregunta si habéis introducido carne o plantas ornamentales en el país. Y se os pide que deis detalles, si procede, de cualquier desafuero cometido en este o en otro país. Desafuero quiere decir mala obra.
—Ah —dijo Henri el Impreciso—. Malas obras no. Ni aquí ni en ningún sitio. Yo soy bueno.
Al día siguiente se encontraba caminando en una caravana en su recorrido a la ciudad de tiendas de la que le había hablado el interrogador. Pensaba que era improbable que pudieran obligarlo a quedarse allí, dado que había unos trescientos refugiados, algunos de los cuales eran mujeres y niños, y tan solo quince guardias. Resultó que el campamento de Koniz se hallaba en el camino al Leeds Español, así que le pareció muy sensato dejar que los guardias de la frontera le dieran de comer y le prestaran protección, tal como le había dicho el interrogador. Seguramente se escaparía antes de que llegaran allí. O después, si parecía más sensato.
Una prisión de tiendas de campaña no sería capaz de retener a alguien que había logrado escapar del Santuario: ese era un pensamiento jactancioso que tendría que revisar en los días siguientes. Los guardias suizos conocían su trabajo y seguramente también lo conocerían los guardias de Koniz. Aun así, las cosas podrían estar peor: podría haber muerto, como la mayoría de los doce redentores a los que habían llevado Kleist y él a la frontera, en su intento de matar al redentor Santos Hall, por haber asesinado a la esposa y al bebé de Kleist en los páramos del camino a Silesia.
De los cuatro tipos de fracaso militar, lo que le había sucedido a la pequeña expedición de Henri el Impreciso para matar a Hall era el peor: un puro desastre desde el mismo comienzo. Nada salió como tenía que salir: la lluvia empezó en cuanto emprendieron viaje y no paró, los caballos enfermaron y lo mismo hicieron los hombres. Se tropezaron con tres patrullas de redentores justo en el momento preciso, cuando de haber pasado un minuto antes, o bien un minuto después, habrían podido hacerlo sin que los vieran. Antes de llegar al campamento de Santos Hall en Moza, ya habían perdido a dos hombres. Cuando llegaron, simplemente entraron en el campamento a pie, perfectamente capaces de disimularse entre hombres con los que habían pasado la mayor parte de su vida; por desgracia, uno de los purgatores fue enseguida reconocido por un oblato al que enviaban de regreso a Chartres con un pie espantosamente gangrenado. Aun así, si hubieran pasado por allí un instante antes o un instante después, la previa semana de desastres habría tenido una conclusión afortunada.
Como solo habían atravesado la primera empalizada defensiva, pudieron volver a salir teniendo que luchar solo un poco, pero no sin perder a otros cuatro purgatores. En la ceguera de la huida, había perdido a Kleist, y no tenía ni idea de si estaba vivo o muerto.
Y sin embargo, pese al estrepitoso fracaso y a que la idea había sido estúpida ya para empezar, el intento de matar a Santos Hall había sido bien planeado por dos personas que sabían lo que hacían. Nadie podría haber previsto una racha de mala suerte tan espantosa y tan insistente. Era como si hubieran arrojado una moneda al aire doce veces, y las doce hubiera salido cruz. Henri el Impreciso tenía mucho tiempo para pensar qué había hecho mal al planear y ejecutar el ataque, y estaba deseando aprender de sus errores.
Pero veía que no había cometido ninguno realmente, salvo el de meterse en aquella aventura.
Al cabo de unos días, la mala suerte pareció abandonarlo por fin, y una tormenta le ayudó a escapar justo antes de que la comitiva llegara a Koniz. Una semana después, se hallaba de nuevo en el Leeds Español, después de aprender una lección importante, aunque no estaba seguro de cuál era. ¿No hacer nunca nada, tal vez?
Al cabo de dos días, le alegró y alivió la llegada de Kleist. Además, los dos no tardaron en enterarse, por Cadbury, de que Cale estaba también de regreso en la ciudad, y que lo estaba cuidando con todos los lujos Riba, que era ahora la esposa del Embajador Hanseático en la Corte Real. Henri el Impreciso estaba encantado por el regreso de Cale, pero le molestaron las noticias de Riba, ya que andaba algo enamorado de ella desde el día en que la había vergonzosamente espiado cuando se bañaba desnuda en un estanque del Malpaís, tras la huida del Santuario. Sin embargo, tanto él como Kleist tenían problemas más apremiantes. Cadbury no se había presentado para contarles los cotilleos locales, sino para convocarlos a una reunión con Kitty la Liebre, que sabía muy bien lo que ellos habían estado tramando y se sentía herido por tamaña estupidez.
—Si conocéis alguna oración, preparaos para recitarla ahora —dijo Cadbury al dejarlos pasar delante de él en la puerta.
El desenfadado intento de Cadbury por asustar a los dos muchachos pareció menos divertido cuando los entregó en la casa de Kitty, junto al canal. Cadbury vio a los dos hombres entrar en los aposentos de Kitty. No los reconoció, pero se había pasado mucho tiempo entre malvados para no distinguir la tela de la que estaban cortados. El porte que mostraban, la manera en que se movían y se miraban unos a otros delataba el rencor que le tenían a la vida. Había otros indicios, por supuesto: pocas personas de elevada estatura moral iban a hacer negocios con Kitty la Liebre. Aun así, su olfato para los malos asuntos le estaba alertando. Envió a uno de los criados de Kitty a buscar a Deidrina. Se volvió hacia los dos chicos y les señaló con un gesto una mesa que había pegada a la pared.
—Caballeros: sus cosas.
Hizo una mueca para dar a entender que cualquier protesta en el sentido de que no entendían de qué les hablaba sería considerada un insulto. Empezaron a vaciar sus diversos bolsillos escondidos y a poner en la mesa su contenido: un cuchillo normal, otro casero, un punzón, un martillo, otro cuchillo normal, una navaja de afeitar, una piqueta, un berbiquí, una gubia y un par de alicates.
Se hizo un momento de silencio.
—Y lo demás —añadió Cadbury.
Y entonces sacaron otro cuchillo, un tornillo largo, un sacabocados grande, un hacha pequeña, una maza (que sorprendentemente no era pequeña) y por fin una aguja de las que se emplean para reparar las velas.
—¿Qué es lo que pasa? ¿No le caéis bien a la gente?
—No —reconoció Kleist.
—Pero no nos preocupa —añadió Henri el Impreciso.
Cadbury sabía que había más, aunque estuviera impresionado por lo que ya habían sacado. Pero se había cubierto las espaldas, y no le parecía bien hacer entrar desnudos en la estancia a los dos chicos. No era frecuente que Cadbury sintiera miedo salvo por sí mismo, pero en aquel momento lo tenía. Furiosa y burlona, su mala conciencia le molestaba:
«No tenéis derecho a tener conciencia ahora, hipócrita, después de toda la porquería en que habéis metido los dedos».
Se abrió la puerta de Kitty y salió el criado.
—Tienen que entrar ahora —dijo.
Cadbury hizo un gesto con la cabeza a los dos chicos, que estaban nerviosos, aunque Henri el Impreciso más que Kleist. El criado les indicó el camino con un gesto y cerró la puerta tras ellos. Normalmente, pensó Cadbury, habría entrado con ellos, pero esta vez no lo había hecho. El criado miró a Cadbury obviamente incómodo. ¿Qué significaba aquella mirada?
—El señor dice que podéis iros ya.
El criado se volvió y se alejó, reflejando su desasosiego en la postura de los hombros e incluso en la manera de caminar. Trabajar para Kitty requería una considerable capacidad para mirar hacia otro lado ante la maldad; pero casi todo el mundo tiene sus estándares, una frontera que no llega a atravesar. Incluso en prisión el asesino mira por encima del hombro al ladrón normal, el ladrón mira por encima del hombro al violador, y a todos ellos los mira por encima del hombro el abusador de niños. Estaba muy bien que el criado insinuara que algo desagradable estaba a punto de ocurrir, pero ¿qué podía hacer él? A Cadbury le habían dicho que se fuera, y eso es lo que hizo.
Al salir a la luz del día, sintió como si viera el sol después de pasarse un año en la oscuridad. Pero el horror por lo que iba a suceder iba también con él, y se podía ver tan claramente que, al encontrar a Deidrina Plunkett, que iba corriendo hacia él, hasta ella pudo darse cuenta de que se hallaba en un estado de intensa ansiedad.
—¿Qué sucede? —preguntó Deidrina.
—No estoy bien. Tenemos que ir a casa.
—Yo justo vengo de allí.
—Entonces volveremos —gritó él, y tiró de ella hacia el otro lado de la calle, alejándola de la mansión de Kitty la Liebre.
Cuando la puerta se cerró tras ellos, hubiera dado igual si Kleist y Henri el Impreciso llevaran consigo todas las armas que Cadbury les había quitado o el doble de ellas. Costaba unos segundos acostumbrarse a la penumbra una vez cerrada la puerta, pero no había nada que hacer contra el par de pequeñas ballestas con que les apuntaba uno de los hombres que tanto habían inquietado a Cadbury. El otro hombre sostenía dos varas del tamaño de dos palos de escoba, con lazos al final, como los que se emplean para cazar perros salvajes.
—Volveos.
Hicieron lo que se les mandaba, y con gran destreza les echaron los lazos sobre el cuello y los hombros, hasta estrecharlos a la altura del vientre, sujetándoles los brazos al cuerpo. No era la primera vez que Kitty la Liebre admiraba la destreza de hombres tan finos. Ninguno de los muchachos dijo nada ni intentó escapar, cosa que también impresionó a Kitty.
—Vais a sentaros en esos dos taburetes —les dijo uno de los hombres.
Empujaron ligeramente los palos para obligar a los muchachos a avanzar y sentarse en los taburetes. Entonces colocaron los palos en unas pequeñas ranuras que había en el suelo. Se oyó un fuerte «¡CLIC!», y el extremo de los dos palos quedó asegurado.
—Ahora escapad si podéis —se burló uno de los hombres.
—Señor Mach —susurró Kitty la Liebre—, no mostréis malos modales. Estos dos muchachos van a morir aquí, así que haced gala del respeto que se debe a esa circunstancia, o callaos.
Henri el Impreciso y Kleist llevaban toda la vida acostumbrados a las amenazas, y las habían visto cumplirse con gran crueldad, a veces con religiosa exactitud. Sabían que aquello no era una amenaza, sino algo que realmente iba a suceder. Detrás de ellos, los dos hombres siguieron adelante con los preparativos, Mach un tanto molesto por ser reprendido. Les costó poco esfuerzo. De los bolsillos interiores sacaron ambos un alambre fuerte, envuelto en los extremos con mangos de madera de unos diez centímetros.
—¿Por qué? —gritó Henri el Impreciso.
Los dos hombres, más por sentido del ritual que por necesidad, comprobaron la robustez de la madera y el alambre tirando de él dos veces. Satisfechos, colocaron el alambre alrededor del cuello de los muchachos.
—¡Esperad! —murmuró Kitty—. Ya que habéis preguntado, parece que queréis prolongar esto más de lo estrictamente necesario. Os lo diré: vuestras estúpidas acciones contra los redentores han alterado el equilibrio de mi tranquilidad. Me he visto en problemas y he tenido que gastar dinero para asegurarme de que no ocurría nada, de que esta guerra se alargará y pospondrá según me convenga a mí, y de que mis negocios en ella se alargarán y pospondrán del mismo modo. Habéis intentado empezar una guerra que yo no quiero que empiece. En cuanto empieza una guerra, ocurre toda clase de cosas desagradables, lo que significa dejar de cobrar. Sin embargo, una guerra que podría o no podría tener lugar es una auténtica bendición: cincuenta mil dólares a la semana en provisiones. Por eso se abre la gran puerta para vosotros: no puedo asegurar que no duela, pero será rápido si no oponéis resistencia.
Los dos hombres dieron un paso adelante y les rodearon el cuello con el alambre.
—¡Por Dios! —susurró Kleist.
—¡Yo sé cuándo vendrán… los redentores! —gritó Henri el Impreciso—. Sé el día exacto.
—Esperad un momento —dijo Kitty.
—De acuerdo, lo admito. —Henri el Impreciso seguía siendo capaz de mentir perfectamente bajo circunstancias aterradoras, pues todos los años de práctica que se había pasado engañando a los redentores acudían en su ayuda—. No sé el día exacto, pero sí la semana.
Una pausa. Kitty parecía convencido ante aquella rectificación; al fin y al cabo, ¿quién no exageraría un poco en semejantes circunstancias?
—Adelante.
—Antes de que intentáramos entrar en el campamento, estuve vigilando el lugar durante casi veinte horas. En ese tiempo llegaron cincuenta carros. Cada carro lleva media tonelada, más o menos. Treinta de los carros no contenían más que comida. Cada tienda de intendencia recibe cinco toneladas. Había otras doscientas: eso hace mil toneladas. El campamento solo tiene alrededor de dos mil hombres en total. Eso hace media tonelada de comida por cada hombre.
—Así que, en realidad, el campamento es un punto de distribución.
—No. Tan solo salieron un par de carros, y ninguno de ellos llevaba comida. Los carros de intendencia son diferentes.
—¿Almacenaje para el invierno, entonces?
—Pero no se guardan las provisiones para el invierno antes del verano, porque la mayor parte se pudrirían en la tienda. No se necesita almacenar una enorme cantidad de provisiones en verano en un campamento. Durante este tiempo del año se puede vivir de lo que da el campo, comprando y requisando.
—¿Y entonces?
—Tienen que estar preparando un ataque. Si se fueran a quedar donde estaban, no necesitarían ni una veintena de todas esas provisiones.
—Dos mil hombres no van a invadir Suiza.
—Solo costaría dos semanas traer otros cuarenta mil…, pero entonces tienen que atacar. No hay elección. Cuarenta y tantos mil hombres comen de treinta a cincuenta toneladas al día. No pueden quedarse estacionados juntos en tales cantidades. Santos no puede reunirlos en menos de diez o catorce días. Y tampoco puede tenerlos allí comiéndose las provisiones. Tendrá que moverlos en cosa de una semana, dos a lo sumo.
—Ya he oído, ¿sabéis?, muchas mentiras verosímiles.
—Esto no son mentiras.
—¿Cómo sabéis tanto sobre el tocino y la harina?
—Yo no era como Cale y Kleist. Ellos fueron entrenados como militantes. Yo era de intendencia. Nadie hace la guerra sin provisiones: sin madera, agua, carne y harina.
Kitty estuvo pensando, y los muchachos se veían pendientes de un hilo.
—Enviaré a buscar a alguien competente en todo esto. Si esa persona me dice que todo lo que decís son paparruchas, como sospecho…, vais a lamentar no haber mantenido la boca cerrada, porque a estas horas ya estaríais muertos y todos vuestros sufrimientos habrían acabado.
Diez minutos después, temblando los dos de terror, Henri el Impreciso y Kleist fueron encerrados en una estancia sorprendentemente confortable de los sótanos de la casa.
—Buenas mentiras —dijo Kleist al cabo de un rato—. Buenas y condenadas mentiras.