Lejos de las Cuatro Partes del Mundo, en las grandes, verdes y frondosas selvas de Brasil, se acercaba a su apogeo una tormenta de inconmensurable fuerza. Los vientos soplan, la lluvia azota, hay rayos y truenos bastantes para resquebrajar el mundo. Y entonces empieza a amainar en la fracción de una milésima de una cosita infinitesimal, algo que no tendría fuerza suficiente para hacer una simple mota de polvo por una pendiente resbaladiza. La gran tormenta está empezando a dispersarse.
El Redentor General Gil, que ahora ostentaba el título honorífico de Defensor del Santo Júbilo, entró en la sala de guerra del Papa Bosco y se inclinó ligeramente, pero con menos humildad de lo debido.
—¿Hay algo?
No había duda, pese al hecho de que se suponía que estaban inmersos en la tarea de llevar al mundo a su final, de que aquella pregunta se refería a Thomas Cale.
—Como le dije ayer a Vuestra Santidad, las últimas noticias eran que estaba en Leeds, y seguramente sufriendo los efectos de la disentería… Enfermo, eso sin duda. Ahora se ha ido, pero aún no sabemos adónde.
—¿Habéis puesto más gente a la labor?
—Tal como dije que haría —hizo una pausa— ayer.
—¿Gente buena?
—La mejor.
Eso era bastante cierto por lo visto hasta el momento, que no era mucho, dado que la gente buena que tenía buscando a Cale eran los dos Trevor. Gil había decidido que el fin del mundo, un proyecto que había hecho completamente suyo, tendría lugar antes si iba Cale a anunciárselo a Dios personalmente. La obsesiva creencia de que la muerte del mundo no podía llegar a menos que la administrara Cale era un engaño a los ojos de Gil, una blasfemia que tenía mucho cuidado de no revelar. Para él, Cale no era la encarnación de la ira de Dios: era simplemente un joven delincuente. En cuanto se confirmara su muerte, Bosco tendría que aceptar aquella verdad.
—Si oís algo, quiero saberlo inmediatamente.
—Por supuesto, Santidad.
Había pronunciado estas palabras a modo de despedida, pero Gil no se movió del sitio. Durante la conversación, Bosco no había apartado los ojos del gran mapa de las fuerzas del Eje que estaba extendido sobre una de las cuatro enormes mesas que había en la habitación.
—Supongo que no os preocupará que pueda revelar vuestro plan de atacar el Eje a través de Arnhemland…
—Lejos de aquí, Cale no será más que una espina clavada en su propio corazón. Podría gritar en medio de Kirkgate en día de mercado, y nadie le haría ningún caso… Y menos que nadie Ikard o ese bufón de Zog. ¿Hay algo más?
—Sí, Santidad. El fin del mundo. Se han presentado problemas.
Bosco se rio, encantado.
—¿Esperabais acometer el apocalipsis sin ellos?
—Son problemas con los que no contábamos. —Aquellos días, a Gil le costaba mucho esfuerzo no irritarse con el Pontífice.
—¿Sí…?
—Sacar a las poblaciones de los territorios que hemos anexionado supone desviar más provisiones y material de los que podemos conseguir con facilidad. Hay demasiada gente que mover hacia el oeste, y no suficiente comida ni medios de transporte para emprender esa tarea sin sustraerles la misma cantidad exacta a nuestros militantes. Tenemos que ralentizar a unos o a otros.
—Pensaré en ello. ¿Qué más?
—Brzca vino a verme. —Brzca era un hombre de gran talento (un genio, si así se quiere ver) en el campo de las matanzas masivas. Estaba al cargo del problema práctico del transporte de prisioneros al oeste, y comenzando el proceso de llevar a su final el más grande error de Dios—. Está teniendo problemas con sus verdugos.
—Tiene completa libertad de acceso a cualquier persona que resulte conveniente entre los soldados. He dejado claro que él tiene prioridad.
—He hecho cuanto me habéis pedido —dijo Gil, cada vez más irritado.
—Entonces ¿cuál es el problema?
—Demasiados verdugos que se están poniendo enfermos. De la cabeza, me refiero.
—Él sabe que esto es una cosa importante, ¿por qué no ha dicho nada hasta ahora?
—La mayoría no han empezado su tarea hasta hace tres meses. Resulta que matar a dos mil personas por semana es algo que les empieza a afectar al cabo de unos meses. Casi la mitad de sus hombres se ven incapaces de seguir. No es difícil de comprender. Yo mismo sé que se trata de algo necesario, y sin embargo no me gustaría tener que hacerlo personalmente. Así está la cosa.
Bosco no dijo nada durante un momento. Se dirigió hacia la ventana. Al cabo de un buen rato, se volvió hacia Gil.
—Ya sabéis que estoy orgulloso de ellos, de mis pobres peones. Cuando pienso en lo que nos vemos obligados a hacer, yo mismo me aterrorizo. Soportar lo que tienen que soportar y seguir siendo personas enteras… Bueno, está claro qué fuerza espiritual se requiere para semejante tarea. ¿Sigue aquí?
—Sí.
—Enviádmelo. Juntos encontraremos el modo de ayudar a nuestros hombres a conseguir la entereza espiritual que hace falta para continuar.
—Santidad…
Gil empezó a retirarse. Bosco lo llamó.
—Conozco a Brzca desde hace tiempo: decidle que no mate a los que le están fallando. Debemos ser indulgentes con la debilidad humana.