12

Uno de los mayores errores en que caen las personas cultivadas consiste en dar por hecho que, dado que tienen mentes sofisticadas, tienen también emociones sofisticadas. Pero ¿qué clase de alma siente un odio sofisticado o una pena sofisticada ante, digamos por ejemplo, un niño asesinado? ¿Es el corazón roto de una persona educada y refinada diferente del de un salvaje? ¿Por qué no pensar asimismo que una persona ilustrada, con conocimientos, siente el dolor del parto o de un cálculo renal de manera distinta a como lo siente una persona ruda, vulgar, o un quinqui? La inteligencia tiene muchas tonalidades, pero la rabia es del mismo color en todos lados. La humillación deja el mismo sabor en todas las bocas.

En cuanto al corazón de Cale, tenía tanto de sofisticado como de salvaje. Ningún gran maestro del juego del ajedrez poseía las sutiles habilidades de las que daba muestras Cale al interpretar un paisaje: veía cómo defenderlo y cómo atacarlo, o cómo adaptar esa interpretación en cosa de un segundo a causa de un cambio del viento o de la lluvia, tenía la habilidad para manejar normas conocidas y desconocidas en la batalla, que podían ser alteradas por los dioses en cualquier momento, sin consentimiento ni previo aviso. La vida misma, en todo su horror e incomprensibilidad, está en juego en la más simple escaramuza. ¿Quién podía ser más frío o más inteligente que Cale en aquel, el más terrible de los juicios humanos?

Pero aquel prodigioso conocedor de la complejidad de las cosas bajó corriendo la escalera, con el corazón palpitando de esperanza: «Ha vuelto para arrojarse en mis brazos pidiéndome perdón. Me lo explicará todo. La rechazaré y la amenazaré. La trataré como si no pudiera recordarla. Le retorceré el cuello. Se lo merece. La haré llorar».

Entonces recobró cierto tipo de cordura: «¿Y si no es ella? ¿Y si es otra persona? ¿Quién más podría ser? Sea quien sea, busca algo. No lo tendrá». Y así seguía la cosa, la locura penetrando en él mientras su corazón salvaje y su corazón inteligente contendían, tratando cada uno de dominar al otro. Se detuvo. Le costó recobrar el aliento.

—Domínate —se dijo en voz alta—. Contrólate, tranquilízate… Cálmate y no pierdas la cabeza.

Estaba sudando. «Tal vez —pensó— haya sido esa infusión que me ha dado la hermana Wray. No puedo ir de este modo». Pero entonces volvió la locura: «Tal vez se vaya si me retraso. Tal vez simplemente pasaba por aquí y le dio la venada de acercarse, pero ya se está arrepintiendo. Puede que se esté marchando en este momento, asustada al pensar lo que yo podría hacerle». Y entonces apareció el mayor loco de todos: «Ha venido a reírse de mí, sabiendo que ella está a salvo y que yo estoy enfermo y débil».

Pero una especie de orgullo triunfó incluso sobre la locura, el miedo y el amor. Regresó a su cuarto, se lavó rápidamente en el lavamanos (necesitaba hacerlo) y se cambió de camisa. Lentamente, pues le daba miedo poder volver a sudar demasiado, se fue hacia el despacho de la directora. Otro momento fuera de la puerta para recuperar la compostura. Entonces llamó con firmeza. Y a continuación entró, antes de que la palabra «Adelante», en la boca de la directora, hubiera llegado a la mitad.

Y allí estaba: no era Arbell, sino Riba. Dolor, desgarro, fractura, destrozo… ¿Qué no podría soportar su pobre corazón? Lo único que pudo hacer fue tratar de evitar que le surgiera del alma un grito por la espantosa pérdida. Se quedó completamente inmóvil, mirándola fijamente.

—¿Sería abusar de vuestra bondad si os pidiera el favor de hablar con Thomas a solas? —le preguntó Riba a la directora. En otras circunstancias, Cale se habría quedado anonadado, aunque fuera agradablemente, ante el tono gracioso de la petición de Riba, y el hecho de que se entendiera tan claramente que aquella pregunta no era de las que pueden responderse con un no. El tono de su voz era encantador y al mismo tiempo implacablemente autoritario. La directora sonrió como una tonta, obedeciendo a Riba, miró a Cale con odio, y salió, cerrando la puerta tras ella. Siguió un silencio cargado de múltiples y extrañas emociones, todas horribles.

—Veo que esperabais a otra persona —dijo al fin—. Lo lamento.

Y era verdad que lamentaba verlo tan decepcionado y tan enfermo, con aquellas ojeras tan oscuras, pero también era verdad que se sentía ofendida por ser la causa de tan gran decepción. No resultaba nada halagador, especialmente porque ella esperaba sorprenderlo y entusiasmarlo con su maravillosa historia de amor y transformación. Pero en esta leyenda de dolor, desgracia, matanzas y locura debe recordarse también que no todo es lo peor en el peor de todos los mundos posibles, una historia en la que hoy todo es malo y mañana espantoso, hasta que al final ocurre lo más atroz de todo. No. También hay finales felices, la virtud a veces es recompensada, el bueno y el generoso a veces obtienen lo que se merecen. Y así había sido con Riba. Había entrado en la historia del pobre, atormentado, desgraciado Cale del modo más atroz posible: atada de pies y manos mientras aguardaba ser eviscerada viva para satisfacer la curiosidad del redentor Picarbo sobre el origen corporal de la monstruosa impureza que poseían todas las mujeres. Riba sabía perfectamente, porque Cale se lo había recordado constantemente, que él era el salvador más renuente de la historia, y que si tuviera que volver a hacerlo, permitiría que Picarbo siguiera con sus repulsivas investigaciones. Ella no se creía de verdad que él la dejara morir, al menos no lo creía probable. A ciencia cierta, uno nunca sabía de qué era capaz Cale. Aunque salvada por los pelos, después su ascensión a la cima había sido sumamente sencilla. Ella era una muchacha hermosa, si bien inusualmente rolliza, pero en Menfis la belleza era cosa corriente. Helena de Troya había nacido en Menfis y se la consideraba bastante fea comparada con otras. Lo que había permitido que Riba llamara la atención de muchos hombres de la ciudad era que ella era buena, bondadosa e inteligente, pero también que su cuerpo, retaquito y mullidito, expresaba en carne la generosidad y el consuelo que otorgaba su corazón. Sirviente de la odiada Arbell (aunque no odiada por Riba), le había afectado tanto como a su señora la caída de Menfis y la espantosa huida de los redentores, en la que muchos de los Materazzi que habían sobrevivido en el monte Silbury murieron de hambre y enfermedad. Aunque seguía siendo criada de Arbell cuando los Materazzi que quedaban cayeron a trancas y barrancas en el Leeds Español, era inevitable que su fácil encanto e ingenio atrajeran la atención de hombres de toda bondad y clase. Y, a diferencia de las mujeres Materazzi, ella tenía la irresistible ventaja de que, en vez de despreciar a los hombres, le gustaban. ¡Y tenía donde elegir! La adoraban los carboneros, los carniceros, los abogados y los doctores, así como los aristócratas de Menfis y del Leeds Español. Afortunadamente para la tranquilidad de su alma, de entre aquel despliegue de futuros posibles (¿un pez gordo o un don nadie?), se quedó prendada de Arthur Wittenberg, embajador en la Corte del Rey Zog e hijo único del Presidente de la Hansa, que era una agrupación de todos los países ricos del Eje Báltico. El padre de él se opuso a su matrimonio, cosa comprensible, hasta que la conoció, y se quedó tan encantado con ella que se le fue la cabeza y estuvo a punto de intentar traicionar a su hijo al modo de una tragedia griega, antes de que recobrara la compostura y tomara la decisión de comportarse como Dios manda. ¿Cuántos narradores y compositores de ópera habría si todo el mundo fuera tan comedido? El caso es que en cuestión de meses ella ascendió de ser una muerta de hambre a señora de una vasta riqueza y de una enorme influencia política.

Aun así, a pesar de la decepción de Cale, ella se mostró comprensiva, si bien un poco ofendida por la herida infligida a su vanidad, y poco a poco le permitió recobrarse, charlando con él de un modo divertido sobre su ascensión a la riqueza y mostrando cierto menosprecio de sí misma.

Al cabo de una hora más o menos, Cale había recobrado la compostura y se encontraba en condiciones de ocultar su decepción y su considerable vergüenza ante la intensidad de esa decepción. Estaba, a fin de cuentas, encantado de ver a Riba, y se alegraba por la buena suerte que había tenido, mientras pensaba cómo podría serle útil esa circunstancia. Ella charlaba sobre el pasado, y tenía un caudal de historias divertidas que contar sobre el absurdo de la vida entre la nobleza.

—¿Fue Arbell a vuestra boda?

—Fue, y muy contenta de participar en ella.

—Estoy seguro de que estuvo muy en su papel antes de saltar sobre el porquero para ayudarle a dar de comer a sus cerdos. Tengo entendido que andan muy pelados de dinero, los Materazzi.

—Ya no tanto. Conn se ha convertido en el ojito derecho del rey, que no tiene oídos para nadie más que él. Hay dinero y se habla de un cargo.

—¿Cuál?

—El cotilleo dice que será el número dos del General Musgrove para dirigir el ejército de todo el Eje. Si es que consigue que se enfrenten a los redentores.

—¿Lo harán?

—Arthur dice que hablarán pero que no harán nada hasta que den un paso los redentores, y que entonces ya será demasiado tarde.

—¿Tiene un puesto Vipond?

—Sí, pero no con el poder que él quiere o necesita. Los suizos le han puesto a pacer, dice Arthur, e IdrisPukke pace con él.

Cale la miró, evaluando cualquier cambio que su buena suerte pudiera haber producido en la simpatía que sentía por él.

—¿Confiáis en vuestro marido? En su capacidad, me refiero…

—Sí.

—Entonces hacedle un favor y presentadle debidamente a Vipond y a IdrisPukke. Se dará cuenta de que ellos saben de qué va la cosa y de que los necesita. Y ellos necesitan la influencia y el dinero de él.

—Es mi marido. No puedo decirle lo que tiene que hacer.

Cale asintió con la cabeza y se quedó callado, dejando que ella se diera cuenta de que lo había decepcionado, y mucho. Mientras paseaban por los jardines evitando el claustro, él charló sobre los pájaros y las flores y sobre cómo era contemplar allí de noche la lechosa vía de estrellas que cruzaba el cielo. Hubo una pausa. Se rio. Eso estaba bien, pensó ella, se le olvidaría el asunto de Vipond e IdrisPukke.

—¡Qué mundo tan curioso…! —dijo como quien no quiere la cosa.

—¿Por…?

—Bueno, estaba pensando en lo singular y espeluznante que es la vida. En que ahora sois una hermosa dama con un maharajá para cuidaros, cuando hace nada estabais tendida en una mesa, atada y maltrecha, esperando que os sacaran los menudillos y los esparcieran por todo el laboratorio. ¿Y si yo hubiera seguido mi camino? Aquellos días yo era un niño malo…, podría haberlo hecho. Pero no lo hice. Me di la vuelta y…

—Muy bien, ya vale. Me lo habéis dejado claro.

Cale se encogió de hombros.

—No pretendía dejar claro nada. Solo recordaba los viejos tiempos.

—Soy muy consciente de todo lo que os debo, Cale.

—Yo también.

Y tras decir eso recorrieron en silencio lo que quedaba de los jardines.

Al día siguiente le pidió a Riba que le permitiera volver con ella al Leeds Español.

—¿Será seguro? —preguntó.

—¿Para vos?

—Para vos, volver allí. ¿Os habéis recuperado ya?

—No…, no estoy recuperado. Pero tampoco estoy seguro aquí, ni en ninguna parte. Pensé que si me iba lo bastante lejos Bosco me dejaría en paz, pero me va a perseguir haga lo que haga.

Cale se equivocaba en esto, pero aquella conclusión equivocada era la única razonable.

—¿Vais a acabar con los redentores?

—Dicho así, parece un delirio. Dadme otra posibilidad para elegir, y la elegiré.

—Conseguid ropa de viaje y un sombrero bonito.

—Me gustaría tener un sombrero bonito. —Meditó un instante—. ¿Se me permitirá ir dentro del coche con vos?

—Debéis ser más agradable si queréis hacer grandes cosas. Arthur tiene mucho que enseñaros. Él sabe que me salvasteis la vida y tiene muchas ganas de agradecéroslo. No desperdiciéis su buena voluntad.

Cale se rio.

—Durante el viaje podéis enseñarme a comportarme. Escucharé con atención, os lo prometo.

—Mejor haríais. Ahora vuestros puños no os pueden proteger.

Él la miró de un modo… «Siniestro» sería la palabra.

—Lo siento —dijo riéndose—. Supongo que mi buena suerte me ha vuelto engreída y altanera. Eso es lo que dice Arthur.

—¿Cuándo salimos?

—Mañana por la mañana, temprano.

—¿Y qué tal mañana por la mañana, tarde?

Pero incluso la última hora de la mañana era demasiado pronto para Cale. Entró en el coche con la mirada vidriosa, pero se tumbó en el asiento acolchado y durmió más de seis horas.

Observándolo de lejos estaba Kevin Meatyard, que había comprendido que los rumores de muertes en la abadía debían de ser ciertos, y que estaba ahora sin empleo además de sin protección, en un pueblo donde se le buscaba, hay que reconocerlo, por un crimen que no había cometido. Nadie en Chipre iba a oír hablar de él durante muchos años, y cuando lo hicieran, sería con la esperanza de que él se hubiera olvidado de ellos. Pero esa es otra historia.

El carruaje que llevaba a Cale y Riba se detuvo al cabo de cuatro horas de viaje pero Cale no dejó que lo molestaran, así que Riba y su séquito comieron sin él. Cale despertó poco a poco una hora después de que volvieran a emprender viaje, pero aquello se parecía más a recobrar la conciencia tras un desvanecimiento que a despertar de un sueño reparador. No abrió (no podía) los ojos en veinte minutos. Pero podía oír algo agradable: Riba cantaba y tarareaba suavemente para sí una canción que era el ultimísimo grito en el Leeds Español:

Por favor, decidme la verdad sobre el amor:

¿es verdad lo que cantan?,

¿es verdad lo que cantan?,

¿que el amor no tiene fin?

Venid a la sombra de mi sombrilla,

venid a cubierto de mi paraguas.

Yo os seré fiel siempre,

y vos me querréis siempre, amor.

Contadme la verdad sobre el amor:

¿es verdad o son mentiras

que el primer amor nunca muere?

Pero, por favor, no me digáis nada si es que no,

no me digáis nada si es que no,

porque no quiero saberlo,

porque no quiero saberlo.

Se sentó despacio y ella dejó de cantar.

—¿Estáis mal?

—Sí.

—¿Estáis muy mal?

—Sí.

—Tenía miedo de preguntaros, pero ¿habéis tenido noticia de las chicas?

—¿Las chicas?

—Las chicas con las que estaba yo en el Santuario. ¿Pensáis que Bosco las habrá matado ya?

—Probablemente no.

Ella se sorprendió al oír esto y cobró esperanzas.

—¿Por qué?

—No tiene motivo para matarlas.

—Ni lo tiene para dejarlas con vida.

—No.

—Pensaba —comentó ella al cabo de una pausa— que podría conservarlas para usarlas contra vos.

—Ya no, evidentemente.

—¿Yo podría hacer algo por ellas?

—No.

—¿Estáis seguro?

—Vos sabéis que no podéis hacer nada por ellas, así que ¿para qué os empeñáis en preguntarme? ¿Os sentís culpable?

—¿Por estar viva y feliz? A ratos.

—Pero no todo el tiempo.

Ella dejó escapar un suspiro.

—No todo el tiempo. Ni siquiera la mayor parte del tiempo.

—Solo lo bastante culpable para haceros sentir mejor respecto a vos misma, y que todo esté bien para disfrutar vuestra felicidad. Adelante. Ellas no pueden ser felices, así que sedlo vos por ellas.

—No sois quién para decirme lo que tengo que hacer. Yo soy una persona muy importante, y seréis vos quien tiene que hacer lo que yo diga.

Cale se rio.

—Sí. He decidido obedecer a partir de ahora. Una rica hermosa que me debe la vida… Podría obedecer a alguien así.

—Bueno, vos no podéis seguir matando a todo el que no os caiga bien. Cuando os dije que teníais que aprender a ser agradable, lo dije en serio.

—¿Agradable…? —Cale pronunció aquella palabra como si ya la hubiera oído antes y no pensara que fuera a utilizarla nunca. Estaba bien volver a ver a Riba, y era un placer oír las buenas noticias de su boca. No sabía si decirlo, pero lo dijo de todas maneras—: He averiguado para qué os quería Picarbo, qué era lo que buscaba. —Lo dijo aprisa, sin expresión.

—Horrible —dijo ella con suavidad—, y demencial.

—Bosco pensaba lo mismo: que era un demente, quiero decir. Por eso mantuvo con vida a las demás. A Bosco no le parecía bien lo de Picarbo.

—No parece —dijo ella— que tengáis tan mal concepto de Bosco como antes.

—Yo no diría tal cosa. Pero ahora lo comprendo mejor, y me gustaría llegar a comprenderlo aún mejor antes de cortarle el cuello.