Sacando su largo cuchillo, Lugavoy bajó la mano y retiró el velo de Cale para asegurarse de que iba a matar a la persona correcta.
—¿Thomas Cale? —preguntó.
—Es la primera vez que oigo ese nombre —respondió Cale en un susurro.
Lugavoy, que era zurdo, impulsó hacia atrás el largo cuchillo y lo descargó sobre Cale, que lanzó un grito, pero entonces se oyó un potente «¡ZUAC!», como el que hacen las viejas al sacudir las alfombras para quitarles el polvo. Trevor Lugavoy no logró comprender, pese a verlo, que la mitad inferior de su propio antebrazo, con la mano que había estado sujetando el largo cuchillo con el que iba a matar a Cale, descansaba de repente en el suelo del claustro. Levantó el brazo amputado y observó el muñón con intenso desconcierto.
Cuando por fin asimiló lo sucedido, se dejó caer de espaldas. Una figura borrosa se movía delante de él y golpeaba en el pecho a Trevor Kovtun, que se había colocado justo detrás de Cale. No es fácil matar a un hombre al instante con una espada, pero Kovtun se encontraba en solo unos segundos a las puertas de la muerte, desplomándose en el suelo. Lugavoy se había puesto de rodillas para recoger el brazo cortado, como si estuviera pensando en volvérselo a colocar. Entonces alzó los ojos y vio una criatura cuyos ojos, nariz y boca parecían embadurnados por todo el rostro, en una mezcla de rojo y azul. Si después de eso vio algo más terrible aún, es cosa que no se sabe, pues nadie, ni queriendo ni sin querer, regresa del lugar al que él se dirigió.
Habiendo terminado con Trevor Lugavoy, algo que, para vergüenza de Deidrina, requirió tres golpes en vez de uno, ella se volvió hacia el asombrado muchacho, que estaba sentado delante de ella en pésimas condiciones, y le dijo:
—¿Sois Thomas Cale?
Agotado como estaba, Cale era demasiado receloso por naturaleza para responder rápidamente. ¿Y si ella era solo una asesina rival y su verdadera intención era matarlo personalmente? Jadeó más fuerte, en señal de que no conseguía hablar, y levantó la mano derecha, con la palma hacia delante, en gesto de conformidad. No funcionó.
—¿Sois vos Thomas Cale? —volvió a preguntar.
—Sí, Deidrina: es él —dijo Cadbury, que llegaba acompañado de cuatro hombretones inquietantemente grandes procedentes de la parte de la abadía en que tenían a los locos peligrosos—. Estupendo trabajo, Deidrina. Estupendo, estupendo, estupendo. Ahora sé buena chica y posa esa espada.
Dócil como una niña buena, Deidrina hizo lo que se le decía.
—Si me permitís que os lo diga —le comentó Cadbury a Cale—, no tenéis muy buen aspecto.
—Yo diría —hizo una pausa tratando de no vomitar— que podría tenerlo —otra pausa— mucho peor —respondió Cale levantando la mano.
Cadbury le ayudó a levantarse y lo miró de arriba abajo, sonriendo.
—Aprecio vuestro afán de compensar toda vuestra perversidad precedente, pero ¿estáis completamente seguro de que tenéis lo que se requiere para ingresar en las santas órdenes?
Entonces Cale se quitó el hábito de la hermana Wray y recogió el velo que Lugavoy había tirado al pavimento.
—Quedaos aquí —le dijo a Cadbury, y se fue caminando con dificultad hasta la parte más oscura de la galería.
—¡No os preocupéis, soy yo! —gritó hacia la oscuridad—. ¡Ha pasado el peligro, os traigo vuestro…! —no estaba seguro de cómo llamarlo—, vuestras ropas. —Posó el hábito y el velo en un retazo de suelo iluminado por la luna, y se echó hacia atrás—. La parte del rostro está un poco rasgada, lo siento.
Por un instante no sucedió nada, pero a continuación un brazo increíblemente blanco apareció en la zona iluminada, para retirar lentamente el hábito y el velo hacia la zona oscura. Durante un rato, se oyó el crujir de las telas.
—¿Estáis bien? ¿No estáis herido? —le preguntó la hermana Wray desde las sombras.
—No. —Una pausa—. ¿Vos estáis bien? —le preguntó Cale.
—Sí.
—Alguien me ha salvado. ¿Pensáis que sería Dios?
—¿Después de que le dijerais a la cara que no existe?
—Puede que quiera destinarme a cosas mejores.
—Debéis de tener un concepto muy alto de vos mismo.
—En realidad no creo que fuera Dios: la mujer que me ha salvado no tiene ningún aspecto de ángel. Tal vez el demonio esté todo el tiempo detrás de mí.
—O sea —dijo Poll desde la oscuridad—, que sigues siendo el elegido, y no solo un niño malo con extraordinarias dotes para el derramamiento de sangre.
—Tenía la esperanza —respondió Cale— de que te hubieran partido esa bocaza. Mejor venid a ver a nuestros redentores.
Pero a mitad de camino por el claustro, cambió de opinión.
—Tal vez no deberíais. Hay gente, no sé… Será mejor no llamar la atención.
Se ocultó en la oscuridad, pero la hermana Wray decidió que ya estaba bien de hacer todo lo que Cale le decía. Avanzó cautelosamente hasta que pudo ocultarse en la esquina izquierda del claustro. Cale se había puesto a hablar con un hombre alto, elegantemente vestido de negro. Junto a ellos estaba una mujer que le daba la espalda a la hermana Wray, pero que se notaba que había perdido el interés en lo que sucedía a su alrededor, y miraba a lo lejos, hacia la zona oscura de la parte de atrás del claustro. Cuando Deidrina Plunkett se volvió, la hermana Wray se ocultó en las sombras y empezó a comprender que Cale tenía razón. Aquel era un rostro que era preferible evitar.
—No podemos demorarnos más —explicaba Cadbury—. Antes de esto ha ocurrido en el pueblo un desagradable incidente, y ya deberíamos habernos marchado. Ella tiene que lavarse bien la cara y quitarse esa ropa.
—¿Y qué pasa con los cadáveres?
—Considerando que os hubieran matado si no llegamos a intervenir, creo que no será mucho abusar pediros que os encarguéis vos de ellos. Por cierto, no creo que tengáis que darle las gracias.
—Desde luego, gracias —dijo Cale dirigiéndose a Deidrina, que se limitó a mirarlo un instante y volvió a apartar la vista.
Se habría ofrecido a llevarse a sus salvadores a su cuarto, pero quedaba claro, por la presencia de los vigilantes, que no iban a ir a ningún lado. Entonces llegó, furiosa, la directora de la abadía, y estaba a punto de pedir una explicación cuando vio los dos muertos y el brazo seccionado, y un instante después el rostro de Deidrina Plunkett. Se quedó completamente pálida, pero estaba hecha de una tela muy dura.
—Venid aquí —les dijo a ambos, apartándose de la entrada del claustro.
Durante unos minutos inútiles, Cale y Cadbury intentaron explicar lo ocurrido, hasta que se vieron interrumpidos por la hermana Wray.
—Yo he sido testigo y parte de lo ocurrido. Esos dos hombres vinieron a matarnos a los dos. Por qué, eso es algo que no sé, pero no hubo ninguna provocación por nuestra parte, y si no hubiera sido por… —hizo una pausa—, por la intervención de esta joven y de este caballero, nuestros cuerpos yacerían ahora en el suelo del claustro.
—¿Y qué se supone —preguntó la directora— que tengo que hacer con los cuerpos que están en su lugar?
—Yo me encargo de ellos —se ofreció Cale.
—Estoy segura de que sí —dijo la directora—. Estoy segura de que para eso se necesitan unos recursos que poseéis en abundancia.
—Llamad al magistrado —propuso la hermana Wray.
—Está en Heraclión —respondió la directora—. No podría llegar hasta mañana a media tarde, como muy pronto. —Entonces miró a Cadbury y Deidrina—: Tendremos que manteneros en custodia hasta entonces.
—No creo que yo, ni mi joven colega —Cadbury indicó a Deidrina con un gesto de la cabeza— estemos de acuerdo con esa propuesta.
La noticia de las tres muertes del mercado obviamente no había llegado a la abadía. Cuando lo hiciera, estarían los dos apañados: no habría manera de explicar nada que les permitiera escapar de aquellas muertes y de las de los Trevor. Empezó a considerar si sería posible salir de la abadía en aquel preciso instante.
—Pueden quedarse en mi cuarto, conmigo —dijo Cale—. Las ventanas tienen barrotes, y podéis poner todos los guardias que queráis a la puerta. Pienso que eso es justo. —La directora se sintió intranquila ante la perspectiva de arrestar realmente a Cadbury y a la extraña joven (si es que realmente era una joven)—. Os doy mi palabra —dijo Cale, algo que realmente no significaba nada, pero que había notado que dejaba satisfechas a muchas personas.
Y como la directora buscaba la solución más sencilla, se dejó persuadir por la propuesta de Cale. Se volvió hacia el jefe de los guardias.
—Acompañadles al cuarto del señor Cale. Vos y todos vuestros hombres guardaréis la puerta hasta que yo os lo diga. —Se volvió entonces hacia la hermana Wray—. Me gustaría hablar en privado con vos.
Cinco minutos después, los tres estaban confinados en el cuarto de Cale, con la puerta bien cerrada. Antes de que le dieran vuelta por fuera a la llave, Cadbury estaba ya comprobando el impresionante aspecto que presentaban los barrotes de la ventana. Se volvió hacia Cale.
—¿Y se puede saber por qué estamos aquí mejor…?
—Porque a mí no me importa tener barrotes en la ventana si puedo hacer algo al respecto.
Cale cogió una faca de fabricación casera que tenía en el cajón de la mesa, y empezó a hundirla en el muro, que se desmoronaba con una facilidad sorprendente (pues estaba hecho de grava y polvo mezclados con jabón) para revelar un hierro, el anclaje de los barrotes que penetraban en el muro retorciéndose, bajo la ventana propiamente dicha.
—Ya llevo un tiempo aflojándolos. Podréis escapar de aquí en diez minutos.
—¿A qué altura estamos del suelo?
—Como a un metro. Hace años que no hay aquí locos peligrosos. Los barrotes parecen impresionantes, pero dentro del muro están tan oxidados que se deshacen.
—No está mal —dijo Cadbury—. Perdonadme por dudar de vos, pero uno de mis mayores defectos es la falta de confianza. —Miró entonces a Deidrina de arriba abajo—: ¿Tenéis algo de jabón?
Le costó a Cadbury casi media hora, restregando con bastante malhumor, quitarle a Deidrina todo el maquillaje del rostro, mientras Cale seguía horadando el muro previamente debilitado. Lo que al final descubrió el agua y el jabón fue una Deidrina más familiar: pálida, de labios finos, aunque todavía con ojos de loca. La vistieron con ropa de Cale: un atuendo amplio, con los pantalones sujetos por un cinturón al que tuvieron que hacerle un agujero más, unos quince centímetros más allá del último.
Durante los diez minutos más que costó quitar los barrotes, Cale estuvo sonsacándole a Cadbury información sobre los dos Trevor.
—No puedo estar seguro de que fueran los redentores quienes los enviaran, pero llevan años operando en territorio redentor por un precio: si queréis un retiro tranquilo bajo nuestra protección, haced lo que os pidamos, cuando os lo pidamos.
—Hay otros que tampoco me adoran —objetó Cale.
—Pero no que pudieran mandar a los dos Trevor, ni permitirse pagarlos. Fueron los redentores.
—Pero no estáis seguro.
—Es verdad, no lo estoy.
—Si los Trevor eran tan increíblemente buenos, ¿cómo los ha podido matar una muchachita?
—Ella no es una muchachita, y los Trevor no han tenido suerte. Tenían que haberse retirado nada más acabar el trabajo anterior.
—Lo que tiene vuestra amiga…
—No es amiga mía.
—… es que me resulta familiar.
Cadbury cambió de tema.
—Tal vez queráis venir con nosotros.
—¿Yo? Yo no he hecho nada malo.
—No estoy seguro de que la vieja que regenta este sitio piense lo mismo.
—Ella no me preocupa.
—No podéis permanecer aquí. Los redentores no se van a quedar de brazos cruzados.
—Conozco a los redentores mucho mejor que vos. Tendré que pensármelo.
—¿Queréis que le digamos algo a Kitty?
Cale se rio.
—Decidle que muchas gracias. Y lo mismo os digo a vos y a vuestra loca amiga.
—Ya os lo he dicho, no es amiga mía. Y no creo que Kitty busque exactamente gratitud. Podríais encontraros más seguro en Leeds que en ninguna otra parte.
—Puede que os busque a los dos la próxima vez que me deje caer por allí.
Y así fue la cosa.
A la mañana siguiente llegó la directora con la hermana Wray y se puso que la llevaban todos los demonios.
—Eran más fuertes que yo —fue la explicación que dio Cale. Y de ahí no lo sacaron.
Hubo mucho grito y mucho insulto, y aún más cuando quedó patente que los dos fugitivos habían sido responsables de tres muertes más, todo lo cual había que explicárselo al magistrado de Heraclión. Encerraron a Cale con llave durante tres días, pero como era evidente que él no había tenido nada que ver con los asesinatos del pueblo y que, como señaló la hermana Wray con toda contundencia, era la persona a la que pretendían matar los cadáveres del claustro, no tuvieron más remedio que volver a abrirle la puerta y dejarlo salir. La directora le dio a Cale una semana para irse, basándose, de forma plenamente justificada, en que constituía un serio riesgo para el resto de los residentes de la abadía.
—Para ser sincero —le dijo Cale a la hermana Wray—, me sorprende un poco que me conceda tanto tiempo para marcharme. Debería estaros agradecido, ¿no?
—Me pareció que era justo —explicó ella—. ¿Adónde iréis ahora? Mejor no me lo digáis.
Él se rio al oír aquel cambio de idea.
—No estoy seguro: podría ir hacia el norte, pero tengo entendido que las cosas están crudas por allá. Además, Bosco no me dejará en paz, vaya donde vaya. Es probable que Cadbury tuviera razón, y que yo esté más seguro en el Leeds Español que en el quinto pino.
—No tengo ni idea de dónde está el quinto pino, pero no estáis en condiciones de vivir solo, ni mucho menos.
—Entonces decidido: me voy a Leeds.
—¿Puedo pediros que me prometáis una cosa?
—Podéis pedir.
—Manteneos alejado de ese tal Kitty la Liebre.
—Eso es muy fácil de decir. Pero yo necesito dinero y poder, y Kitty tiene las dos cosas.
—IdrisPukke cuida de vos: quedaos con él.
—Él no posee ni poder ni dinero. Y tiene ya sus propios problemas.
Hubo un momento de silencio. La hermana Wray se fue hacia un armario lleno de cajoncitos, y abrió dos de ellos para sacar dos paquetes que posó sobre la mesa. Uno era grande y el otro pequeño.
—Esto es infusión Tipton. —Abrió el paquete y se echó una pequeña cantidad en la palma de la mano—. Poned esto en una taza de agua hirviendo, dejadla enfriar y bebéosla. Cada día a la misma hora. Podréis conseguirla en cualquier herbolario del Leeds Español, pero ellos la llaman yerba de Singen, o atrapademonios.
—¿Por…?
—Ayuda a espantar al diablo. Y a vos os ayudará a sentiros mejor, más equilibrado. Si sentís mareos o sensibilidad a la luz, dejad de tomarla hasta que se os pase. También es buena para las heridas.
Dio dos golpecitos en el otro paquete.
—Esto es federimorfina. He pensado más de dos veces en dárosla. —Abrió el paquete y vertió una pequeña cantidad de polvo moteado blanco y verde sobre la mesa, y a continuación, cogiendo un pequeño cuchillo, separó la cantidad suficiente para cubrir una uña—. Tomadla cuando estéis desesperado. Tan desesperado como estabais la otra noche: si no, no. Os dará fuerza para unas horas. Pero esta sustancia se acumula en el cuerpo, así que si la tomáis durante más de unas semanas, todo lo que habéis sufrido los últimos meses os parecerá una pequeña molestia sin importancia en comparación. ¿Me habéis entendido?
—No soy tonto.
—No. Pero presiento que se acerca el momento en que os pudiera parecer que ese es el mal menor. Tomadlo más de tres semanas en total (unas veinte dosis, calculo) y os daréis cuenta de que no lo es.
—Tómatelo todo ahora —dijo Poll—. Te evitarás mucho sufrimiento a ti, y se lo evitarás al resto del mundo.
Tras decirle a Poll que se callara, la hermana Wray empezó a preparar el Tipton, y le hizo dividir la federimorfina en veinte porciones, para que viera lo poco que podía tomar. Llamaron a la puerta.
—Adelante.
Y entró una de las criadas de la abadía.
—Perdonad, hermana —dijo la chica, claramente nerviosa—. Pregunta por Thomas Cale una hermosa mujer que ha llegado en un carruaje. Tiene soldados y criados bien vestidos, y caballos blancos. La directora dice que Cale tiene que acudir inmediatamente.
—¿Quién habéis…? —empezó a preguntar la hermana Wray, pero Cale ya había desaparecido.