Se abrió un pequeño postigo en la puerta principal de la abadía.
—¡Está cerrado! Volved mañana.
—Sí, siento llegar tarde —dijo Cadbury—. Pero es que… la rueda del carruaje se rompió… Todo estaba preparado. Ella se encuentra muy mal.
El portero abrió una solapa de la lámpara que sostenía en la mano, y la orientó hacia Deidrina, que llevaba la cabeza gacha. Cadbury le tiró de la manga, y eso le hizo levantar la mirada. Pese a lo habituado que estaba a ver los horrores que la locura causa a los rostros, el hombre ahogó un grito al encontrarse la mirada fija de aquellos ojos, aquel negro embadurnado y la boca que parecía como si fuera de cera y se hubiera derretido por aproximarse demasiado al fuego.
—Por favor —dijo Cadbury, introduciendo una moneda de cinco dólares en la mano del hombre—. Hágalo por compasión.
La compasión y los dólares lograron ablandar el corazón del portero. Al fin y al cabo, no corría un gran riesgo al franquearles el paso. Aquel era un lugar del que había que evitar que la gente saliera, no que entrara. Y la chica tenía toda la pinta de necesitar que la encerraran urgentemente. Así que los dejó pasar por el postigo.
—¿Tenéis la carta?
—Me temo que la he dejado en mi bolsa de viaje. Por eso no traemos equipaje. El cochero nos lo traerá por la mañana.
No sonaba nada convincente, pero el guardián había renunciado a hacer preguntas. Salvo una:
—¿De quién era la carta?
—Ah, qué memoria la mía… Se llamaba doctor…, señor…
—¿El señor Butler? Porque sigue en su despacho, que está allí. Se ven las luces encendidas.
—Sí —dijo Cadbury agradecido—. Era del señor Butler.
—¿Es peligrosa? —preguntó el portero en voz baja.
—¿Peligrosa…?
—¿Necesitáis un guardián?
—No, no. Es muy tierna. Lo único que pasa es que… está como un cencerro.
—Menuda noche tan atareada.
—¿Sí…? —dijo Cadbury, que no estaba interesado en cómo iba transcurriendo la noche para nadie más que para sí mismo.
—Sois la segunda llegada inesperada de los últimos diez minutos. —De pronto, Cadbury notó que empezaban a arderle las orejas—. Han venido antes dos caballeros del Leeds Español con una orden real. —Levantó la mirada tras encontrar la llave que abría la segunda puerta, que les franqueaba el paso a la abadía propiamente dicha—. También han ido a ver al señor Butler, aunque en el libro no había nada anotado, desde luego. En este sitio el papeleo no estaría peor llevado si se hicieran cargo de él los pacientes.
El portero les hizo pasar, y señaló al otro lado del patio interior la ventana que seguía iluminada.
—Aquel es el despacho del señor Butler.
Cuando pasaron por la segunda puerta, y el portero la cerró tras ellos, Cadbury se paró a meditar el siguiente paso.
—¿Qué ocurre? —preguntó Deidrina. Era raro que ella hablara sin ser preguntada, pero tenía un instinto animal para el peligro y la acción, y allí se sentía a gusto, cuando normalmente se las veía y se las deseaba tratando de entender lo que la gente le decía.
—Los dos Trevor han entrado con intención de matar a Thomas Cale.
—¿Y dónde está Cale?
—No lo sé —dijo Cadbury, mirando la ventana de Butler—. El hombre de ese despacho podría decirnos algo si no hubiera muerto.
—Entonces avisadlo.
—¿Qué? —Cadbury estaba todavía tan sorprendido por las maneras de Deidrina que tenía problemas para entender lo que quería decirle.
—Subid ahí —dijo ella, señalando el campanario—. Tocad la campana. Dad el aviso.
Él había empezado a sospechar que Deidrina era estúpida. Sin embargo, ella había comprendido la situación al instante, con la astucia del depredador, y tenía razón: deambular por un lugar que tal vez tuviera trescientas estancias, celadores armados y patios oscuros era una buena manera de hacerse matar, especialmente con los dos Trevor escondidos en la oscuridad como un par de arañas malignas.
—Escondeos aquí abajo —dijo Cadbury. Deidrina no respondió y, asumiendo que aceptaba, Cadbury se lanzó por el lado más oscuro del patio interior para entrar en el campanario, que no estaba cerrado. Deidrina aguardó para asegurarse de que Cadbury había desaparecido de la vista y entonces, escondiéndose en las sombras, empezó a caminar hacia el centro de la abadía.
Cadbury ascendió por la escalera, sintiendo que el pecho empezaba a hacerle un ruido áspero, y preocupado por que para avisar a Cale tuviera que revelar su propia posición, una posición que además solo tenía una salida. Tendría que bajar muy aprisa y en plena oscuridad doscientos peldaños. Una vez en lo alto del campanario, se tomó dos minutos completos para recuperarse y recuperar las fuerzas que le permitieran huir. Tiró entonces de la soga de la campana cuatro veces: el ensordecedor tañido llamaría la atención de todo el mundo en dos kilómetros a la redonda. Dejó que la resonancia se fuera apagando, respiró hondo y gritó:
—¡Thomas Cale! ¡Thomas Cale! ¡Han venido dos hombres para asesinaros! —Volvió a tocar la campana—. ¡Thomas Cale! ¡Han venido dos hombres para asesinaros!
Tras gritar aquello, volvió a bajar la escalera, con la esperanza de que los dos Trevor tuvieran más cosas que él de las que preocuparse. Si Cale era realmente el experimentado matón que se suponía que era, entonces ahora los dos estarían metidos en un problema. Si con eso no se convencía Kitty la Liebre de que él había hecho todo lo que estaba en su mano, entonces que le dieran morcilla a Kitty. Recogería a Dulcecita Plunkett y ya pensaría después qué hacer con ella.
Al llegar a los últimos peldaños de la torre, Cadbury se paró, sacó un cuchillo largo y otro corto, que era su combinación de armas favorita cuando luchaba contra dos hombres, y salió al patio interior como un rayo, como si hubiera sido propulsado por la pólvora de Hooke. En unos segundos estaba cruzando el patio hacia el refugio que suponían las zonas oscuras, intentando desesperadamente controlar el silbido que sufría a causa del esfuerzo, que parecía convocar traicioneramente, de tan ensordecedor como le sonaba en los oídos, a los dos Trevor, para que fueran a vengarse de él cortándole el cuello. Pero los Trevor no se presentaron, y Cadbury no tardó en respirar tan silenciosamente como de costumbre. Poco a poco, fue caminando a tientas hasta el lugar en que había dejado a Deidrina. Pero Deidrina no estaba allí.
Ya entonces el patio estaba abarrotado de locos llenos de curiosidad, los locos más ricos y menos violentos, al menos, que eran los que tenían acceso a la mayor parte de la abadía, todos los cuales querían romper la rutina saliendo de sus habitaciones para averiguar a qué venía tanto alboroto. Además de ellos, había allí algunos médicos alarmados, y enfermeras que intentaban hacer volver a sus habitaciones a los locos, por si acaso. Algunos de los más nerviosos lo estaban entendiendo todo al revés:
—¡Socorro! —gritaban—. ¡Vienen a por mí! ¡Asesinos! ¡Sicarios! ¡Lo siento, yo no quería hacerlo! ¡Socorred a este pobre inútil! ¡Socorred al pobre inútil!
El alboroto desde luego facilitó a Cadbury el poder moverse a salvo entre la multitud, con la esperanza de encontrar a Deidrina y escapar de allí sin tener que vérselas con ninguno de los dos Trevor.
Antes de todo ello, Cale había estado sentado en los claustros de la abadía con la hermana Wray, discutiendo la existencia de Dios por culpa de la insistencia de Cale, que quería retarla a causa de su frustración por no haber logrado subir a la cima del cerro.
—No la queráis pagar conmigo —decía ella—, pero por si acaso algo dentro de vos está escuchando, os diré algo sobre Dios: hoy, cuando estaba en el cerro, contemplando el mar, el cielo y las montañas, podía notar su presencia en todas partes. No me preguntéis por qué, pero el caso es que la notaba. Y os lo aseguro, sé tan bien como vos que la mayor parte de la vida es dura y cruel. —Ella volvió la cabeza, y él tuvo la certeza de que estaba sonriendo—. Bueno, quizá no tan bien como vos. Pero con todo lo dura y cruel que pueda ser, aún noto su presencia. Sigo encontrando bello el mundo.
Y se rio con una risa realmente agradable.
—¿Qué…? —dijo él.
—Decidme lo que visteis cuando estabais allí arriba. Con las montañas y el mar y el cielo. Sed sincero.
—De acuerdo —aceptó él—. Vi el delta de un río fácil para desembarcar desde el mar, pero imposible de defender. Un poco más arriba vi la llanura por la que corría el río, por la que podría fácilmente ascender un ejército…, pero después la llanura se estrecha y un corrimiento de tierras la ha cortado en dos, abriendo una grieta en el medio de unos tres metros de honda. Se podría defender durante días contra un ejército cuatro veces mayor. Pero hay un pequeño paso por el corte izquierdo que penetra en el cerro: si lo tomara el enemigo, todo habría acabado. Sin embargo, también hay un camino hacia la parte de atrás del valle. Con el tiempo bien medido, se podría retirar a los hombres en grupos de unos cien y sacarlos, aunque sea angosto. Podrían cubrir al resto desde las colinas cuando tuvieran que abandonar la posición. Pero intentad seguirlos con un número de hombres mayor, y se verían todos atrapados allí, como un corcho en el cuello de una botella. —Se rio—. Lo siento, me parece que no es lo que queríais oír.
—No estoy intentando reformaros.
—No me importaría que lo hicierais, porque estoy harto de mí mismo. Harto de ser así. —Volvió a sonreír—. Reformadme todo lo que queráis. —Una pausa—. ¿Podríais hacerme mejor de lo que soy?
—Podría intentarlo.
—¿Eso quiere decir que no?
—Eso quiere decir que podría intentarlo.
Otro silencio, dentro de lo que permitía el estruendo de las chicharras.
—¿Qué me decís de vos? —dijo él al cabo de uno o dos minutos.
—Cuando contemplasteis hoy el sol sobre la montaña, ¿visteis algo parecido a un dólar de oro? —preguntó la hermana Wray.
—Sí.
—Yo vi una innumerable hueste celestial clamando: «Santo, Santo, Santo es el Señor Dios Todopoderoso».
Otro silencio más.
—Un poquito distinto de lo mío —comentó Cale al fin.
—Sí —admitió la hermana Wray.
—Dios no existe —dijo Cale.
No lo dijo a modo de provocación. De hecho, lo dijo sin querer. Le salió solo, le reventó de dentro. Sintió que Poll levantaba el brazo y le susurraba muy bajo al oído, para que no lo oyera la hermana Wray:
—¡Blasfemo hideputa!
En ese momento ocurrió algo extraordinario, una coincidencia tan extravagante que se podría encontrar en cualquier obra de ficción inverosímil y disparatada, o incluso en la propia vida: resonaron cuatro retumbantes tañidos procedentes del campanario, mientras una potente voz gritaba desde lo alto:
—¡Thomas Cale! ¡Thomas Cale! ¡Han venido dos hombres para asesinaros!
Pero Cale lo entendió mal: aunque el grito de Cadbury pretendía ser una advertencia, lo interpretó como una amenaza de los cielos, que lo castigaban por su sacrílega declaración.
De inmediato miró a su alrededor, en la oscuridad, y se dio cuenta de que el patio era una trampa involuntaria: un rectángulo con una sola entrada, que tenía cuatro veces más de largo que de ancho, y con galerías para caminar por los cuatro lados, llenas de rincones oscuros. La campana volvió a sonar, seguida de nuevo por la voz:
—¡Thomas Cale! ¡Thomas Cale! ¡Han venido dos hombres para asesinaros!
La hermana Wray hizo ademán de levantarse. Él la agarró del brazo y al mismo tiempo presionó contra el suelo, de modo que el banco de madera de alto respaldo en que se hallaban sentados volcó hacia atrás.
Deambulando por entre las sombras de los claustros, buscando buenas posiciones, las campanas y la advertencia dejaron estupefactos a los Trevor. Habiéndose separado para moverse a cada lado de la panda cubierta, ambos decidieron disparar los pequeños dardos de ballesta; pero al volcar hacia atrás el banco, Cale fue una fracción de segundo más rápido, y los dardos les pasaron sobre la cabeza con venenoso silbido. Recobrándose, Cale agarró a la hermana Wray con la otra mano y la arrastró hacia atrás, a la oscuridad de la galería. Con gestos contundentes, la dejó junto a la estatua de Santa Frideswide, susurrándole:
—Quedaos aquí: no os mováis.
Solo había un recorrido sensato para los asesinos: uno de ellos tendría que quedarse cerca de la única salida, que quedaba a la izquierda de Cale, mientras el otro estaría avanzando ya por la otra panda, para salirle a él por la derecha. Cale estaba metido en una pinza. Si trataba de atravesar corriendo el claustro por el centro, tendrían mucho tiempo para meterle un dardo entre pecho y espalda. No podía quedarse donde estaba.
—Dadme vuestro hábito y vuestro velo, ¡aprisa!
Ella no perdió el tiempo asombrándose, pero estaba asustada. Los dedos se le trastabillaban con los botones.
—¡Aprisa! —Cale le agarró la parte de delante del hábito y se la abrió de un tirón.
Ella ahogó un grito, pero no se agitó, y le ayudó a tirar de él hacia abajo. Entonces, sin preguntar, él le levantó el velo. Demasiado ocupado para pararse a mirar lo que había descubierto, Cale se cubrió con el hábito y el velo, rasgando el pequeño trozo de tela perforada que le cubría los ojos.
—No os mováis —le repitió y, con el hábito negro subido hasta las rodillas, se lanzó corriendo por la parte abierta del claustro. Pero no corrió por la larga diagonal hacia la salida, sino directamente por el camino más corto hacia el lado opuesto. Más clara que la galería completamente oscura, la parte abierta del claustro se hallaba iluminada solo levemente por una luna medio tapada por nubes, y entre la escasa luz y el hábito negro, sus movimientos parecían raros y confusos.
Desconcertados por la extraña apariencia de la monja, y temiendo que se tratara de un señuelo para hacerles revelar su posición, los dos Trevor dudaron y dejaron en paz a aquella silueta que entraba agitando las faldas del hábito en la oscuridad de la galería.
Cale había planteado a los dos Trevor un problema: lo que era simple había pasado a ser complicado. No tardaron, claro está, en comprender qué era lo que probablemente había sucedido. Pero solo probablemente. Era probable que Cale se hubiera tapado con el hábito de la monja. Pero solo probable. Tal vez ella fuera joven y estuviera en forma. Tal vez Cale la hubiera amenazado con arrancarle la cabeza si no echaba a correr. Tal vez la monja hubiera decidido sacrificarse ella misma por Cale, y les hubiera ofrecido aquella carrera para que le dispararan. Lugavoy estaba cubriendo la salida, y estaba claro que debía quedarse allí. Era Kovtun, al otro lado del claustro, quien debía decidir si Cale seguía a su izquierda o se encontraba ya a su derecha, vestido de negro de los pies a la cabeza. Y tenía que darse prisa. La advertencia de la torre significaba que andaban tras ellos. Pero el problema de darse prisa significaba que podían cometer fácilmente un error. Sin embargo, actuar más despacio supondría vérselas con los guardias de los locos más peligrosos, que estaban más al interior de la abadía. Ahora él mismo se encontraba en una trampa: a un lado una monja presumiblemente inofensiva, al otro un maniaco homicida. Y aún lo ponía más nervioso un extraño sonido convulsivo, como el de un animal que bramaba en la oscuridad.
No podía saber, claro está, que su situación era considerablemente menos seria de lo que pensaba. No podía saber que aquel extraño sonido no era otra cosa que las arcadas de Cale, que se había puesto a vomitar a causa del terrible esfuerzo a que había obligado a su decrépita constitución. Pero Kovtun tenía que moverse, y su habilidad e instinto le hicieron elegir correctamente. Regresó por donde había ido, acercándose al agotado y enfermo muchacho. Cale no estaba armado, aunque no hubiera supuesto mucha diferencia si él hubiera tenido en su poder el mismísimo Vástago de Dánzig[9], y sabía que debía moverse hacia la salida o morir donde estaba. Estaba empapado en sudor, con un hormigueo en los labios. Avanzaba hacia la salida despacio, pues si lo hubiera hecho más aprisa se habría desplomado al suelo. Afortunadamente para él, Kovtun, todavía asustado, lo seguía también con mucha cautela. Ni Cale ni los dos Trevor tenían el tiempo de su parte, pero los tres sabían que la impaciencia podía llevarlos a la tumba. Cale se había puesto a cuatro patas, y avanzaba a tientas hacia la esquina derecha del claustro, aproximándose a la salida y a quienquiera que estuviera en ella. Trataba de no respirar demasiado fuerte ni de revelar su presencia volviendo a vomitar. Tras él, Kovtun iba batiendo la panda lentamente. Cale comprendía que el mayor obstáculo que se le planteaba si intentaba salir era la luz de la luna que penetraba en el claustro a través de la larga entrada. El que intentara hacerlo quedaría expuesto a la luz, como Santa Catalina en la rueda. Se acercó arrastrando los pies al borde de la luz, y se preparó para echar a correr, esperando pillar desprevenido al que estuviera guardando la salida. Tras él oyó a Kovtun, que había rozado ligeramente con el pie una losa irregular. Echó a correr: un segundo, segundo y medio, dos segundos… y entonces sintió un tremendo golpetazo a un lado de la cabeza, pues Trevor Lugavoy, que había estado esperándolo justo al otro lado de la luz de la luna que penetraba por la entrada, avanzó un paso y le golpeó con el lado más pesado de la ballesta. En el estado en que se encontraba Cale, se necesitaba mucho menos para derribarlo al suelo, y cayó como un saco de martillos, pegando con la espalda en una estatua de Santa Emma de Gurk.