9

—Es fácil decirlo. ¿Alguna vez habéis permitido que os acaricie otro hombre?

—No que yo recuerde.

Conn estaba discutiendo con Vipond, ante la atenta mirada de Arbell y del fascinado IdrisPukke.

—¿Os ha tocado el rey? —preguntó Arbell, no del todo tranquila.

—No.

—Entonces, ¿a qué viene tanto aspaviento?

—Es fácil para cualquiera tomarse con filosofía el dolor de muelas —le respondió Conn a su mujer—, excepto para el que lo padece.

Esto era una referencia a uno de los dichos más cuidadosamente pulidos de IdrisPukke.

—Bueno —dijo Vipond—, si os gusta intercambiar banalidades… —esta pulla iba dirigida a su hermano—, ¿por qué no pensáis en esta: cada dificultad es una ocasión?

La dificultad y la ocasión de las que hablaban se referían al rey Zog de Suiza y Albania, que se había quedado especialmente prendado de Conn Materazzi. Muchos, claro está, sentían lo mismo por el alto, rubio y hermoso joven, tan fuerte y grácil, con sus maneras elegantes y su carácter abierto. Aquel gallito inútil hacía menos de un año se había encontrado ante la necesidad de madurar, y lo había hecho de modo tan asombroso que había sorprendido incluso a sus admiradores. Su esposa Arbell, que en otro tiempo se había enamoriscado de aquel jovencito mimado (aunque como resultado lo tratara con frialdad e incluso desdén), se daba cuenta ahora de que se estaba enamorando de él completamente en serio. Un poco tarde tal vez, dado que llevaban casados más de seis meses, y tenían un hijo cuya temprana llegada (pese a la cual había salido bien rollizo) había sido asunto de muchos rumores poco amables.

Aunque ciertamente más dócil que antes, y eso de manera muy considerable, Conn tenía sus límites, uno de los cuales era su aversión a todo lo que tenía que ver con su regio admirador: su ropa manchada («Os puedo decir todo lo que ha comido el último mes»), la lengua («Ondea en la boca como una sábana húmeda tendida al sol»), las manos («No puede dejar en paz los dedos, que siempre juguetean consigo mismo y con los pantalones del favorito»), los ojos («llorosos»), los pies («enormes») y hasta la manera de estarse quieto de pie («¡repulsiva!»).

—El rey —dijo Vipond— nos tiene a todos en sus manos, y más que eso. El país entero, inquieto a causa de los redentores, lo mira buscando una señal de lo que podrían hacer. Sin él, los Materazzi descenderán a una especie de nada. Y eso os incluye a vos, a vuestra esposa y a vuestro hijo.

—Entonces, ¿queréis que le lama el culo?

—¡Conn! —le reprendió su esposa con acritud.

Hubo una pausa incómoda.

—Lo siento —dijo Conn al final.

—No lo digáis por mí. Mis oídos han escuchado cosas peores —respondió Vipond.

—¿Puedo decir algo? —preguntó IdrisPukke.

—¿Es apropiado…? —preguntó Vipond.

IdrisPukke sonrió y miró a Conn.

—Mi querido muchacho —empezó a decir, guiñándole un ojo a Conn de tal modo que los demás no lo pudieran ver, para hacerle creer que estaba de su lado, conspirando contra los otros dos.

—Si me toca, le corto el puto cuello —dijo Conn, interrumpiendo el intento de IdrisPukke de manejarlo.

IdrisPukke volvió a sonreír, mientras los otros dos suspiraban y hacían muecas, exasperados.

—No vais a cortarle el cuello porque no le vais a dejar que os toque.

—¿Y si lo hace?

—Pues os levantáis —dijo IdrisPukke—, lo miráis como si hubierais visto cosas más bellas saliendo de la parte trasera de un perro, y abandonáis la estancia en silencio. Sin decir nada.

—Si ese es el mejor consejo que podéis dar, no queremos haceros perder vuestro valioso tiempo —comentó Vipond.

—El rey es un esnob —repuso IdrisPukke— y, como todos los esnobs, en el fondo es un adorador. Toda su vida ha estado buscando a alguien que lo mire por encima del hombro, a quien poder adorar. Conn parece un joven dios: un joven dios con antepasados que se remontan a los tiempos de la gran glaciación. Su Majestad está deslumbrado.

—A mí se me ocurre otra palabra —dijo Conn.

—Tal vez eso también. Pero le encantará que lo tratéis con desprecio. No se atreverá a tocaros. Cada vez que lo miréis (y no lo miréis más de una o dos veces en cada encuentro), debéis verter en esa mirada hasta la última onza de vuestra aversión y desagrado.

—Eso no será difícil.

—Pues ahí lo tenéis.

Tras aquella inesperada resolución, IdrisPukke se puso a hablar de la cena de la noche anterior. Entonces Arbell se llevó a Conn por la puerta, y los dos hermanos se quedaron solos.

—Creo que ha estado muy bien.

El que dijo esto no fue IdrisPukke hablando en melifluo tono de autohalago, sino Vipond, cuyo desprecio se había evaporado completamente, para ser reemplazado por una mirada de completa satisfacción.

—¿Creéis que ella lo ha entendido?

—Seguramente —respondió Vipond—. Pero es una señorita inteligente. No dirá nada.

—Me habéis citado mal, por cierto —dijo IdrisPukke.

—¿A qué os referís?

—Habéis dicho: «Cada dificultad es una ocasión». —IdrisPukke se dirigió a la ventana para recibir los últimos rayos del ocaso—. Lo que yo siempre digo es: «Cada ocasión es una dificultad».

A Henri el Impreciso se le había quedado cara de bobo, con ese desconcierto tipo «acabo de ver pasar un pez volando delante de mis narices». Dos días antes, se había metido la mano en el bolsillo para pagar un paquete de cigarrillos en la Tienda de Saludable Tabaco del Señor Sobranie, y había descubierto que las monedas habían desaparecido, sustituidas por una zanahoria. O, para ser más precisos, por una zanahoria que había sido no muy hábilmente tallada en forma de pene erecto con la palabra «VOS» grabada en los testículos. Pensó que había sido víctima de algún artista del robo. En cuanto a la pregunta de por qué un ladrón con tanta habilidad le había robado las monedas sueltas del bolsillo izquierdo, pero no la cartera que llevaba en el derecho y que contenía cerca de treinta dólares, quedó relegada a un oscuro rincón del cerebro. Pero ahora esa cosa rara que había dejado relegada en un rincón del cerebro ya no quería quedarse allí, porque había vuelto a ocurrir algo semejante. Esta vez había descubierto un huevo cocido, con los dos ojos abiertos y pasmados de un tonto de pueblo, y una boca de la que salía una lengua hacia un lado, todo ello dibujado en la cáscara. En la parte de atrás del huevo se podía leer toda una declaración:

ESTE ES HENRI

EL IMPRECISO

Durante toda la noche, Henri el Impreciso estuvo dándole vueltas a la cabeza, a ver cuál podría ser el significado de aquellas dos pullas, y si constituirían una amenaza o no. Entonces llamaron a la puerta. Abrió tomando la precaución de esconderse un largo cuchillo en la espalda. Pero su visitante tuvo el buen juicio de mantenerse a distancia.

—¿O sea que habéis sido vos?

—¿Quién más iba a ser? —dijo Kleist—. No hay nadie que sepa tan bien como yo lo capullo que sois.

Henri el Impreciso se alegró tanto de ver a su viejo amigo que la bronca que siguió por haberse ido solo cuando estaban en el Malpaís duró apenas cinco minutos, antes de que se sentaran a fumarse dos cigarrillos de la Tienda de Saludable Tabaco del Señor Sobranie, y apurando lo que quedaba de una botella de espantoso vino suizo. Ambos, claro está, tenían extraordinarias aventuras de las que hablar.

—Vos primero, porque sois el que más ha pecado —dijo Henri el Impreciso, y se quedó alelado cuando Kleist, sin previo aviso, empezó a llorar sin poder contenerse. Había pasado ya media hora cuando Kleist se recobró lo bastante para poder contarle todo lo sucedido. Mientras escuchaba, Henri el Impreciso se ponía pálido, y después colorado de rabia.

—Vamos, vamos —le dijo a su amigo que lloraba, dándole unas palmadas en el hombro porque no sabía qué hacer—. Vamos, vamos.

No es todo el mundo lo que es un escenario, sino cada alma humana: el reparto de los personajes en cada una de nuestras almas es amplio y variado, y la mayoría de los aspirantes a un papel hacen cola por los bastidores, por los oscuros pasillos del teatro, y llegan hasta el sótano, sin que consigan nunca poder hacer la prueba. E incluso aquellos que logran subir al escenario es solo para llevar una lanza o anunciar la llegada del rey. En esa cola llena de esperanza que casi seguro terminará en decepción, llena de yos interiores que esperan una ocasión para salir a pavonearse por el mundo, normalmente encontramos a nuestro tonto interior, a nuestro mentiroso privado, a nuestro zoquete oculto y, junto a él, a nuestro yo mejor y más sabio; a nuestro héroe y a nuestro cobarde, a nuestro tramposo y a nuestro santo junto a nuestro niño, y justo después a nuestro mocoso mimado, a nuestro ladrón, a nuestra puta, a nuestro hombre de principios, a nuestro glotón, a nuestro lunático, a nuestro hombre de honor y a nuestro matón.

Esa noche, había sido llamado al frente del alma de Henri el Impreciso un personaje muy peligroso (al menos para él): la parte de él que creía en la justicia y la decencia.

Cale trataba con su pasado en un estado de rabia casi permanente; Kleist con el desdén hacia todo lo que pudiera tocarle la fibra sensible; y Henri el Impreciso mostrando alegría frente a las adversidades. Las estrategias de los dos primeros habían fallado (Cale se había vuelto loco y Kleist se había enamorado), y ahora le tocaba a Henri el Impreciso.

La idea de que uno de ellos pudiera haberse casado y producido otro ser humano, un bebé de verdad, sonrosado, pequeñajo e indefenso, le conmovió y le produjo una rabia contra los redentores tan profunda que la muerte de la esposa de Kleist y de su hijo, en sus manos, le quemaba como el sol ardiente. Por eso llamó al más loco de todos sus aspirantes a actor: aquel que quería vivir para hacer justicia, que quería que aquellos que hacían daño fueran castigados, y que hubiera justicia para todos.

Mientras Kleist, agotado, roncaba en la cama en su triste inconsciencia, Henri el Impreciso se fumó su último cigarrillo de Saludable Tabaco tejiendo una maraña de desaconsejables conspiraciones. Desde el lugar al que había sido relegado, al final de la cola del casting interno de Henri el Impreciso, su yo más prudente le gritaba: «Retrasad, esquivad, evitad, posponed todo lo posible el momento de meteros, a vos mismo y a otros, en el asunto de la muerte». Pero la que tenía al lado mismo del oído no era esa, sino la voz de la rabia.

Si IdrisPukke hubiera sabido lo que Henri el Impreciso estaba planeando, le habría dado un ataque. Por el contrario, estaba regodeándose en el éxito absoluto de su plan para manipular a Conn en el asunto del rey. Con cada desdeñosa mirada y cada resoplido de desprecio, Zog se quedaba más cautivado por Conn. Por fin había alcanzado el cielo de los esnobs: había encontrado a alguien merecedor de mirarlo a él de arriba abajo.

Aunque su ascensión fue rápida, y con la de él lo fue también la de los Materazzi en general, hasta los admiradores más rendidos de Conn se quedaron anonadados ante el anuncio de que el rey lo nombraba Comandante de Todos los Ejércitos de Suiza y Albania. Aquella decisión extraordinaria y aparentemente idiota, dada la amenaza a su existencia que afrontaba Suiza, tuvo menos oposición de la que podría haberse esperado, dado que todo el mundo estaba esperando que el cargo recayera en el Vizconde Harwood, el anterior favorito del rey Zog, un hombre sin ninguna experiencia militar, y de hecho sin ningún talento de ningún tipo. Se decía, lo cual era completamente posible, que al conocer la noticia de la promoción de Conn, Harwood se había retirado a su lecho y se había pasado una semana llorando en él. Los rumores más insidiosos, que seguramente eran falsos, aseguraban que el pene se le había encogido hasta adquirir el tamaño de una bellota. A la luz de aquello, el nombramiento de Conn resultaba menos absurdo de lo que pudiera parecer a primera vista. Conn había cambiado mucho desde aquel desastre del monte Silbury. En aquella ocasión se había encontrado muy cerca de una muerte espantosa, y se había visto obligado a soportar que lo salvara alguien a quien antes había despreciado y acosado. Hasta IdrisPukke, que había roto a reír al oír la noticia de la promoción a un cargo tan absurdamente importante, empezó a comprender al cabo de pocos días de encuentros con Conn y Vipond que la derrota, la muerte y la humillación de Silbury habían forjado a un hombre diferente. Allí había un hombre que estaba preparado para la guerra, y que había aprendido muy pronto sus amargas lecciones. Además de eso, Conn, tal como le había aconsejado Vipond, escuchaba con atención a IdrisPukke, y estaba clara y auténticamente impresionado por el trabajo que hacía preparando la guerra que se avecinaba con los redentores. Conn no podía imaginarse que una gran parte de la sagacidad de IdrisPukke provenía en realidad de Thomas Cale.

—Pero ¿y si regresa Cale? ¿Cómo se lo tomará Conn? —preguntó IdrisPukke.

—¿Lo sabe él? —preguntó Vipond.

—¿Que si sabe qué?

—Lo que sería mejor que no supiera.

—Seguramente no. Si es que estamos pensando en lo mismo.

—Estamos pensando en lo mismo.

—¿Es probable que regrese…? Cale, quiero decir… —preguntó IdrisPukke.

—Aparentemente no.

Le entristeció la respuesta, y le habría entristecido más si pudiera haber visto al muchacho al que seguía, para su sorpresa, echando tanto de menos. Los círculos que rodeaban los ojos de Cale estaban aún más oscuros que antes, su piel aún más blanca a causa del agotamiento que le producían aquellas arcadas que a veces duraban solo unos segundos y otras veces varias horas. Algunos días no era tan terrible, y había incluso semanas en que pensaba que tal vez se le estuviera pasando. Pero los ataques siempre terminaban volviendo, más o menos fuertes, según les venía en gana.

Durante una de aquellas semanas en que parecía encontrarse mejor, la hermana Wray le dijo que quería subir a la cima de un cerro cercano, tanto para conocer lo que tenían de verdad los rumores que hablaban de que había salvia azul y margosa naranja en aquella cima, como porque la vista del mar y las montañas se decía que era la mejor de todo Chipre.

—Puede que sea un cerro —dijo Cale sin aliento, cuando apenas había ascendido unos pocos pasos—, pero a mí me parece una montaña.

Afortunadamente salieron temprano, pues Cale tenía que descansar cada poco. En la sexta parada se quedó dormido casi una hora. La hermana Wray anduvo caminando arriba y abajo por entre la maleza seca y la tierra cuarteada. Aunque apenas había llovido en los últimos meses, escondidos entre escuálidas matas de montesinos y cardos gigantes, se podían encontrar por todas partes pedos de burro, jaras pringosas y las diminutas flores ovaladas del Bupleurum chinense.

Cuando regresó, Cale ya había despertado, pero se encontraba pálido, y tenía la parte alrededor de los ojos aún más oscura que antes.

—Volvemos.

—No puedo llegar a la cima, pero podemos seguir un poco más.

—Mariquita llorona —dijo Poll.

—Un día —respondió Cale, su voz nada más que un susurro—, te voy a deshilachar entera para hacerle a alguien un agujero de culo nuevo.

Unos quinientos metros por encima de ellos, y a menos de cien de la cima, había una grieta en forma de V que habían horadado en el cerro las lluvias invernales. Aquel era el camino más fácil para subir, y los dos Trevor y Kevin Meatyard estaban esperando a que Cale y la hermana Wray subieran por allí. Kevin era pura emoción infantil, pero los dos Trevor estaban nerviosos. Eran conscientes de que la ley de hierro de las consecuencias no deliberadas parecía aplicarse con más precisión aún a la labor de preparar un asesinato que a otras tareas. Siempre diseñaban sus asesinatos como una historia en la que la cadena de acontecimientos podía alterarse en cualquier punto por cualquier detalle nimio. Habían fracasado en matar al Archiduque Fernando en Sarajevo a causa del conductor del carruaje, que a última hora había sustituido al conductor habitual, que aquella misma mañana se había hecho un corte en el brazo mientras reemplazaba una rueda como mera precaución. Este sustituto se había puesto nervioso con las instrucciones que le habían dado apresuradamente sobre el recorrido, y se había confundido al tomar una curva equivocada, y no solo una vez (cosa que los dos Trevor habían previsto que pudiera suceder), sino dos. De haber conseguido matar al vejete aquel, quién sabe qué consecuencias podría haber tenido el hecho; pero no lo lograron, así que otras cosas acontecieron en su lugar.

El regreso de los dos Trevor al Leeds Español había sido una especie de fortuna decepcionante. Kitty pareció creerles cuando le dijeron que, si bien no podían revelar en qué consistían los asuntos de su cliente, estos de ninguna manera suponían una amenaza a los intereses de Kitty (cosa que no era cierta, según se vio; pero ninguno podía sospechar que el otro tuviera nada que ver con Thomas Cale). Kitty suponía que los redentores tendrían alguna relación con los asuntos de los dos Trevor, pero mientras la situación política fuera tan confusa, no quería enemistarse con ellos sin tener un buen motivo. Por supuesto, había pensado en deshacerse de los dos Trevor y descargarlos en los vertederos de Oxirrinco para no tener problemas. Pero al final decidió que, precisamente para no tener problemas, lo mejor era dejarlos ir, cosa que había irritado a Cadbury, debido a todas las molestias que se había tomado para llevarlos allí de vuelta. De ese modo, además de conservar la vida, los dos Trevor tuvieron otro golpe de suerte un poco menos importante: descubrieron dónde se hallaba refugiado Cale cuando Lugavoy prestaba oídos a las fanfarronadas de Kevin Meatyard. Con mucho placer, Kevin había descubierto la reputación que tenía Thomas Cale como una especie de forajido despiadado, y decidió dejar que todo el mundo supiera que él había dispensado a aquel célebre maleante unas cuantas tundas bastante buenas. Nadie le creía, pero el aspecto de Kevin, así como su violenta manera de alardear, conseguían poner nerviosa a la gente. Si el cuerpo humano era la mejor pintura del alma humana, entonces estaba claro que era mejor evitar a Kevin. Esto fue la causa de que el que le había dado trabajo a Kevin se quejara de él ante Trevor Lugavoy; lo cual, a su vez, fue la causa de que terminaran descubriendo el paradero preciso de Cale.

—No me gustan los golpes absurdos de buena suerte —dijo Trevor Kovtun—, porque me recuerdan los golpes absurdos de mala suerte.

Los tres habían llegado a Yoxhall, la ciudad que se encontraba a la salida de la abadía, justo el día antes de que Cale y la hermana Wray se fueran de excursión al Cerro Gordo. Durante varios cientos de años, Yoxhall había sido una ciudad balneario a la que iba la gente razonablemente adinerada a tomar las aguas y visitar a sus parientes que estaban en la abadía, que se habían hecho mayores allí en la creencia de que las aguas termales del lugar eran beneficiosas en el tratamiento de los nervios. Estaban fuera de temporada, y no era difícil encontrar alojamiento con vistas a la puerta principal de la abadía. Pero no sería posible trazar un plan exacto hasta que hubieran examinado concienzudamente el lugar y encontrado una o dos formas de escapar. Aquella mañana temprano, mientras desayunaban los Trevor, un emocionado Kevin había bajado corriendo desde la ventana que dominaba las puertas de la abadía, para informar de que Cale, junto con una especie de extraña monja a la que había visto por allí un par de veces cuando estaba recluido, habían salido en dirección al Cerro Gordo. Los siguieron, comprendiendo que otro sospechoso golpe de buena suerte les estaba brindando una oportunidad de oro, aun cuando los dos Trevor no creyeran en las oportunidades de oro. Estaba claro que Cale y la monja se dirigían a la cima, pero también lo estaba que tenían que pararse a descansar cada poco, de manera que los tres pudieron pasar por delante de Cale y la monja (pese a que para ello tuvieran que tomar otra ruta mucho más empinada) y desde arriba examinar la grieta que había en la ladera del cerro, que Kevin les aseguró que sería el mejor sitio para tenderles una emboscada. Y resultó que tenía razón (Kevin era feo y desagradable, pero no tonto). De hecho, cuando no estaba fanfarroneando ni poniendo incómoda a la gente, daba muestras de una astucia desagradable y ordinaria.

Además de la inquietud que les pudiera producir su inesperada buena suerte, estaba también el problema de la monja, o lo que fuera. No se trataba solo de una reticencia profesional a matar a alguien a quien no les pagaban para que mataran, sino de una especie de inquietud moral. Los Trevor no eran tan ilusos como para pensarse que todas las personas a las que mataban se hubieran merecido lo que se les venía encima, aunque en muchos casos así fuera. (De hecho, quizá fuera siempre así, pues ¿por qué se iba a gastar nadie enormes cantidades de dinero en contratar a los dos Trevor para que mataran a alguien que era inocente?). Pero, por muy ideal que fuera aquel sitio para cargarse a Thomas Cale (que sin lugar a dudas se merecía lo que se le venía encima), no podían de ningún modo dejar un testigo, ni nadie que pudiera dar la alarma. Así pues, solo con una peculiar mezcla de sentimientos enfrentados vieron volverse a la monja y a Cale. Aunque no había ninguna mezcla de sentimientos en Kevin Meatyard: dio un puñetazo en la tierra de pura irritación, y lanzó un improperio tan fuerte que Trevor Lugavoy le dijo que se callara o lo lamentaría. Aguardaron una hora, y entonces volvieron a bajar el cerro, en silencio y de malhumor.

Los Trevor no eran los únicos observadores aquel día: desde una maison de maître hermosamente cuidada al pie mismo del Cerro Gordo, observaban lo que sucedía Daniel Cadbury y Deidrina Plunkett.

Dado que, siguiendo a los dos Trevor, habían llegado a la ciudad esa misma mañana y no muy pronto, hasta que regresaron Cale y la hermana Wray seguidos a una hora de distancia por los dos hombres con su deforme compañero, no comprendió Cadbury lo cerca que había estado de fracasar en su misión de proteger a Cale. Eso quería decir una de dos: o que algo había ido mal; o que por alguna razón los dos Trevor seguían a Cale, pero sin intención de matarlo. Pero ¿qué podían traerse entre manos aquellos dos, que no fuera matar?

Aunque estuvieran fuera de temporada en Yoxhall, había bastantes empresas de familias acomodadas que estaban deseando mantener el negocio en marcha. Cadbury no quería arriesgarse a ir a la ciudad y tropezarse con los dos Trevor, así que decidió enviar a Deidrina. Desde luego, ellos la habían visto un instante cuando él los acompañó de regreso al Leeds Español, pero entonces ella iba vestida con su habitual atuendo de sarga, completamente asexuado. Algo podrían hacer al respecto.

Cadbury mandó al pueblerino que cuidaba la casa que fuera a buscar a una modista.

—¿Tenéis modista?

—Desde luego, señor.

—Decidle que traiga una selección de pelucas. Y mantened la boca cerrada, y decidle a la modista que haga lo mismo. —Le dio al pueblerino dos dólares, y cinco para la modista.

—¿Pensáis que con cinco dólares habrá suficiente? —le preguntó a Deidrina en cuanto salió el viejo.

No estaba interesado en su opinión sobre el dinero que debía cerrar bocas, solo intentaba que ella dijera algo. Costara lo que costase, necesitaba averiguar si ella sabía que él había asesinado a su hermana. Cuanto más tiempo pasaba con aquella mujer, que era incluso más peculiar aún que la difunta Jennifer, más le inquietaba. Deidrina raramente decía gran cosa. Pero cada vez que él le hacía una pregunta directa, ella le respondía con algún aforismo, o con algo que parecía un aforismo. Dijera lo que dijese, lo recitaba con una leve sonrisa, y en un tono tan lacónico que era difícil no pensar que se estaba burlando de él. A veces parecía tan sabia y silenciosa como uno de esos budas llenos de suficiencia. Pero ¿qué era lo que ella parecía saber y callarse? ¿Estaría simplemente aguardando su ocasión?

—El dinero siempre huele a incienso —dijo ella, en respuesta a su pregunta. ¿Había un asomo de desdén en el fondo de aquellos ojos planos y herméticos? Y si era así, ¿qué significaba? ¿Ella lo sabía y estaba aguardando el momento? Esa era la gran pregunta. ¿Lo sabría?

Como no había más que hacer hasta que volviera el pueblerino, trató de leer un rato. Sacó su nuevo ejemplar de El príncipe melancólico, pues el viejo se había roto durante una visita que había hecho a Oxirrinco para encargarse del cese del oficial corrupto que era responsable de los vertederos de la ciudad. Su corrupción consistía en retrasarse en la entrega de la parte de los beneficios de Kitty la Liebre, que le debía a él porque era Kitty la Liebre quien había pagado el soborno para ponerlo a él en el cargo. Cuando con tristeza decidió desprenderse de su ejemplar de El príncipe melancólico (¡cuántos recuerdos!), quedó intrigado al ver que su inmediata víctima había dividido los contenedores muy inteligentemente en tipos distintos: unos para comida, otros para papel y otros para basura heterogénea. De acuerdo con su contrato con la ciudad, se suponía que tenía que llevar el papel a Menfis, donde él aseguraba que podía venderse para pagar el coste del servicio, y eso explicaba que su puja por el contrato fuera más baja que la de sus rivales. En realidad eso era mentira: la verdad era que se llevaba el papel al desierto más cercano, y allí lo enterraba.

Entonces Cadbury abrió su nuevo ejemplar y empezó a leerlo, pero aunque era un placer volver a leer aquellas palabras familiares (¡Ninfa, en tus plegarias jamás olvides mis pecados!), le distraía la presencia silenciosa de Deidrina.

—¿Tenéis algún interés en los libros? —le preguntó.

—El componer libros es cosa sin fin —respondió ella—, y el exceso de estudio fatiga al hombre[3].

«¿Había allí una sonrisa? —pensó—. Sí, decididamente, estaba sonriendo».

—Entonces ¿no pensáis que el conocimiento sea una buena cosa? —El sarcasmo de Cadbury, lleno de irritación, no se podía poner en duda.

—El que incrementa el saber —dijo ella— incrementa el dolor[4].

Esto realmente le molestó. Cadbury era un hombre educado que se tomaba su propio aprendizaje, y el de los demás, muy en serio.

—¿Así que no estáis de acuerdo con la idea de que una vida irreflexiva no merece la pena? —Más sarcasmo.

Ella no respondió nada por un momento, como si estuviera dando tiempo a que el estallido verbal de Cadbury se asentara en el seco ambiente de la estancia, que aparecía lleno de motas a la luz del sol que entraba por las pequeñas ventanas.

—Mientras uno está ligado a todos los vivientes hay esperanza, pues mejor es perro vivo que león muerto[5].

A Cadbury esto le sonó a amenaza, y más amenazador le parecía por cuanto Deidrina lo había dicho de manera un poco más rotunda de lo habitual. ¿Sería su hermana el león muerto? ¿Sería él el león vivo?

—Tal vez —dijo él—, un vestido nuevo os levante el ánimo.

Ella sonrió: raro acontecimiento.

—No hay nada nuevo bajo el sol[6].

Veinte minutos después, volvió el pueblerino con la modista, que venía abrumada por el peso de todas las bolsas que traía. Cadbury dijo que quería para Deidrina un vestido y una peluca (llevaba el pelo cortado casi al cero) para que de esa guisa fuera a buscar a los dos Trevor. No se imaginaba que pudieran reconocerla en tales condiciones. Cuando la modista acabó, ni siquiera Cadbury podía reconocerla. El vestido y el falso cabello no la transformaban en una belleza. De hecho, parecía aún más rara que antes, como una muñeca, un autómata que había visto expuesto en el Gran Palacio del Rey de Bastos, en la ciudad de Boston. En cuanto le pusieron los polvos y el rojo de labios, el aspecto de Deidrina resultó más raro aún, como si alguien le hubiera descrito a un escultor ciego de nacimiento cómo era una mujer, y este entonces hubiera intentado hacerla y le hubiera salido francamente bien, dadas sus limitaciones, pero no del todo convincente. Aun así, valdría para lo que se pretendía: nadie iba a reconocerla.

Para entonces ya se había hecho de noche. Cadbury le pagó a la modista y al pueblerino, le hizo una seña a Deidrina para que se acercara a la ventana más grande, y levantó una lámpara para que ella pudiera verse a sí misma reflejada en el cristal. Pensó que su expresión se ablandaba por un momento, mientras se balanceaba hacia atrás y hacia delante, y acto seguido vio su rostro iluminarse con un gesto de pura emoción.

—¿Quién es? —dijo—. ¿Qué es aquello que sube del desierto como columna de humo, como un vapor de mirra e incienso[7]? —Y se echó a reír.

—No os había visto reír hasta ahora —dijo Cadbury, perplejo.

—Hay un tiempo para reír —dijo Deidrina, que seguía balanceándose hacia atrás y hacia delante, admirándose en el cristal— y un tiempo para llorar[8].

Tras oír las instrucciones de Cadbury sobre lo que debía y lo que no debía hacer («No os dejéis ver por los dos Trevor y no matéis a nadie»), se fue y estuvo fuera cerca de dos horas, durante las cuales Cadbury tuvo mucho tiempo para pensar en qué habría querido decir su madre cuando le repetía que las preocupaciones son el pasatiempo favorito del demonio.

Si hubiera sabido la verdad sobre Deidrina, habría estado menos inquieto por su propia piel, pero más preocupado por el buen cumplimiento de lo que se traían entre manos. Deidrina Plunkett, aunque no era exactamente idiota, se hallaba ciertamente en el extremo superior del rango de los ingenuos. Su madre, que era un miembro devoto de la gente llana, y que tenía más miedo a la rareza de su hija que a su falta de comprensión, le leía en voz alta a Deidrina todos los días pasajes del Libro Santo con la esperanza de que la sabiduría se llevara la rareza para otro lado. En eso fracasó, en gran parte por la influencia de su hermana, la difunta Jennifer, que era igual de rara pero mucho más rápida de mente. Como quería mucho a Deidrina, Jennifer le mostraba el gran poder de su intelecto diseñando juegos para ella, el menos atroz de los cuales incluía la tortura de pequeños animales para obtener una confesión, sometiéndolos a juicio por falsas acusaciones, y después inventando ejecuciones horrorosamente complicadas. Aunque la capacidad de comprensión de Deidrina fuera leve, tenía un don natural para matar, de la misma forma que lo tiene un lobo. Ningún lobo es capaz de hablar ni de contar, pero un matemático que además fuera capaz de hablar una docena de lenguas seguramente no duraría una hora con uno solo de esos animalitos si lo pilla en un oscuro bosque de una fría montaña. Y ella no era tan simple que no hubiera podido ganarse, manteniendo la boca cerrada y adoptando aquella casi sonrisa tan enigmática que le había enseñado su hermana, una reputación de astuta y perspicaz, algo que parecía hábilmente reforzado por sus dotes para el asesinato.

Cualquiera que intentara trabar conversación con Deidrina se sentía pronto incómodo ante una mirada vacía que, paradójicamente, daba la impresión de reflejar una inteligencia profunda y displicente. Sus lacónicas respuestas (lacónicas porque ella raramente comprendía lo que se le había dicho) parecían implicar que juzgaba al que hablaba con ella como un idiota afectado de verborrea. Las citas enigmáticas, a menudo vagamente amenazantes, que hacía de la Biblia de la gente llana le venían a la cabeza convocadas por las palabras del que le estuviera hablando. De ese modo, sus respuestas siempre parecían relevantes, aunque extrañamente burlonas. En otras circunstancias, un tipo listo como Daniel Cadbury se habría dado cuenta, pero el miedo (y no la culpa, pues Jennifer había intentado asesinarlo a él, y había acabado recibiendo lo que le tenía que llegar) y la preocupación de que ella lo supiera todo y estuviera aguardando el momento adecuado lo cegaban para ver la verdad, y la verdad incluía el hecho de que Deidrina había llegado a sentirse atraída por él. El hecho de que él le gustara era lo que hacía que ella se mostrara más habladora de lo normal, pues el único modo que tenía de flirtear con él consistía en esperar a que una palabra suya le hiciera recordar alguna frase del Libro Santo. Por desgracia, una gran parte del Libro Santo consistía en brillantes amenazas contra los no creyentes, y de ahí la impresión de Cadbury de que había algo amenazador en su manera de hablar con él.

Deidrina llevaba fuera cerca de una hora y media cuando él no pudo soportarlo más. Decidió correr el claro riesgo de encontrarse de bruces con los Trevor con tal de averiguar lo que estaba pasando.

Ella podía resultar irreconocible, pero era fácil de ver, de tan raras como eran su apariencia y sus maneras. Cadbury tuvo la suerte de encontrarla justo cuando lo hizo, pues Deidrina acababa de llamar la atención de lo que pasaba por ser, en aquella parte del mundo, un trío de dandis, con su sombrero de copa, sus tirantes rojos y sus zapatillas en punta. Los cuatro juntos (Deidrina con su peluca rubia, sus ojos locos y sus mejillas pintadas) parecían salidos de la pesadilla de un niño angustiado.

—¿Hay más como vos en vuestra casa, preciosa? —se burló uno de los rufianes, que claramente se consideraba el macho dominante del grupo.

Deidrina lo miró y a continuación soltó una especie de aullido ahogado, que era lo mejor que podía hacer para parecer una coqueta reticente.

—¿Qué tal un jamoteo en los tiguinales, preciosa? —dijo uno de los otros.

Deidrina no sabía qué quería decir con lo de jamoteo ni con lo de tiguinales, pero reconocía la violencia cuando la oía. El tercer rufián de sombrero de copa la agarró por el brazo.

—¡Besi besi! —dijo riéndose.

Cadbury estaba a punto de intervenir cuando un hombre de cincuenta y tantos llamó a los rufianes, nervioso:

—¡Dejadla en paz!

Los tres se volvieron hacia el defensor de Deidrina.

—¿Por qué no venís vos a convencernos, Gordi?

Ya pálido de por sí, el hombre se puso más pálido y no se movió. Cadbury decidió fingir que era un amante aliviado que encontraba a su amada perdida («¡Ah, estáis aquí, cielo! ¡Llevo media hora buscándoos!»). Pero era demasiado tarde. Al volverse, dándole la espalda a Deidrina, el rufián apretó más fuerte el brazo de la chica. Deidrina ya había metido la mano izquierda en el bolsillo, y sacaba una navaja corta de hoja ancha. Con todas sus escasas fuerzas, pinchó con ella la espalda de él, entre las costillas sexta y séptima, liberando su brazo mientras él caía al suelo profiriendo un grito. El jefe se apartó de un salto y se volvió, de modo que el golpe que iba hacia su espalda le dio en el estómago, seguido por otro directo al corazón. El tercer rufián intentó decir algo, levantando las manos para protegerse el pecho y el estómago:

—Yo…

Pero no terminó nunca lo que iba a decir, pues la navaja de Deidrina le atravesó un ojo. Ella miró la multitud que estaba a su alrededor para ver si alguien más se le acercaba. Pero la multitud permanecía muda e inmóvil, incapaz de comprender lo que sucedía con aquella especie de muñeca pintada, el salvaje vacío de sus ojos y la sangre en el suelo.

En aquel silencio, Cadbury caminó hacia ella, y entonces el silencio fue roto por el tercero de los hombres, el que se había quedado sin ojo, que llamaba a su madre.

—¡Cariño mío —dijo Cadbury—, cariño mío! —Y trató de que volviera del éxtasis que parecía haberse apoderado de ella.

Deidrina parpadeó, reconociéndolo. Lentamente, colocó su palma abierta en la mano de ella, con cuidado de no apretar demasiado fuerte mientras la impulsaba a alejarse de allí.

No tuvo nada de sorprendente que nadie los siguiera, y volviéndose y torciendo por los bonitos pero estrechos callejones, se encontraron a salvo por el momento, pues los vigilantes de la pacífica ciudad no estaban acostumbrados a más que alguna ocasional pelea de borrachos a altas horas de la noche. La consecuencia de que las cosas se hubieran torcido de tal modo estaba bastante clara: tenían que salir pitando. Pero en el Leeds Español, esperando a Cadbury, estaba Kitty la Liebre, y no se podía ni pensar acudir a explicarle cómo había tenido lugar aquel fiasco, junto con la probabilidad de que Cale estuviera perdido para siempre a manos de los dos Trevor. Cadbury necesitaba demostrar que había hecho un intento serio de corregir la situación. No podía haber mayor contraste que entre Bosco y Kitty la Liebre, excepto en una cosa: que ambos pensaban que Thomas Cale era un talismán para el futuro. («El espíritu de la época, mi querido Cadbury, se adueña de algunas personas, y lo que hay que hacer cuando uno se encuentra a una de ellas es subirse a su carro hasta el momento en que echa a arder»).

Al llegar a un pequeño abrevadero empotrado en el muro de una iglesia, Cadbury le dijo a Deidrina que se quitara todo el maquillaje mientras él trataba de pensar qué hacer. El problema era de tiempo: algo muy parecido a cuando había que decidir cuándo irse del llano de un estuario antes de que subiera la marea: quedarse unos segundos de más establecía la diferencia entre un paseo por la playa con buen tiempo y morir ahogado.

Miró a Deidrina. Lo único que había conseguido el agua era embadurnar el carmín, la máscara de ojos y los polvos por toda la cara. Ella constituía una visión propia del Octavo Círculo del Infierno.

—¿Visteis algo de ellos…, de los dos Trevor?

—No.

—¿Y del patán que va con ellos?

—Tampoco.

Estaba tratando de averiguar cómo llegar hasta Cale a aquellas horas de la noche, pues era de suponer que no les dejarían entrar en un manicomio sin previo aviso. Pero también pensaba en dónde podría esconder a Deidrina. Si los dos Trevor no habían asesinado a Cale cuando habían tenido una oportunidad tan buena aquella mañana, no era probable que lo intentaran de noche. Así que no necesitaba que Deidrina fuera con él, pero encontrar un lugar en el que esconderla y del que pudieran escapar en cuanto hubiera avisado a Cale… No, no había tiempo para eso. Y entonces la solución al problema se presentó con toda claridad: ¿quién tenía más pinta de loca que Deidrina?

¡Había que darse prisa, que volvía la marea! Arrastrando a Deidrina tras él, Cadbury llegó a la abadía, cuya alta torre del reloj dominaba el borde de la ciudad. Menos de cinco minutos después, estaba llamando a la imponente puerta principal.