Canto a las armas y al hombre, y al queso. A la ira de Thomas Cale y a la adecuada cantidad de avena para los caballos entregada en el lugar preciso y en el momento correcto. Canto a los miles que descienden a la casa de la muerte, carroña para aves y perros, y a la provisión de tiendas, de cocineros, de agua para diez mil bocas en medio del árido páramo. Canto a la cantidad precisa de grasa para los ejes y de aceite de cocinar.
Pensad en un picnic con la familia y los amigos, imaginaos que nadie consigue encontrarse a la hora y en el lugar adecuados («creía que me habías dicho a las doce en punto»; «yo creía que habíamos quedado en el olmo de la otra punta del pueblo»). Imaginaos una interminable equivocación con las cosas, imaginaos que se ha perdido la mermelada, que el lugar del picnic hay que compartirlo con un enjambre de abejas, que llueve, que os sale el granjero enfadado, y que estalla la disputa entre hermanos que había ido enconándose durante veinte años. Entonces imaginad que se han soltado los toros de la guerra para ocasionar el fin de la humanidad. Para provocar el apocalipsis hace falta pedir queso, aceite de cocinar, avena, agua y grasa para engrasar los ejes, la petición debe llegar a su destino, y las provisiones deben ser entregadas. Por eso Bosco no estaba luchando, sino haciendo perder el tiempo a reyes, emperadores, gobernantes supremos y potentados con sus ejércitos de ministros y subsecretarios de esto y de aquello con una interminable ventisca de tratados, pactos, protocolos, cláusulas y promesas, todo ello pensado para crear tanto espacio y tiempo para las pequeñas trivialidades que resultan esenciales para barrer a la especie humana de la faz de la Tierra. El fin del mundo se había pospuesto hasta el año siguiente.
Como nada sucedía realmente mes tras mes en cien ciudades amuralladas repartidas por las Cuatro Partes del Mundo, aparecieron otras amenazas más inminentes: la enfermedad, el terror, las consecuencias de dejar una cosecha sin plantar, la inflación del dinero, la añoranza del hogar y la esperanza de que todo se solucionara de algún modo por sí solo. Los refugiados empezaron a volver a sus casas. Como resultado, en el Leeds Español un viejo estercolero, abierto por la llegada de alarmados campesinos, y en el cual los excrementos humanos habían terminado filtrándose en el agua y causando la epidemia, se cerró porque dejó de ser necesario. Trevor Lugavoy se recuperó, igual que lo hizo Kevin Meatyard, que se presentó en la dirección que aquel le había dado y empezó a trabajar acarreando sacos de grano por toda la ciudad.
Los Materazzi vivían como una gran familia que está pasando su peor momento. No tenían dinero, pero tenían cierta especie de capital: el cerebro de Vipond y el de IdrisPukke, y el siempre solvente patrón oro del esnobismo. Hasta el más hosco vendedor ambulante que ha ganado algo de dinero con el tocino o la cola animal descubría, al vérselas con la desdeñosa altanería de las mujeres Materazzi, que algo le faltaba en la vida; descubría que él era tan ordinario como el estiércol, y que solo una belleza Materazzi podía empezar a quitarle la suciedad. Imaginaos la gloria de tener una esposa que lleva un apellido de mil años de antigüedad, y que le podríamos transmitir a nuestros hijos, ¡menudo triunfo en la vida! Bajo sus insolentes bravatas, ese vendedor ambulante no volverá a dar una nota discordante. Y lo único que se necesitaba para convertirse en uno de los quién es quién era la ayuda del gran igualador del mundo: unas buenas carretadas de dinero.
Los hombres Materazzi tal vez fueran una caca, pero no eran esnobs del modo en que lo eran sus hijas y esposas. Trataban a los ricos no aristócratas del Leeds Español con el mismo afecto que destinaban a sus perros y caballos. A esos perros y caballos los querían tanto que llegaban a verlos como iguales. Debemos decir, sin embargo, que las Materazzienne, como se solía llamar a las mujeres en el Leeds Español, no estaban siempre preparadas para llevar a cabo el sacrificio final y casarse con una familia que hubiera hecho dinero a base de colas o mermeladas. Pero con el tiempo, la realidad de lo que se necesitaba cuando uno era especial pero no tenía habilidades especiales hizo que muchas se vieran obligadas a abrirse camino, llorando, por el pasillo central de una iglesia hasta el futuro marido, que se había labrado una fortuna a base de sebos y chicharrones.
Vipond había instituido un fuerte impuesto sobre aquellas uniones, pero el ingreso de dinero no tenía nada que ver con lo que él necesitaba, pese a su insistencia ante los cabezas de las Diez Familias para que «inculcaran algo de sensatez» a sus hijas. Su vieja táctica de sumar cerebro al dinero Materazzi tenía que restringirse ahora al primero de aquellos dos sumandos. Y lo que tenía en lugar de erario era a IdrisPukke y Thomas Cale. El retorno de IdrisPukke de la abadía con noticias de lo sucedido resultó decepcionante, si bien por motivos menos personales que los que tenía su hermanastro. Él admiraba a Cale y estaba fascinado por él, pero no sentía hacia él ningún afecto personal. Aun así, tenía la esperanza de que el muchacho se encontrara ya mejor.
—¿Merece la pena apostar por Cale? —le preguntó a IdrisPukke. Sed franco conmigo. Hay demasiado en juego para que no lo seáis.
—¿Por qué me pedís que sea honesto con vos? —fue la malhumorada respuesta—. No tenéis derecho a pedirme una cosa así. Él es lo que es.
—Eso no lo discuto.
—Si queréis olvidaros de él, entonces también podéis olvidaros de mí.
—No os pongáis tan dramático, solo os falta poneros a cantar un aria. Antes no me expresé bien. Imaginad que no he dicho nada.
De ese modo, pese a que andaba bastante corto de dinero, Vipond enviaba un mensajero a Chipre cada dos semanas para facilitarle a Cale la información que solicitaba: mapas, libros, rumores…, toda la información que Vipond e IdrisPukke podían conseguir por el medio que fuera. A cambio, pero muy despacio, llegaban sus mapas, conjeturas y certezas sobre lo que tenía intención de hacer Bosco, y cómo se le podían parar los pies, y el número mínimo de tropas y recursos que eso costaría. Y era lento por un motivo: Cale estaba enfermo y no mejoraba. Había ocasiones en que parecía que se iba reponiendo, cuando empezaba a dormir doce horas al día en vez de catorce, y era capaz de caminar durante media hora al día y de trabajar otro tanto. Pero luego le daban los ataques, regresaban las arcadas y la terrible debilidad. Sin ninguna razón que pudiera encontrar él o la hermana Wray, la enfermedad iba y venía de acuerdo con leyes completamente propias.
—Tal vez sea la luna —dijo Cale.
—No lo es —respondió la hermana Wray—. Lo he comprobado.
Poll estaba segura de qué era lo que fallaba.
—Eres un chico malo y estás como estás por pura maldad.
—Puede que tenga razón Cabeza de Palo —dijo Cale.
—Puede que sí, pero ella tiene la costumbre de llamar malo a todo el mundo. Creo que más bien vos sufrís por la maldad de otros. Los redentores os metieron dentro esa maldad suya, y ahora vuestra alma está tratando de vomitarla.
—Pues ya no puede quedar mucha.
—Pero es que no os habéis tragado una chuleta en mal estado: os habéis tragado un molino.
—¿Uno de esos chismes que dan vueltas con el viento?
—No: un molinillo de sal. Un molinillo de sal mágico, como en el cuento.
—No lo he oído nunca.
—Hace mucho, mucho tiempo, el agua del mar era dulce. Un día, al sacar las redes, un pescador encontró en ellas una vieja lámpara. Cuando se puso a frotarla para sacarle brillo, salió de la lámpara un genio al que un mago malvado había apresado dentro de ella. Como recompensa por haberlo liberado, el genio le regaló al pescador un molinillo de sal que echaba sal sin parar nunca. Entonces el genio se fue volando, pero el viejo pescador estaba tan cansado que el molinillo se le cayó de las manos hasta el fondo del mar, donde la sal empezó a salir, sin parar nunca. Por eso ahora el agua del mar es salada.
—No sé de qué me estáis hablando.
—Tenemos que hacer que el molinillo deje de moler sal. Tenemos que encontrar una medicina.
—Ya va siendo hora.
La hermana Wray no contestó. Poll no fue tan reticente.
—¡Gamberro desagradecido!
—¿Por qué tendría que estar agradecido? —preguntó él, sin dejar de mirar a la hermana Wray, que se volvía hacia la muñeca.
—Tiene algo de razón. Tenemos que hacerlo mejor que hasta ahora.
—¿Ese muñeco tiene algo que ver con vuestra religión?
—No: Poll es simplemente Poll.
Eso lo hacía todo aún más extraño de lo que parecía a primera vista. Y eso que al verlas por primera vez Cale se había sobresaltado. Por otro lado, estaba acostumbrado a que cualquiera que estuviera vestido de cura o de monja proclamara creencias anómalas y se comportara de manera descabellada.
La oración de los redentores antes del desayuno establecía su firme creencia en las Ocho Cosas Imposibles. Casi cada minuto de cada día de su vida entera, le habían estado contando cosas de demonios que volaban por los aires encima de su cabeza, o de ángeles que lloraban sobre su hombro cada vez que él pecaba. El comportamiento desquiciado y las creencias absurdas eran algo normal para él. Ni siquiera estaba muy impresionado por el talento de la hermana Wray para hacer una voz diferente que parecía provenir de Poll: ya había visto ventrílocuos a la entrada de la Ópera Rosso los días en que había corrida de toros.
Un día Cale llamó a la puerta de la hermana Wray pero no obtuvo respuesta. Era perfectamente consciente de que debería volver a llamar, pero lo que hizo fue abrir la puerta después de la pausa más breve posible. Por supuesto, esperaba encontrar a la hermana Wray sin su obnubilate (ella le había dicho que se llamaba así, cuando él le preguntó). Seguramente ella no lo llevaría puesto cuando estuviera sola, ¿no? Tal vez incluso estuviera desnuda cuando él entrara. ¿Tendría pechos grandes con pezones rojos del tamaño de los primorosos platitos que empleaban las Materazzi en el té? De ese modo se la había imaginado. ¿O sería vieja y fea, con pellejos colgándole del pecho como ropa mojada tendida al sol? ¿O tal vez alguna otra cosa en la que no había pensado?
Pero sus leves esperanzas se vieron frustradas. Entró tan sigilosamente que hubiera dado envidia a los mismos gatos. Ella estaba en su butaca, pero dormida, y roncaba levemente, igual que Poll, aunque la muñeca lo hacía en un tono y un ritmo completamente distintos: los ronquidos de la hermana Wray eran como los de un niño pequeño, suaves y bajos. Los de Poll eran como los de un viejo que sueña con antiguas rencillas.
Se sentó y las escuchó resoplar, susurrar y resollar durante un rato. Pensó si podría aprovechar la ocasión para olisquear por la estancia. Se levantó, decidió que no, y lo que hizo fue colocarse a su lado y empezar a levantarle el velo.
—¿Qué estás haciendo, bola de sangre?
—Busco algo que se me ha perdido —respondió Cale.
—Pues no lo vas a encontrar ahí —replicó Poll.
Cale dejó caer el borde del velo con el mismo cuidado que había puesto para levantarlo, y a continuación se separó de ella y se sentó, tan inocente como un gatito travieso. Estuvo sentado un minuto entero, mientras Poll lo miraba.
—¿Vas a despertarla? —le preguntó a Poll.
—No.
—Podríamos hablar —dijo Cale, afable.
—¿Por qué?
—Para llegar a conocernos.
—Yo ya sé sobre ti —dijo Poll— todo lo que quiero saber.
—Cuando llegues a conocerme verás que soy bueno.
—No, de eso nada.
—¿O sea que crees que sabes cómo soy?
—¿Crees que no?
La hermana Wray seguía durmiendo.
—¿Te he hecho algo alguna vez?
No lo preguntó ofendido, solo por mera curiosidad.
—Lo sabes muy bien.
—No lo sé.
—Ella —dijo Poll, mirando a la hermana Wray— es todo nobleza, gracia y generosidad.
—¿Y…?
—Su debilidad, aunque yo la quiero por eso, es que esas grandes cualidades que ella transmite a otros sofocan el miedo que te tiene a ti.
Aunque trató de que no se le notara, a Cale le afectó oír aquello.
—Ella no tiene motivos para tenerme miedo.
Poll hizo un gesto de impaciencia.
—Tú piensas que lo único de lo que las personas deberían tener miedo es del daño que se les pueda hacer. Que solo deberían temer que les puedas pegar un puñetazo en la nariz o cortarles la cabeza. Ella tiene miedo de lo que eres tú, y de lo que tu alma pueda hacerle a la suya.
—¿Qué es ese extraño zumbido que oigo en las orejas? —preguntó Cale—. Suena como si fueran palabras, pero no tienen ningún sentido.
—Comprendes perfectamente de qué te hablo. Piensas lo mismo que yo.
—No, porque todo lo que dices son tontadas.
—Lo sabes…, contagias a otras personas…, lo sabes perfectamente, sandio llorica.
—No soy llorica. Nadie me ha oído lloriquear nunca. Y tienes suerte de que no sé qué quiere decir sandio, porque si no…
—¿Porque si no qué? —preguntó Poll, triunfante—. ¿Me cortarías la cabeza?
—Tú no tienes cabeza. Eres un montón de lana.
—No lo soy —se apresuró a responder Poll, indignada—. Y al menos no me han matado el alma.
Entonces, por primera vez, Cale vio que Poll se estremecía. Era un suspiro de culpabilidad, como de quien se da cuenta de que ha metido la pata.
—¿De qué estás hablando?
—De nada —dijo Poll.
—De algo. ¿Por qué te da tanta vergüenza? ¿De qué tienes miedo?
—No de ti, eso seguro.
—Entonces dímelo, sesos de lana.
—Mereces que te lo diga.
Poll miró a la hermana Wray, que seguía durmiendo y roncando como un niño de dos años. Una pausa, tomando una decisión. Entonces Poll miró atrás a Cale con la misma bondad, según le pareció al muchacho, que había visto una vez en los ojos de una comadreja que estaba comiéndose un conejo. La comadreja había levantado la cabeza y lo había mirado un instante, completamente indiferente, para seguir a continuación dando cuenta de su festín.
—La oí hablar con la directora cuando creía que yo estaba dormida.
—Creí que lo sabíais todo la una de la otra, como íntimas amigas.
—No entiendes nada sobre nosotras dos. Piensas que sí pero no.
—Sigue. Noto que la pierna izquierda está a punto de dormírseme.
—Tú lo pediste.
—Y ahora la otra quiere echar también una cabezada.
—Lo peor que puede sucederte es el asesinato del alma.
—¿Peor que la muerte? ¿Peor que cinco horas agonizando con los menudillos fuera de la barriga? ¿Peor que tener el hígado echando de la panza una gota tras otra? —Cale estaba cargando las tintas, pero tampoco ponía las cosas peor de lo que realmente eran.
—Un alma asesinada —dijo Poll— es la muerte en vida.
—Sigue, yo tengo mejores cosas que hacer.
Pero la verdad era que a él no le gustaba mucho cómo sonaba aquello, ni tampoco la mirada de los ojos de Poll, aunque solo hubiera lana entre una oreja y la otra.
—Asesinato del alma es lo que les sucede a los niños que reciben más de cuarenta golpes en el corazón.
—¿No cuentan los golpes en la cabeza? Yo en el corazón no recibí ninguno.
—Mataron tu alegría, eso es lo que ella dijo.
—¿No me estarás contando mentiras? Creo que me he equivocado en lo de la lana: tu sucia lengua suena como si estuviera hecha con los pelos del culo de un violador de ovejas. Yo diría que es lo más probable.
—Yo no creo que tu alegría esté muerta.
—Me importa un rábano lo que creas.
—Lo que pasa es que tu alegría consiste enteramente en arrasar cosas: el horror y la desolación es lo único que te da vidilla.
—Eso es una puta mentira. Tú estabas aquí cuando le dije a Wray…
—¡A la hermana Wray!
—… cuando le conté lo de la chica a la que salvé en el Santuario. Yo ni siquiera la conocía.
—Y desde entonces lo estás lamentando.
—Bromeaba.
—Pues nadie se reía. Nadie se ríe cuando tú andas cerca. Al menos no lo hacen por mucho tiempo.
—Yo me deshice de Kevin Meatyard.
—Eso lo dices tú.
—Yo salvé a Arbell Materazzi.
—No era el alma la que decidía entonces, ¿a que no? Era la verga.
—Y salvé a su hermano.
—Eso es verdad —dijo Poll—. Admito que ese día hiciste una buena obra.
—Así que estás equivocada. Tú misma lo dijiste —comentó Cale, receloso.
—Yo no dije que tu corazón estuviera muerto, montones de personas de alma muerta tienen corazón, incluso un buen corazón. Me apuesto a que de pequeño eras un niño encantador. Me apuesto a que te habrías convertido en un verdadero santito. Pero te cogieron los redentores y te mataron el alma, y ahí acabó todo. No se puede salvar a todo el mundo. Algunas heridas llegan demasiado hondo.
—Vete al infierno. —Cale había perdido la calma.
—No es culpa tuya —dijo Poll, encantada—. Tú no puedes hacer nada. Pobre Cale. No se puede hacer nada.
—Eso no es lo que ella piensa —dijo él, mirando a la hermana Wray.
—Sí, ella también lo piensa.
—Pues no lo ha dicho en ningún momento.
—No tenía que decirlo. Yo sé lo que ella piensa incluso antes de que lo piense. Tú vas a hacerla sufrir, ¿a que sí?
—¿A la hermana Wray?
—A la hermana Wray no, imbécil, sino a esa guarrilla traidora de la que te quejas siempre.
—Nunca le he hecho daño.
—Todavía no, todavía no. Pero se lo harás. Y cuando cruces ese río, vamos a sufrir todos. Porque en cuanto ella esté muerta, no habrá nadie que os pueda detener. Conoces el río del que hablo, ¿no?
—Otra vez noto ese zumbido en los oídos.
—Es el río sin retorno: las Aguas de la Muerte. Y más allá de ese río está el Prado de la Desolación. Ahí es donde te encaminas, jovencito, tu destino es la desesperación. Tú eres la sal en nuestra herida, eso es lo que eres. Apestas a sufrimiento, y muy pronto el olor que produces llenará el mundo entero.
Poll estaba empezando a gritar.
—Lo sentiría por ti si no fuera porque todos los demás nos vamos a llevar una buena también, como consecuencia de lo tuyo. Tú eres el ángel de la muerte, desde luego… Hueles a él a cien leguas. Cruza el río sin retorno a la tierra de la alegría perdida, el valle de la sombra de la muerte…
Poll había elevado tanto la voz que la hermana Wray despertó con un fuerte ronquido.
—¿Qué…? —preguntó.
Solo le respondió el silencio.
—¡Ah, Thomas, sois vos! Me quedé dormida. ¿Lleváis aquí mucho tiempo?
—No —dijo Cale—. Acabo de entrar.
—Lo siento, no me encuentro muy bien. Si no os importa, podríamos seguir mañana.
Cale asintió con la cabeza.
La hermana Wray se levantó y lo acompañó a la puerta. Cuando estaba a punto de irse, ella le dijo:
—Thomas, ¿os ha dicho algo Poll mientras yo dormía?
—¡No creáis nada de lo que os diga este sandio llorica! —chilló Poll, alarmada.
—Tranquila —le dijo la hermana Wray.
Cale la miró. Aquello era difícil de entender hasta para un muchacho que había bebido intensamente y desde edad muy temprana en la fuente de las rarezas ajenas.
—No —dijo él—. No me ha dicho nada, y si lo hubiera hecho yo no le habría prestado ninguna atención.