7

Adelante. —Se trataba de una bienvenida suave y apetecible. El criado abrió la puerta y se retiró para dejar pasar a Cale—. Volveré dentro de una hora exactamente —dijo, y cerró la puerta.

Había dos grandes ventanales a la derecha de Cale que inundaban la estancia de luz. Al final de la estancia, sentada junto al fuego en una butaca de alto respaldo que parecía lo suficientemente cómoda como para quedarse a vivir en ella, se encontraba una mujer alta. Incluso aunque estuviera sentada, Cale podía darse cuenta de que medía más de un metro ochenta, y por tanto era más alta que el propio Cale. La hermana Wray estaba cubierta de pies a cabeza por una tela negra que parecía de algodón. Incluso los ojos los tenía tapados con una especie de ventanilla, cubierta con una fina tira de tela en la que había numerosos agujeros que le permitían ver. Pese a lo extraño que era todo aquello, otra cosa resultaba mucho más extraña aún: en su mano derecha, descansando sobre su regazo, tenía una especie de muñeca. Si una niña de Menfis la hubiera tenido en sus manos no le habría llamado la atención, pues las niñas Materazzi tenían a menudo muñecas espléndidas y era una delicia contemplarlas con sus vestidos demencialmente caros para cada tipo de ocasión, desde la propia boda al té en compañía del duque. Pero aquella muñeca era más grande, y estaba vestida con telas de color gris y blanco. Tenía la cara simplemente dibujada, sin expresión alguna.

—Venid y sentaos. —De nuevo aquella voz agradable, cálida y de buen humor—. ¿Puedo llamaros Thomas?

—No.

Movió la cabeza de arriba abajo, pero ¿cómo saber qué quería decir aquel gesto? La cabeza de la muñeca, sin embargo, se movió despacio y en dirección a él.

—Por favor, sentaos.

Pero la voz seguía siendo todo calidez y simpatía, como si hubiera pasado por alto su antipática respuesta. Cale se sentó. La muñeca lo seguía mirando y (¿cómo era posible tal cosa?, pensó él) no le parecía nada bien lo que veía.

—Soy la hermana Wray. Y esta —dijo moviendo ligeramente su cabeza cubierta para observar la muñeca que tenía en el regazo— es Poll.

Cale miró a Poll torvamente. Poll le devolvió otra mirada igual de torva.

—¿Cómo os podemos llamar?

—Todo el mundo me llama «señor».

—Eso parece demasiado formal. ¿Qué tal resultaría «Cale»?

—Como os venga en gana.

—¡Qué niño tan horrible!

No era especialmente difícil sorprender a Cale, no más que a la mayoría de la gente, pero en su caso no era fácil conseguir que se le notara. No fue la opinión expresada lo que le hizo abrir unos ojos como platos, pues al fin y al cabo le habían dicho cosas mucho peores, sino el hecho de que fuera la muñeca quien lo dijera. La boca no se le movió porque no podía moverse, pero la voz salía claramente de la muñeca y no de la hermana Wray.

—¡Cállate, Poll! —le dijo a la muñeca, y a continuación se volvió ligeramente para mirar de frente a Cale—. No le hagáis caso. Me temo que la he consentido mucho y, como muchos niños malcriados, no sabe estarse callada.

—¿Para qué me habéis llamado?

—Habéis estado muy enfermo. He leído el informe preparado por la asesora cuando llegasteis.

—¿La tarada que me encerró con todos los locos furiosos?

—Parece que cogió el rábano por las hojas.

—Bueno, seguro que ha sido castigada, ¿no? Qué sorpresa.

—Todos cometemos errores.

—De donde yo vengo, cuando uno comete un error, le sucede algo malo… que normalmente incluye muchos gritos.

—Lo siento.

—¿Por qué lo sentís? ¿Tuvisteis vos algo que ver?

—No.

—Bueno, ¿qué vais a hacer para que vuelva a ponerme bien?

—Charlar.

—¿Nada más que eso?

—No. Charlaremos y entonces decidiré qué medicinas recetaros, si parece conveniente.

—¿No podemos olvidar la charla e ir directos a las medicinas?

—Me temo que no. Primero la charla, después las medicinas. ¿Cómo os encontráis hoy?

Él levantó la mano en la que faltaba un dedo.

—Me está dando guerra.

—¿A menudo?

—Una vez por semana, más o menos.

Ella consultó sus notas.

—¿Y el hombro y la cabeza?

—Hacen todo lo que pueden por llenar el vacío cuando no me duele la mano.

—Debería haberos visto un cirujano. Hubo una petición en ese sentido, pero por lo visto se perdió. Os daré algo para el dolor.

Durante media hora ella le hizo preguntas sobre su pasado, de vez en cuando interrumpidas por Poll. Cuando Cale, con cierto regodeo, le dijo que lo habían comprado por seis peniques, Poll comentó:

—Demasiado.

Pero la mayoría de las preguntas eran simples y las respuestas tristes, aunque ella no se demoraba en ninguna, y no tardaron en hablar de los sucesos de la noche en que murió Gromek y escapó Kevin Meatyard. Cuando Cale terminó, ella escribió durante un rato en las pequeñas hojas de papel que tenía sobre la rodilla izquierda, mientras Poll se inclinaba sobre ellas tratando de leer, y la hermana Wray la echaba hacia atrás repetidamente, como se hace con un perrito querido pero maleducado.

—¿Por qué…? —preguntó Cale, mientras la hermana Wray guardaba silencio durante un par de minutos para terminar de escribir sus notas, y Poll parecía mirarlo con malevolencia, aunque Cale sabía que eso no era posible—. ¿Por qué no tratáis a los chiflados de la sala? ¿Poco dinero…?

La cabeza de la hermana Wray se irguió, dejando lo que estaba escribiendo.

—La gente de esa sala está allí porque su locura es de un tipo particular. La gente enferma de la cabeza de tantas maneras distintas como enferma del cuerpo. Yo no intentaría curar una pierna rota por medio de la charla, y algunos fallos de la mente son muy parecidos a una pierna rota. No puedo hacer nada por ellos.

—Pero ¿podéis hacer algo por mí?

—No lo sé. Eso es lo que trataré de averiguar.

—Si es que le dejas, niño malo.

—Cállate, Poll.

—Pero tiene razón. —Cale esbozó una sonrisita nada atractiva—. Soy un niño malo.

—Eso supongo.

—He hecho cosas terribles.

—Claro.

Hubo un silencio.

—¿Qué ocurre si la gente que paga por mí deja de hacerlo?

—Entonces dejaremos vuestro tratamiento.

—Eso no está bien.

—No comprendo.

—No está bien que el tratamiento se quede sin terminar, si todavía estoy enfermo.

—Como todo el mundo, yo tengo que comer y necesito un lugar en que vivir. Yo no formo parte de la orden que dirige la abadía. En ese caso que apuntáis, a vos os mantendrían en una sala de caridad, pero si yo dejara de pagar me pondrían enseguida de patitas en la calle.

—Sí —dijo Poll—. Nosotras no hemos tenido redentores que nos cuiden toda la vida.

Esta vez nadie hizo callar a Poll.

—¿Y si me desagradáis? —preguntó Cale. Había querido encontrar una buena réplica para Poll, pero no se le ocurrió ninguna.

—Vaya —respondió la hermana Wray—, ¿y si me desagradáis vos?

—¿Puede ocurrir eso?

—¿Que me desagradéis? Parecéis muy empeñado en conseguirlo.

—Me refiero a que no me tratéis si os desagrado.

—¿Eso os preocupa?

—He tenido muchas cosas de las que preocuparme en mi vida… El desagradaros no es una de ellas.

La hermana Wray se rio al oír esto: era un sonido agradable, como de campanillas.

—Os gustan las réplicas —dijo—. Y me temo que a mí también, es una debilidad.

—¿Vos tenéis debilidades?

—Por supuesto.

—Entonces ¿cómo podéis ayudarme?

—¿Habéis conocido gente que no tuviera debilidades?

—No mucha. Pero en ese sentido yo no he tenido suerte. Henri el Impreciso me dijo que yo no debía juzgar a la gente por el hecho de haber tenido la mala suerte de cruzarme con tanto cabronazo en la vida.

—Tal vez no se trate solo de mala suerte. —Su tono se volvió más frío en aquel momento.

—¿Qué queréis decir?

—Que tal vez no sea solo casualidad que os hayáis encontrado gente tan horrible y os hayan sucedido tantas cosas espantosas.

—Seguís sin explicaros.

—Porque no sé lo que quiero decir.

—Quiere decir que eres un niño horrible que crea problemas dondequiera que va.

Tampoco esta vez la hermana Wray la corrigió, pero sí que cambió de tema.

—¿Henri el Impreciso es amigo vuestro?

—No se tienen amigos en el Santuario, solo gente que comparte el mismo destino. —Esto no era cierto, pero por algún motivo quiso dejarla consternada.

Llamaron a la puerta.

—Adelante —dijo la hermana Wray.

El criado de la abadía apareció en el hueco de la puerta, sin decir nada. Cale, inseguro y furioso, se puso de pie y cruzó la estancia hacia el rellano de la escalera. Entonces se volvió, a punto de decir algo, y vio que la hermana Wray estaba abriendo una puerta de dormitorio y se apresuraba a cerrarla detrás de ella. Durante todo el camino de vuelta a su propio cuarto, Cale estuvo pensando en lo que había visto, o lo que le había parecido ver: un féretro pintado de negro.

—Habladme de ese tal IdrisPukke.

Esto fue cuatro días después. Sus sesiones empezaban a la misma hora cada día. Poll estaba colocada en el regazo de la hermana Wray, pero apoyándose completamente contra el brazo de la silla y dejándose caer sobre un lado para expresar su profundo aburrimiento e indiferencia ante la presencia de Cale.

—Me ayudó en el desierto, y en Menfis, cuando estábamos en prisión.

—¿De qué modo?

—Me dijo cómo eran las cosas. Me dijo que no confiara en él ni en nadie más. No porque fueran mentirosos, aunque muchos sí que lo eran, sino porque sus intereses no son los intereses de uno, y es estúpido esperar que otros antepongan lo que le interesa a uno a lo que les interesa a ellos.

—Alguna gente diría que eso era cínico.

—No sé lo que quiere decir eso.

—Ser cínico es creer que otros solo están motivados por el egoísmo.

Cale pensó en eso un momento.

—Sí —dijo al fin.

—¿Sí qué?

—Que sí, que ya comprendo lo que es cínico.

—Ahora estáis tratando solo de provocarme.

—No, nada de eso. IdrisPukke me avisó, cuando no tenía por qué hacerlo, de que yo debía recordar que a veces lo que me importaba a mí y lo que le importaba a él serían cosas distintas, y que si bien él podría esforzarse un poco a mi favor, la mayoría no haría lo mismo. Cuando tuvieran que elegir, elegirían lo que fuera mejor para ellos. Y solo el capullo más capullo creería que los demás estaban dispuestos a ponerlo por delante de ellos mismos.

—Entonces ¿nadie está dispuesto a sacrificar sus propios intereses por los demás?

—Los redentores lo hacen. Pero si eso es el autosacrificio, os lo podéis meter por el culo.

Poll levantó la cabeza lentamente por detrás del sofá, lo miró y se desplomó hacia atrás con un gemido de desprecio, como si el esfuerzo hubiera sido completamente inútil.

—Y sin embargo estáis furioso con Arbell Materazzi. Pensáis que os traicionó.

—Es que me traicionó.

—Pero ¿no estaba obedeciendo simplemente a su propio interés? ¿No os mostráis como un hipócrita al odiarla?

—¿Qué quiere decir hipócrita?

—Hipócritas son los que critican a otras personas por hacer el mismo tipo de cosas que hacen ellos.

—No es lo mismo.

—Sí que lo es —dijo Poll desde detrás del brazo de la butaca.

—Cállate, Poll.

—No, no es lo mismo —dijo él, mirando de frente a la hermana Wray—. Yo le salvé dos veces la vida: la primera contra toda razón y contra todas las probabilidades. Y casi muero por hacerlo.

—¿Os lo pidió ella?

—No me pidió que la rechazara… que es lo que debería haber hecho.

—Pero ¿el amor no es poner primero al otro, sin importar lo demás?

—Esa es la cosa más tonta que he oído nunca. ¿Por qué iba a hacer alguien eso?

—Él tiene razón —dijo Poll, aún con la cabeza oculta por el brazo de la butaca.

—No os lo repetiré —dijo la hermana Wray.

—Reíos si queréis. Yo estaba dispuesto a morir por ella.

—No me estoy riendo.

—Yo sí —dijo Poll.

—Ella me dijo que me amaba. Yo no la obligué. Me lo dijo y me hizo creer que era cierto. No tenía por qué hacerlo, pero lo dijo. Y luego me vendió a Bosco para salvar la piel.

—Y la del resto de Menfis: su padre, todo el mundo… ¿Qué pensáis que debería haber hecho?

—Debería haber sabido que yo encontraría el modo. Debería haber hecho lo que hizo y después haberse tirado al mar. Debería haber dicho que nada en la Tierra, ni el mundo entero, podría hacerle entregar a quien amaba para que lo quemaran vivo. Aunque antes de prenderme fuego me habrían cortado los testículos y los habrían cocinado delante de mí. ¿Creéis que me lo estoy inventando?

—No.

—Cualquier cosa que ella hubiera hecho habría resultado imposible de soportar. Pero ella lo ha soportado bastante bien.

Hubo un largo silencio durante el cual la hermana Wray, experimentada como estaba en las angustias de la locura, se preguntaba por qué no echaban a arder las paredes de la estancia a causa de su rabia. Siguieron en silencio. Ella no era tonta, y fue Cale quien interrumpió aquel silencio.

—¿Por qué tenéis un féretro en el dormitorio?

—¿Puedo preguntaros cómo lo sabéis?

—¿Yo…? Tengo ojos en la cara.

—¿Os quedaríais tranquilo si os dijera que no tiene nada que ver con lo nuestro?

—No. A nadie le gustan los féretros, y a mí menos que a nadie. Tendré que insistir.

—No le digáis nada a ese niño meticón —dijo Poll.

—Id y mirad por vos mismo.

Cale había esperado, más o menos, que ella se negara a contarle nada, aunque no tenía ni idea de qué hacer en tal caso. Se levantó y se dirigió hacia la puerta del fondo, preguntándose en qué se estaría metiendo. ¿Sería una trampa? No parecía probable. ¿Habría algo horrible allí dentro? Posiblemente. ¿Y si no era un féretro, y él estaba confundido e iba a quedar como un idiota? La puerta estaba cerrada y muy apretada, de tal modo que no pudo abrirla empujando. La hubiera abierto de una patada, pero eso no quedaba bien a menos que hubiera un par de malvados aguardando al otro lado. «¿Qué prefieres —pensó—, que te maten o quedar como un tonto?». Agarró la manilla, abrió, observó la habitación rápidamente y se echó a un lado.

—¡Cobarde, gallina! —canturreó Poll—. ¡Capitán de las sardinas…!

No había duda de que era un féretro. La habitación estaba vacía. Vacía salvo lo que estaba dentro del féretro. Con todo el miedo que queráis imaginaros, Cale entró en el dormitorio. Echando la cabeza hacia atrás y el brazo hacia delante, abrió la tapa del féretro y retrocedió de un salto. Se quedó unos segundos mirando lo que había dentro. Era un féretro de madera y nada más, sin forro. Hasta había algunas virutas en un rincón. Por un momento, sintió un acceso de puro terror en el pecho, y pensó que iba a vomitar. Entonces cerró el féretro. Regresó a la habitación principal, cerró la puerta tras él, y volvió a sentarse en su silla.

—¿Ya estás contento, sarasa? —preguntó Poll.

—¿Por qué tenéis un féretro vacío en vuestro dormitorio?

—No os preocupéis —dijo la hermana Wray—. No es para vos.

—No me preocupo. ¿Para quién es?

—Para mí.

—¿Tenéis miedo de hartaros de los pacientes?

Ella se rio al oír aquella idea.

«Bonito sonido el de su risa —pensó Cale—. ¿Será guapa?».

—Pertenezco a la orden de las monjas jerónimas.

—No he oído hablar de ellas.

—También llamadas «mujeres de la tumba».

—Tampoco he oído hablar de eso. Ni me gusta cómo suena el nombre.

—¿No? —Cale tuvo la impresión de que estaba sonriendo.

Poll movió la cabeza hacia delante y levantó su brazo de trapo de un modo que conseguía expresar odio y desprecio.

—Los jerónimos son una orden antagonista —dijo y se calló, sabiendo que aquello sería una revelación importante para él.

—Es la primera vez que hablo con un antagonista. ¿Lleváis esa cosa en la cabeza porque tenéis los dientes verdes?

—No. Quiero decir que no tengo los dientes verdes ni estoy ocultando nada, aunque supongo que esa sería una razón bastante buena. ¿Los redentores os decían de verdad que los antagonistas tienen los dientes verdes?

—En realidad no recuerdo que nos dijeran tal cosa. Por lo menos Bosco. Pero es algo que todo el mundo sabía.

—Bueno, pues no es verdad. La Hegemonía Antagonista, una especie de comité religioso, declaró que los jerónimos se hallaban en un error extremo y disolvió la orden. Nos ordenaron, so pena de muerte, llevar un féretro con nosotras durante doscientos kilómetros, para que todo el mundo supiera que no debía darnos agua, comida ni cobijo. Llevamos el féretro y una onza de sal.

—¿Por…?

—Sal en señal de arrepentimiento.

—¿Y lo sentís? El arrepentimiento, quiero decir.

—No.

—Pues ya tenemos algo en común.

—Nosotras no tenemos nada en común contigo, espadachín impío y asesino.

—No le hagáis caso —dijo la hermana Wray.

Cale esperaba que siguiera, pero la hermana Wray veía que él estaba interesado, y quería tener ventaja sobre él.

—¿Cuál fue vuestro error? —preguntó al final.

—Señalamos que en el Testamento del Ahorcado Redentor, aunque no dice realmente que la herejía deba ser perdonada, dice que deberíamos amar a aquellos que nos odian y perdonar sus ofensas no solo una vez, ni dos, sino setenta veces siete. San Agustín dice que si una persona cae en la herejía por segunda vez, debe ser quemada viva. Un Ahorcado Redentor que dijo que si un hombre te golpea en la mejilla debes presentarle la otra y dejarle que te golpee por segunda vez no es un Dios que esté a favor de quemar vivo a nadie.

—Le oí decir eso a la Doncella de los Ojos de Mirlo. Lo de poner la otra mejilla, quiero decir. Pero si ponéis la otra mejilla cuando la gente os golpee, os seguirán golpeando hasta que se os desprenda la cabeza.

Ella se rio.

—Comprendo lo que decís.

—Podéis comprender todo lo que queráis. Tengo razón, penséis lo que penséis.

—Estamos de acuerdo en que no nos ponemos de acuerdo.

—La quemaron.

—¿A…?

—A la Doncella de los Ojos de Mirlo.

—¿Por qué?

—Por decir el tipo de cosas que estamos diciendo. También tenía un ejemplar del Testamento. Pero ni féretro ni sal, ella fue derechita al fuego.

—Cuando decís que tenía el Testamento, os referís a un ejemplar secreto.

—Sí.

—Los antagonistas no tienen ejemplares secretos del Testamento del Ahorcado Redentor. Leerlo es una obligación para ellos. Lo han traducido a doce lenguas.

—Tal vez —dijo él— sea un Testamento diferente.

—Algunas cosas deben de ser iguales si la quemaron por decir que el Ahorcado Redentor es un Dios de amor y no de castigo.

—Si es tan obvio, ¿por qué os castigaron a vos por decir lo mismo?

—Así es como funciona la humanidad.

—El mayor error de Dios.

—Yo no creo eso.

—Yo tampoco. Es Dios el que es el mayor error de la humanidad.

—Lávate la boca con jabón, impío.

Esta vez la hermana Wray no reprendió a Poll.

—Parece —dijo Cale, triunfante— que tenéis que enseñarle a vuestra amiguita lo del perdón del prójimo.

—Quizá —respondió la hermana Wray— os habéis excedido.

—Setenta veces siete —dijo Cale riéndose—. Me quedan montones. No las acabaréis tan fácilmente.

—Quizá. Eso depende de lo graves que sean los pecados que habéis cometido.

—¿Dice eso el Ahorcado Redentor?

—No.

—Ajá.

—No me estáis diciendo la verdad.

—Nunca dije que lo estuviera haciendo. ¿Quién sois vos? No tengo por qué deciros nada que no quiera decir.

—A propósito de la Doncella de los Ojos de Mirlo, me refiero.

—Hice lo que pude por salvarla. —En ese momento ya no se sentía nada triunfante—. Eso es todo.

—No creo que sea verdad. ¿Me equivoco al pensar que hay más?

—No, no os equivocáis.

—Entonces ¿por qué no me lo contáis?

—No me da miedo contároslo.

—No dije que os lo diera.

—Sí, sí que lo dijisteis.

—De acuerdo, lo dije.

Miró el entramado de diminutos agujeros que le tapaba los ojos. Tal vez fuera ciega, pensó, y aquello estuviera de más. Estúpido, estúpido, estúpido.

—Yo firmé la orden para que fuera purificada.

—¿Purificada?

—Quemada en la pira. Viva. ¿Lo habéis visto alguna vez?

—No.

—Es peor de lo que parece.

—Os creo.

—Yo supervisé la ejecución.

—¿Era necesario… implicarse tanto?

—Sí, era necesario.

—¿Por qué?

—No es de vuestra incumbencia.

—Pero ¿es algo que os hace daño?

—No es que me haga daño, es que me jode. Ella era una buena chica. Valerosa. Muy valerosa, pero estúpida. Yo no podía hacer nada.

—¿Estáis seguro?

—No, no estoy seguro. Tal vez hubiera podido aparecerme columpiándome en una cuerda mágica, y abrirme paso por la plaza a golpe de estocada entre cinco mil personas y paredes de siete metros de altura. Sí, eso es lo que debería haber hecho.

—¿Os visteis obligado a firmar?

—Sí.

—¿Os visteis obligado a presenciarlo?

—Sí.

—¿Os visteis obligado a presenciarlo? —volvió a preguntarle ella.

—Fui porque pensé que debía sufrir… por haber firmado… aunque no pudiera hacer nada.

—Entonces hicisteis todo lo que pudisteis. Esa es mi opinión.

—Eso me alivia —dijo con voz baja, pero acre—. ¿Creéis que ella habría pensado lo mismo?

—No lo sé.

—Ese es el problema, ¿verdad? ¿Me perdonáis por lo que le hice?

—Dios os perdona.

—No he preguntado por Dios. ¿Me perdonáis vos?