Kevin Meatyard no se encontraba en óptimas condiciones. Tenía un terrible esguince en el tobillo, un hombro dislocado, un corte grande en el lado izquierdo de la cabeza y un amplio surtido de dolores, verdugones y rasponazos. Pero no se moriría de nada de eso: se moriría del cuchillo que llevaba clavado en el pecho.
La isla de Chipre no era una isla en absoluto, sino un gran istmo que se inflaba como un balón penetrando en el Mar de Madera. Su sistema de justicia parroquial se extendía ochenta kilómetros tierra adentro, así que hasta las aldeas tenían un policía especial, aunque no fuera más que el herrero. Meatyard tenía todos los motivos del mundo para creer que lo perseguirían, aunque también comprendía que sería demasiado caro y difícil mantener a media docena de hombres en la empresa durante mucho tiempo. El problema para él era que sabía que debía mantenerse apartado de cualquier lugar donde pudieran arrancarle el cuchillo y limpiarle la herida. Al final, confió en que su constitución lo mantuviera vivo el tiempo suficiente para llegar tan lejos que nadie hubiera oído hablar de él. De ese modo, mientras Kevin Meatyard intentaba dejar Chipre por un camino por el que no solieran ir extraños metomentodo, los dos Trevor intentaban entrar en Chipre buscando algún camino por el que tampoco solieran ir los extraños metomentodo. Así que tuvo menos de coincidencia de lo que pudiera parecer el hecho de que los dos asesinos encontraran a Kevin Meatyard hecho un ovillo junto a un pequeño estanque. Por motivos obvios, hallándose en tierra de nadie, hasta la gente mucho menos experimentada en maldades que los dos Trevor observarían un cuerpo tendido en la carretera como algo a lo que sería prudente no acercarse. Pero, por otro lado, tanto ellos como los animales estaban muertos de sed. Así que, tras asegurarse de que no era una trampa para una emboscada (¿quién iba a saber más de emboscadas que ellos?), Trevor Lugavoy arrojó una piedra grande a aquel cuerpo irregular y lleno de bultos y, sacando de él solo un débil gemido como respuesta, pensó que cualquier peligro que pudiera haber podría evitarse si mantenían un ojo cerrado y no se acercaban a tocarlo.
Unos minutos después, mientras los caballos seguían sorbiendo la deliciosa y fresca agua, bajo el atento escrutinio de los dos hombres, Kevin rebulló, y con mucha dificultad se puso en pie. Empezó a acercarse al estanque para beber un poco pero, débil y vacilante, cayó al suelo con tal golpe que ambos Trevor hicieron un gesto de dolor.
Podría pensarse que, dado lo sanguinario de su profesión, los dos Trevor eran hombres sin compasión. Pero, si bien era cierto que no eran mejor gente que otras personas, tampoco eran mucho peores, salvo cuando se les pagaba por matar a alguien. Y eso iba siendo más cierto aún cuanto más mayores y más supersticiosos se hacían. Estaban empezando a preguntarse si algunos actos de generosidad podrían ser de cierta ayuda en caso de que un día hubiera un juicio final con eternidad de por medio, aunque en el fondo del corazón los dos sabían que tendrían que rescatar a un número astronómico de bebés de un astronómico número de edificios en llamas para equilibrar la balanza frente a todas las malas acciones de las que eran responsables. Aun así, hubiera sido algo muy mezquino dejar a un hombre evidentemente herido tendido a solo un metro del agua que tan desesperadamente necesitaba. Así que lo registraron, y a continuación lo levantaron para ofrecerle agua de una de sus propias tazas.
—Gracias —dijo un Kevin sinceramente agradecido, después de engullir cinco tazas de lo que le parecía la esencia de la vida.
—Mirad, José Vicente —por supuesto, Kevin les había dado un nombre falso—, vos no vais a llegar a Drayton. Son ochenta kilómetros, y de mal camino. U os quitamos ahora eso —dijo indicando, con un gesto de la cabeza, la hoja rota que tenía Meatyard en el pecho—, u os damos una pala para que empecéis a cavar.
—¿Qué es una pala?
—Una herramienta —explicó Trevor Lugavoy— que sirve para abrir agujeros de un metro de hondo por dos de largo.
—¿Podéis hacerlo? —preguntó Kevin, dudando—. ¿Me podéis sacar esto sin matarme?
—No os hagáis ilusiones, muchacho. Yo diría que las posibilidades son de setenta contra treinta.
—¿A favor?
—No, en contra.
Con esto Kevin perdió el poco aire que tenía dentro de los pulmones.
—¿Creéis que habrá un cirujano de verdad en Drayton?
—No vais a llegar a Drayton. Y aunque llegarais, que no llegaréis, no encontraríais más que al barbero local. Y querrá que le paguéis. Y os harán preguntas. ¿Tenéis dinero? ¿Tenéis respuestas?
Para entonces, los dos Trevor empezaban a ver agotada su paciencia por la falta de gratitud que encontraban en Kevin.
—Mi generoso amigo aquí presente es tan bueno que no encontraréis a nadie mejor en trescientos kilómetros a la redonda. Tenéis suerte de poder contar con él. Y no os queda mucho donde elegir. Si no queréis entregar el alma a Dios, haríais bien en implorarle.
La mención de la muerte le hizo pensar, y se tomó muy en serio el disculparse con el ya ofendido Trevor Lugavoy. Después de lo cual, Lugavoy procedió a la extracción. De hecho, podría haberse ganado bien la vida como cirujano. Como por razones prácticas había querido adquirir esa habilidad, estaba muy orgulloso de ella, y había pagado clases a los cirujanos redentores, que eran considerados como los mejores de todos los cirujanos, lo cual no era decir mucho. Había pagado un alto precio por las pinzas médicas con las que agarró lo poco que quedaba de la hoja que sobresalía del pecho de Meatyard. La sacó en un instante, y no se oyó más que un espantoso grito de indecible sufrimiento.
Lo peor estaba por venir, dado que los dos trozos que faltaban de la hoja dejaban claro que quedaba más por hacer.
—No os mováis o no responderé de las consecuencias.
A Meatyard se le daba muy bien ocasionar dolor, pero no tan bien soportarlo.
—No está mal —dijo Trevor Lugavoy, después de cinco minutos de escarbar por la herida que debían de parecer cinco días, ya seguro de que no quedaba nada dentro—. Estas cositas son las que lo matan a uno —le explicó al traumatizado Meatyard.
Limpió la herida con el agua de medio estanque y empezó a verter una mezcla de miel y lavanda, caléndula y mirra en polvo. Kovtun, viendo que estaba a punto de usar el ungüento, apartó a Lugavoy hacia un lado y le hizo ver que el ungüento era caro y que muy bien podrían necesitarlo para ellos mismos. Lugavoy le dio la razón, pero respondió que todos sus esfuerzos serían en vano si la herida se le infectaba. Y si no le daba el ungüento, se le infectaría.
—Estoy orgulloso de mi trabajo, ¿qué puedo decir? Además, él ha mostrado auténtico valor: yo habría gritado más fuerte. Merece un poco de generosidad.
Y así fue. Decidieron quedarse para observarlo durante la noche. A la mañana siguiente lo dejaron con algunas raciones (no muchas, por insistencia de Kovtun) y siguieron su camino. Aunque justo antes de partir, se le ocurrió a Kovtun una cosa.
—¿Habéis oído hablar de la abadía? —le preguntó a Kevin.
Afortunadamente para Meatyard, pudo transformar fácilmente su expresión de alarma en expresión de dolor.
—No, lo siento —dijo el desagradecido muchacho, y entonces se fueron los dos Trevor.
Dos minutos después, Lugavoy regresó. Le tendió un bloque grande de algo cubierto con papel de cera: un impulsivo añadido a las raciones que ya le habían dado.
—Os aconsejo —le dijo a Kevin— que comáis un cuarto de esto cada día. Es un buen alimento, aunque sabe a caca de chucho. Los redentores lo llaman «pie de muerto». Dentro hay una dirección: si sobrevivís, id allí y os darán trabajo. Decidles que vais de parte de Trevor Lugavoy, y nada más, ¿me habéis entendido?
Si le hubiéramos preguntado a Trevor Lugavoy si la virtud era recompensada, lo habríamos visto al mismo tiempo sorprendido y divertido, no porque fuera un cínico (se veía a sí mismo como de vuelta de todo eso), sino porque la experiencia le hacía ver el mundo como un lugar sin equilibrio alguno. En esta ocasión, sin embargo, mientras volvía atrás para asegurarse de que Kevin Meatyard tenía suficiente alimento para proporcionarle las mayores posibilidades de supervivencia, su bondad se vio recompensada con la buena suerte de darse cuenta de que estaba siendo observado desde una colina que se encontraba a unos trescientos metros de allí. Al regresar para alcanzar a Trevor Kovtun se sentía bastante seguro respecto a quién era. Alcanzó a Kovtun bastante antes de lo que esperaba: Kovtun había desmontado y se encontraba a gatas, con el cinturón desabrochado, llevándose dos dedos a la garganta con la intención de vomitar. Al cabo de varios intentos bastante desagradables, lo consiguió. En el vómito había sangre.
—¿Mejor?
—Un poco.
—Nos están siguiendo.
—¡Mierda, leches, el coño de la Bernarda! —exclamaba Cadbury sentándose a menos de un kilómetro de los dos Trevor—. Ya saben que los seguimos.
Cadbury miró a la chica que había estado esperando por él al pie de la colina, mientras él espiaba a Trevor Lugavoy. Detrás de ella, apartados, había una docena de hombres de aspecto muy desagradable.
—Les habéis dejado que os vean —dijo la muchacha, que era una cosa llena de tendones, aunque los suyos eran de ese tipo de tendones que uno no consigue deshacer en un año con las muelas. De verla pintada en un cuadro, uno diría que el cuadro no estaba terminado, como si le faltara algo, tal vez la nariz o los labios, aunque en realidad no le faltaba nada.
—Si pensáis que lo podéis hacer vos mejor, adelante.
—Es vuestro trabajo, no el mío.
—Cuando se trata de seguir a gente tan buena como esos dos, uno no se puede acercar mucho, y tampoco alejar mucho. Ha sido mala suerte.
—Yo no creo en la suerte.
—Eso es porque sois una mocosa, y no distinguís el culo de las cuatro témporas.
—Ya veréis lo que distingo yo. El corazón del sensato adquiere sabiduría, y la oreja del sabio busca la enseñanza[2].
—¡Qué espeluznante!
Pero, pese a toda esta chanza, Cadbury encontraba la presencia de la chica decididamente escalofriante, en especial porque ella estaba citando siempre de cierto tratado religioso en el que, por lo visto, había opiniones para todas las cosas. Pero decía aquellos dichos y proverbios de una manera rara, de modo que uno nunca sabía qué era lo que quería decir exactamente. ¿Estaba intentando ella que se sintiera incómodo? Tenía buenas razones para ponerse nervioso.
Tres días antes, Kitty la Liebre lo había llamado para hablar con él de lo que se debería hacer con los dos Trevor que buscaban a Cale, teniendo la certeza de que solo había una cosa que los dos Trevor harían con aquel al que buscaban, en cuanto lo encontraran.
—¿Sabéis quién les paga? —había preguntado Cadbury.
—Los redentores, seguramente —susurró Kitty—. Espiar no es lo que mejor se les da. A los fanáticos les cuesta mucho convivir con otros, como demuestra el desgraciadamente ilegal pero completamente justificado ahorcamiento ordenado por Zog. Aunque también podrían ser los lacónicos. —Para Kitty, era una cosa de principios tanto como de propio regocijo aquello de no ofrecer nunca una respuesta que no tuviera algo de ambigua—. Lucharán por recobrarse del daño que hizo él en sus filas. Y tampoco se puede descartar a la familia de Solomon Solomon: ¡ese chico tiene un gran talento para crearse enemigos!
—Se podría decir lo mismo de nosotros.
—Por supuesto que sí, Cadbury.
—¿No creéis que da demasiados problemas?
—Por supuesto que sí —respondió Kitty—. Pero así son los jóvenes. Es cuestión de posibilidades. Su capacidad para la destrucción tiene que ser encauzada, y prefiero con mucho estar detrás de él que tenerlo delante. Aunque podría llegar un tiempo en que no fuera ese el caso. Tenedlo presente.
Se abrió la puerta y entró el criado de Kitty con una bandeja.
—Ah —dijo Kitty—. Té. La taza que reconforta pero no emborracha —añadió con sorna.
El criado puso la mesa con tazas y platitos, fuentes con sándwiches de jamón, torta de semillas de alcaravea y galletitas rellenas de crema pastelera, tras lo cual salió sin pronunciar palabra ni hacer reverencia alguna. Los dos se quedaron mirando a la mesa, pero no por los placeres que ofrecía.
—Sin duda habréis notado, Cadbury, que la mesa está puesta para tres.
—Sí lo he notado, efectivamente.
—Hay alguien a quien quiero que conozcáis. Una joven a la que me gustaría que no perdierais de vista. Ofrecedle las ventajas de vuestra experiencia. —Se fue hacia la puerta y gritó—: ¡Cielo…!
Un instante después apareció una chica de unos veinte años que le dio a Cadbury un susto tremendo. La sensación de haber visto un fantasma del pasado es inquietante para todo el mundo, pero imaginad hasta qué punto será peor si uno es precisamente el responsable de que eso sea algo fantasmal. La última vez que Cadbury la había visto era cuando ambos estaban espiando a Cale en el Pabellón del Soto, una tarea que había concluido con la flecha que él le había clavado a ella en la espalda. En la perpetua penumbra exigida por Kitty la Liebre para proteger sus ojos demasiado sensibles, le tomó unos momentos comprender que aquella no era la difunta Jennifer Plunkett ni tampoco su hermana gemela, sino una pariente más joven e inquietantemente parecida a ella. No era solo su aspecto lo que proporcionaba la semejanza, sino el mismo rostro desfigurado por la falta absoluta de expresión.
—Os presento a mi amado Daniel Cadbury. —Esta peculiar manera de catalogar a Cadbury se dirigía a la chica, y no era más que una forma de decir «mi apreciado», aunque mucho más desconcertante, algo hecho a propósito—. Él y vuestra hermana eran grandes amigos, y muchas veces trabajaron codo con codo. Daniel, esta es Deidrina Plunkett, que ha venido para trabajar con nosotros y compartir sus considerables dotes.
Aunque comprendió su error enseguida, había un motivo para que Cadbury siguiera nervioso: normalmente, es preferible evitar a los parientes de las personas que uno ha matado.
Kitty había insistido en que Cadbury llevara a Deidrina con él para no perder de vista a los dos Trevor.
—Haceos cargo de ella, Cadbury —le había dicho.
Pero Cadbury se preguntaba qué clase de burla habría encerrada allí. Jennifer Plunkett había sido una loca asesina que, sin siquiera hablar con Cale, había concebido por él una intensa pasión, mientras pasaba los días observando cómo nadaba desnudo en los lagos que rodeaban el Pabellón del Soto. Cale había reído y gritado de alegría por primera vez en su vida mientras nadaba, pescaba y comía la maravillosa comida que preparaba IdrisPukke, y cantaba versiones tergiversadas y horriblemente desafinadas de las canciones que había escuchado en Menfis: «Esta tarde vi sorber», «Dónde estará mi calvo», «A Dios le impido», «Gracias a la bebida»…
Jennifer había estado convencida de que Kitty quería hacerle daño a Cale. Eso no era cierto, o al menos no era cierto… probablemente. Jennifer había intentado apuñalar a Cadbury en un intento de proteger a su amado, y tras fallar, había corrido hacia el anonadado Cale poniendo el grito en el cielo. Fue entonces cuando Cadbury le disparó una flecha en la espalda. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Después, había decidido que sería mejor decirle a Kitty que Cale era el responsable de la muerte, pues la había matado presa del susto por la repentina aparición de una arpía asesina que llegaba hacia él lanzando gritos. Eso de que «la sinceridad es la mejor táctica» tal vez no sea una conducta siempre prudente (el que cree que la sinceridad es la mejor táctica no tiene nada de sincero), pero era la que debería haber seguido en aquel caso. Pues ahora no solo tenía el problema de qué hacer con Deidrina Plunkett, sino también el de averiguar si su repentina aparición era solo una coincidencia o la venganza de Kitty por haberle mentido. Si era lo último, la cuestión era qué clase de lección pretendía darle su jefe.
En cualquier caso, se llevó con él a Deidrina para seguir a los dos Trevor. Si las cosas iban rematadamente mal, cosa que muy fácilmente podría suceder, era posible que los Trevor le resolvieran el problema. Por otro lado, también era posible que le resolvieran todos sus problemas de una vez y para siempre.
—Venid conmigo, mantened el pico cerrado, y no hagáis movimientos repentinos.
—No tenéis derecho a hablarme así.
Cadbury ni siquiera se molestó en responder.
—El resto de vosotros —les dijo a los demás— manteneos atrás, pero donde podáis oírme si os llamo.
Ni siquiera observaron bien a Kevin Meatyard al pasar a su lado, pues estaba claro que aquel tipo no iba a ser ningún problema dado el estado en que se encontraba, y al cabo de unos minutos alcanzaron a los dos Trevor.
—¿Podemos hablar? —gritó Cadbury desde detrás de un árbol.
Lugavoy asintió con la cabeza para que los dos avanzaran.
—Es suficiente. ¿Qué queréis?
—Kitty la Liebre piensa que ha habido un malentendido, y quisiera resolverlo.
—Consideradlo resuelto.
—Le gustaría resolverlo personalmente.
—Nos dejaremos caer por allí en nuestra próxima visita a la ciudad.
—Vuestro amigo parece un poco paliducho.
La verdad es que tenía el color de la masilla cuando está a medio secarse.
—Sobrevivirá.
—No estoy seguro de que acertéis en eso.
—¿Quién es esa flacucha? —preguntó Lugavoy.
—Esta joven dama es muy peligrosa. Yo de vos le mostraría más respeto.
—Me recordáis a alguien, nena.
—Seguid así, señor —respondió Deidrina—, y os reiréis con el otro lado de la cara.
—Os ruego la perdonéis, pero es muy joven y no ha tenido tiempo de aprender modales.
—No os disculpéis por mí —dijo Deidrina.
Cadbury levantó las cejas como diciendo: «¿Qué sabéis hacer vos?».
—Según lo veo yo, Trevor, no vais a ir adonde pretendéis, así que la cuestión de que vuestras intenciones entren en conflicto con los intereses de Kitty la Liebre no se aplican al previsible futuro. Si queréis que viva vuestro compañero, no veo realmente cuál es el problema.
—¿Cómo sé que no nos mataréis mientras dormimos?
—No deberíais juzgar a los demás según vuestros propios hábitos.
Trevor se rio.
—Esa ha sido buena. Pero sigo preocupado.
—¿Qué puedo decir…? Solo que Kitty la Liebre no tiene intención de hacer tal cosa.
—¿Y cuáles son sus intenciones?
—¿Por qué no volvéis al Leeds Español y se lo preguntáis vos mismo?
—¿O sea que no confía lo bastante en vos para decíroslo?
—¿Estáis intentando herir mis sentimientos? Me conmueve. El caso es que, si bien Kitty la Liebre siente un profundo respeto por vosotros dos, resulta que estáis en un camino que hace entrar en conflicto vuestros intereses con los de él. Y él prefiere sus propios intereses.
—Parece bastante justo.
—Me alegra que penséis así. ¿Estamos, pues, de acuerdo?
—Sí.
—Tenemos caolín. Eso debería hacerle sentirse mejor.
—Gracias.
Cadbury le hizo un gesto a Deidrina Plunkett. Ella sacó un pequeño frasco de la alforja y, descabalgando, se acercó a Kovtun.
—Tomad un octavo —dijo ella.
Cadbury se llevó dos dedos a la boca para emitir un silbido tan agudo que hizo estremecerse a Lugavoy. En respuesta, la docena de hombres que esperaban en la colina salieron en tres grupos de cuatro hombres, y se desplegaron.
—Un grupo con muy mala pinta —comentó Lugavoy—. Pero se ve que saben lo que hacen.
El despliegue que tan admirable le parecía había sido dirigido por Kleist. Aquellos tipos de aspecto malvado que él mandaba eran cleptos, y eran bastante menos peligrosos de lo que parecían. Cadbury los había contratado a toda prisa porque muchos de sus matones de costumbre estaban fuera de combate a causa de la diarrea tifoidea, que de hecho era de la misma clase que la que estaba sufriendo Trevor Kovtun, y cuyo origen era también el mismo: una bomba que surtía agua en el centro del Leeds Español. El aumento del número de gente que se refugiaba allí por los rumores de guerra con los redentores ya se estaba cobrando su precio. Era todo muy insatisfactorio, pero los cleptos parecían adecuados para la empresa, y estaba claro que habían luchado contra los redentores y seguían vivos, lo cual no era mala recomendación. Sobre Kleist no sabía nada: no era clepto, pero parecía gozar de la confianza del jefe de la banda al que, por alguna razón, llamaban Colilla. De hecho, Kleist estaba principalmente al cargo, pero se pensaba que era mejor que no vieran que el jefe era un niño.
En su camino de vuelta tuvieron que pasar junto a Kevin Meatyard.
—¿Podemos llevarlo con nosotros? —preguntó Lugavoy.
—No hay bastantes caballos. Además, no me gusta la pinta que tiene. —Cadbury hizo un gesto a Kleist, que era el más cercano—: ¿Cómo os llamáis, hijo?
—Kleist.
—Dadle algo de comer…, suficiente para cuatro días, no más.
Kevin ya había escondido las raciones que le habían dado los dos Trevor.
Kleist se acercó despacio a Kevin: tampoco a él le gustó su aspecto.
—¿Todo bien? —le dijo a Kevin, mientras se bajaba del caballo y empezaba a revolver en la alforja de la comida para ver qué era lo menos apetecible, y por tanto lo mejor para desprenderse de ello: el pan y los trozos de queso más duros.
—¿Tabaco? —preguntó Meatyard.
—No.
Kleist colocó en un trozo de tela lo que solo podía describirse como un cálculo muy poco generoso de lo que comía una persona en cuatro días.
—¿De dónde sois? —preguntó Kleist.
—Eso no os importa un carajo.
Kleist no se inmutó. Se levantó, miró a Meatyard, y entonces echó arena con el pie sobre la comida que acababa de colocar en la tela. Nadie dijo nada. Kleist se subió al caballo y partió para dar alcance a los demás.