Kevin Meatyard podría parecer un saco de patatas con un nabo grande encima, pero era muy listo, y su maldad tenía sutileza. En circunstancias diferentes (si, por ejemplo, hubiera tenido una madre cariñosa y sabios profesores) tal vez hubiera podido convertirse en alguien importante. Aunque probablemente no. Asesinar a un bebé en la cuna es, claro está, algo que no habría que hacer nunca… salvo en el caso de Kevin Meatyard.
Todos sabemos que no se debe juzgar a la gente por su apariencia, igual que sabemos que eso es lo que solemos hacer. Y esta debilidad nuestra convierte esta lamentable realidad en un pronóstico que acarrea su propio cumplimiento. Los niños hermosos reciben nuestra adoración desde el momento en que nacen y se vuelven superficiales de tan poco esfuerzo como se les exige en la vida. A los feos se les rechaza y se vuelven malhumorados. La gente rechazó a Kevin Meatyard por motivos equivocados, pero había algunas personas, no tan superficiales, que estaban dispuestas a mostrarle alguna simpatía humana pese a su carácter y apariencia desagradable. Una de esas personas bondadosas era el Enfermero Jefe Gromek. Si no hubiera encontrado a Meatyard y sentido compasión por él, entonces Gromek habría seguido siendo el buenote que siempre había sido: un hombre inofensivo, competente, bastante agradable, un poco bobo.
Notando la manera abierta en que lo trataba Gromek, Meatyard intentó ser útil y empezó a preparar el té, a limpiar alguna mesa, a hacer algún recado, a escuchar y a buscar cualquier ocasión de aliviar la considerable carga de trabajo que agobiaba a Gromek. Gromek empezó a comprender que las horas de comer, siempre una buena ocasión para que los pacientes armaran bronca, se hacían mucho más llevaderas cuando Kevin Meatyard lo ayudaba a servir. ¿Cómo iba a saber que Meatyard repartía amenazas entre sus compañeros lunáticos (voy a arrancarte la cabeza y sacarte los huevos por el agujero, les decía) y las cumplía de noche, con éxito evidente, empleando un bramante de treinta centímetros y una piedrecita diminuta? Ningún dolor que hayáis sentido nunca se podrá comparar al que infligía Meatyard poniendo un pequeño guijarro entre los dos dedos más pequeños de cada pie, envolviéndolos con el bramante y apretando mucho. Le gustaba sobre todo hacérselo al pequeño Brian en la cama, al lado de aquella a la que había mandado a dormir a Thomas Cale.
Algo astuto e inteligente llevaba a Meatyard a provocar a Cale haciéndole presenciar su crueldad con los débiles, y no había nadie más débil que el pequeño Brian. Junto al más grosero placer de causar dolor, Meatyard disfrutaba de ver cómo los gritos del muchacho llegaban a Cale mientras yacía bocarriba sin inmutarse, sin alejarse ni acercarse al horror que tenía lugar a su lado. Meatyard notaba cuál era la debilidad de Cale: una cierta compasión por el desamparado. Era esa debilidad lo que lo había forzado, aunque fuera a regañadientes, a matar al redentor Picarbo cuando estaba a punto de matar a la hermosa y rellenita Riba.
Pero entonces Cale era fuerte. Ahora, sin embargo, era débil y no tenía más remedio que soportar sin hacer nada la agonía del pequeño Brian. El problema era que no la podía soportar. Lo que proporcionaba tanto placer a Meatyard era que podía sentir el efecto que aquello provocaba en el alma de Cale, como si un ácido la corroyera. Así que Meatyard satisfacía con regularidad su grosero apetito de sufrimiento físico, y aquella sala era para él lo mismo que una tienda de caramelos para un niño goloso; pero también disfrutaba el sufrimiento más sutil que obtenía de la mortificación de Cale.
Enseguida, al pasar Meatyard a estar al cargo del reparto de los medicamentos, hasta las peores ocasiones de calamidades y angustias se convirtieron en algo silenciosamente metódico.
De noche, en el gabinete del Enfermero Jefe Gromek, al lado de la sala, Meatyard le hablaba y escuchaba con atención todas sus congojas. Al cabo de algunas semanas, Meatyard había alimentado todos los resentimientos depositados en el alma del enfermero, y especialmente uno. Decir que aquel Enfermero Gromek era feo sería poco amable, pero cierto. En parte, eso era lo que los había unido: Gromek sentía pena por Meatyard porque era feo del mismo modo que lo era él. Esa piedad fue para Meatyard una manera de entrarle, y pronto averiguó la debilidad que tenía Gromek y que yacía debajo de sus decentes cualidades y gobernaba todo lo demás: era un hombre con disposición para amar, y sin embargo no era amado por nadie. Le importaban las mujeres, pero a las mujeres no les importaba él. Cuando Meatyard se dio cuenta de esto, supo sacarle partido. Podía sentir la decepción y el resentimiento que había tras la aparente resignación de Gromek al hecho de que nadie lo quisiera. Pudo ver la furia que albergaba en realidad.
—No es justo —dijo Meatyard, bebiendo té y comiendo una tostada en el gabinete— que a las mujeres no les importe que se las mire si piensan que el que las mira es guapo. Pero si no les gusta la cara de uno, entonces solo por mirarlas os consideran un tío guarro, un viejo verde asqueroso que babea observando a las chicas. Exhiben sus tetas para todos, salvo para vos y para mí. Nosotros no somos dignos de mirar.
Después de unas semanas haciéndole este tipo de razonamientos, Gromek estaba que echaba chispas de rabia, y a Meatyard le resultaba ya tan fácil jugar con él como con una pelota. Enseguida Gromek, un hombre que estaba habituado a que las mujeres lo trataran muy mal, empezó a llevarse a su gabinete mujeres de la sala de al lado. Acostumbradas a ser tratadas con bondad en la abadía, aquellas mujeres eran confiadas y quedaban sin supervisión durante la noche, porque estaban entre los casos más leves de locura. Meatyard persuadió a Gromek para que se las llevara a su pequeño gabinete sabiendo que podría cerrar la boca de los pacientes que escucharan al otro lado. Además, los internos de aquella sala estaban locos de atar, repletos de historias de terrores infernales que acontecían tan solo en sus torturadas mentes. Ahora Meatyard les proporcionaba experiencias reales. Adonde él iba era el infierno, pero ese infierno constituía un cielo para sí mismo. En el hecho de ser Kevin Meatyard no había una furiosa desesperación, ni tampoco había en su alma tormentos que le hicieran vengarse contra un mundo cruel. Lo que había era puro gozo, el placer de infligir dolor, de atormentar almas, de violar… Le encantaba ser el que era.
De noche los lunáticos oían gimotear suavemente a las chicas: a Meatyard le gustaban los gritos, pero era importante guardar silencio. Había algún grito de pánico ocasional, y en respuesta algún gañido de algún loco en la sala que pensaba que se trataba de la llamada de sus propios demonios, que por fin llegaban para llevárselo. De vez en cuando, Meatyard salía a fumar, balanceando juguetonamente el guijarro en su trocito de cuerda, y charlaba con Cale, que yacía en la cama observando las vigas del techo y la negrura del fondo.
—Tomáoslo con calma —le aconsejó Meatyard a Cale—. Pero si no podéis tomároslo con calma, tomáoslo como podáis.
Fue precisamente durante uno de aquellos descansos en que Kevin Meatyard había dejado a Gromek en su gabinete para que aprovechara su turno solo con una chica, y le daba caladas al tabaco, ofreciéndole a Cale el regalo de sus opiniones, cuando las cosas tomaron un rumbo inesperado.
—Tenéis que tener la actitud correcta —le estaba diciendo Meatyard a Cale, quien, como de costumbre, miraba al vacío que se extendía sobre él—. Tenéis que hacer lo mejor que podáis hacer. No sirve de nada quedaros ahí tumbado, sintiendo pena por vos mismo en la vida. Ese es vuestro problema. Lo que tenéis que hacer es apechugar con ello, como yo. Si no lo podéis hacer, entonces no estáis en el mundo. Este mundo es una pocilga, y simplemente tenéis que aceptarlo. Como yo, ya veis.
No esperaba respuesta, ni la obtuvo.
—¿Qué queréis, Gibson?
Esta pregunta se dirigía a un hombre que andaría cerca de los cincuenta, y que se había colocado junto al hombro de Meatyard. El hombre no dijo nada, pero le clavó en el pecho un cuchillo de palmo y medio de largo. Meatyard saltó a un lado, aguantando el horrible dolor, mientras Gibson intentaba recuperar el cuchillo, sacándolo del pecho de Meatyard. Era un cuchillo de cocina malo, que uno de los hombres de la sala había encontrado oxidándose en la parte de atrás de un armario viejo del fogón exterior. Horrorizado y desconcertado, Meatyard cayó al suelo, y en un instante media docena de lunáticos se hallaban encima de él, sin dejarlo levantarse. Cale, mientras tanto, se dio la vuelta en la cama, dándole la espalda a la tragedia, débil y tembloroso a causa de una reciente visita de Nanny Powler, Martini y el resto de sus demonios. Observó cómo cuatro hombres entraban en el gabinete anexo y sacaban de él a la sala al Enfermero Jefe Gromek, cuyos movimientos se veían muy entorpecidos por los pantalones, que llevaba bajados a la altura de los tobillos, y de los cuales intentaba liberarse.
Los lunáticos habían decidido matar a Gromek primero para darle a Kevin Meatyard la ocasión de apreciar correctamente lo que le esperaba, y darle una leve muestra en esta vida de los horrores que le aguardaban en la siguiente, por toda la eternidad.
El terror puede o debilitar a los hombres o volverlos milagrosamente fuertes. Liberando una pierna de los pantalones que llevaba en torno a los tobillos, Gromek logró encontrar fuerzas, pese a los hombres que lo sujetaban, para correr tambaleándose por la sala hasta la puerta cerrada, pidiendo ayuda a gritos mientras corría. El lunático que tenía el brazo alrededor del cuello de Gromek lo pasó inmediatamente a la boca, sofocando los gritos lo suficiente para hacer que cualquiera que pasara pensara que no era más que un paciente que empezaba con las suyas. Como quien camina corriente arriba por las aguas de un río, los cinco avanzaban por la sala tambaleándose, y después dos más agarraron las piernas de Gromek hasta que cedieron las fuerzas que le proporcionaba el pánico y cayó al suelo. Decididos a apartarlo de la puerta para volver a llevarlo donde estaba Meatyard, inmovilizado en el suelo, empezaron a arrastrar a Gromek por el pasillo central. Mientras esto ocurría, Kevin Meatyard gritaba fuerte pero con calma la lista de las cosas que iba a hacer a sus captores cuando se soltara:
—¡Os volveré a meter por la raja de vuestra puta madre, os mearé en la garganta, os follaré por las orejas!
En cuanto colocaron a Gromek delante de Meatyard, lo incorporaron y lo pusieron de espaldas a la pared, para que pudiera ver bien la muerte de Gromek.
Sin el cuchillo de cocina, los lunáticos necesitaban volver a pensar. Naturalmente, de la sala se llevaban siempre cualquier cosa que se pudiera emplear como arma. Pero aunque las patas de las camas estuvieran cuidadosamente sujetas con tornillos, lograron desatornillar una. Mientras Gromek seguía forcejeando, gruñendo y jadeando, uno de los lunáticos lo agarró por debajo de la barbilla y tiró de la cabeza hacia arriba para exponer la garganta y que dos de los otros pudieran apretarle la pata de la cama contra el cuello. Un terrible grito ahogado surgió de lo hondo del pecho de Gromek al tiempo que comprendía lo que iban a hacer. De nuevo el terror le dio una fuerza poco natural, y esto, combinado con el sudor que le caía de la cara, hizo que al hombre que le sujetaba la barbilla se le resbalara la mano. Siguieron dos intentos más mientras Meatyard, que lo observaba todo, seguía con sus amenazas (¡os voy a arrancar las ciruelas a mordiscos y metéroslas por los ojos!), pero hasta él se quedó mudo cuando doblaron hacia atrás el cuello de Gromek y le presionaron contra la tráquea la pata de la cama, sujeta a cada lado por un hombre arrodillado. No fue rápido. Los sonidos que producía el estrangulamiento y presión de la carne no eran de este mundo. Cale estaba paralizado viendo las manos de Gromek, que se movían y temblaban en el aire, uno de cuyos dedos apuntaba y se agitaba como si le estuviera echando una bronca a un niño. Al cabo de lo que parecía un siglo, las manos temblorosas se tensaron un instante, y después cayeron de repente hacia el suelo. Los lunáticos arrodillados se quedaron donde estaban durante un minuto entero, y después se pusieron lentamente en pie. Miraron a Kevin Meatyard, que yacía inmovilizado con la espalda contra la pared.
Cuando iban hacia él, Cale les gritó:
—Tened cuidado. Aseguraos de que lo tenéis bien sujeto. No dejéis que se ponga de pie.
Pero ¿por qué prestar atención a las advertencias de un muchacho que no había hecho hasta entonces más que permanecer tendido en la cama, y sufriendo arcadas durante un par de horas al día? Se fueron hacia Meatyard. Los seis lunáticos que lo agarraban lo pusieron en pie y, sabiendo que esa era su única oportunidad, Meatyard aprovechó el impulso de levantarlo y, empleando todas sus demenciales fuerzas, logró soltarse. Entonces agarró con los brazos al estupefacto pequeño Brian y corrió por la sala empleando al chico como ariete. Llegó a la puerta y se volvió hacia los demás, mientras los locos empezaban a rodearlo en semicírculo. Apretó el cuello del niño y le hizo gritar de miedo y dolor.
—¡Quedaos donde estáis o le rompo el puto cuello! —Entonces empezó a lanzar coces contra la puerta, metiendo el mismo ruido que si intentara salir un gigante—. ¡Socorro! —gritaba sin parar de soltar patadas contra la puerta—. ¡SOCORRO!
Entonces se asustaron los lunáticos, porque si Meatyard se escapaba estarían perdidos. Habían planeado decir que los dos se habían peleado discutiendo quién tendría primero a la chica, y que ellos habían matado a Meatyard intentando salvar a Gromek.
Pero con Meatyard libre y solo con la palabra de unos lunáticos asesinos contra él, los mandarían a todos al manicomio de Belén, donde los afortunados morían el primer año y los desafortunados vivían más.
—Liquidadlo —dijo Cale abriéndose camino entre los hombres que rodeaban a Meatyard.
—Le romperé el cuello —dijo Meatyard.
—Me da igual lo que le hagáis, con tal de que lo liquidéis.
Es una verdad como un templo que no es cierto que todos los abusadores sean cobardes, y eso se demostraba en el caso de Kevin Meatyard. Tenía miedo porque motivos no le faltaban, pero era dueño de su miedo tanto como pueda serlo cualquier hombre valiente, pues era valiente aunque sin alardear de ello. Tampoco era idiota, y le llamó enseguida la atención la peculiaridad de la insolencia de Cale. Cale era una de sus víctimas, y ya sabía cómo se comportaban las víctimas. Pero por segunda vez esa noche no se comportaban como deberían hacerlo, ni (para ser justos con Meatyard) como solían hacerlo. Cale se comportaba de modo extraño, y eso en un sentido muy extraño.
—Podemos librarnos todos de esto —mintió Cale.
—¿Cómo?
—Podemos decir que fue Gromek quien tomó a la chica y que todos nosotros, incluido vos, avergonzados de que tal cosa sucediera aquí, nos vimos obligados a arrancarlo de ella, y que él murió en la lucha. La chica confirmará esa versión. —Miró por encima del hombro, aún moviéndose lentamente hacia delante—. ¿Vos no?
—¡No, no lo haré, me cago en…! —gritó la chica—. ¡Quiero que lo ahorquen!
—Ella entrará en razón, ahora está un poco enfadada.
Todo el tiempo, Cale se iba acercando al receloso pero esperanzado Meatyard, cuya mente soltaba chispas, tratando de decidir qué haría.
—Casi le arrancan el cuello —dijo Meatyard—. Nadie se va a creer que murió por accidente. Asumiré los riesgos.
Volvió a dar coces en la puerta, y ya había pronunciado la primera sílaba de la palabra «socorro» cuando Cale le golpeó en la garganta con todas sus fuerzas. Por desgracia para Cale y los lunáticos, «todas sus fuerzas» no eran gran cosa. Fue la precisión del golpe lo que hirió a Meatyard, le hizo saltar a la izquierda y causó que la parte de atrás de la cabeza del pequeño Brian pegara contra la hoja oxidada que le salía del pecho. Al sentir el terrible dolor que le ocasionaba el cuchillo, soltó al pequeño Brian. Cale pegó con el pulpejo de la mano en medio del pecho de Meatyard. Cuando tenía diez años un golpe suyo hubiera derribado a Meatyard como si estuviera sobre una trampilla, pero ya no tenía diez años. Meatyard atacó y falló, pero a continuación descargó un tortazo a un lado de la cabeza de Cale, que cayó como si le hubiera atacado un oso. La sangre se le subió hasta las orejas, y la poca fuerza que tenía en los brazos se le convirtió en un hormigueo. Meatyard dio dos pasos, y le habría dado a Cale una patada lo bastante fuerte para mandarlo al otro mundo de no ser porque quedaba todavía un poco de fuerza en las piernas de Cale, con la cual derribó el pie sobre el que se sostenía Meatyard, que cayó en el suelo de madera dándose un buen trompazo. Afortunadamente para Cale, Meatyard estaba sin aliento, así que tuvo tiempo para ponerse en pie. Sentía zumbidos en la cabeza, los brazos le temblaban. Le quedaban fuerzas para asestar un puñetazo, pero no muy fuerte.
En la lucha, los lunáticos se habían echado atrás, como si el repentino liderazgo de Cale les hubiera robado la voluntad colectiva que los había llevado hasta allí. Fue la chica quien los salvó.
—¡Ayudadlo! —gritó, corriendo hacia allí y saltando encima de Meatyard.
Esto decidió a Meatyard a poner en práctica su plan más desesperado, en el que había estado pensando cuando, con los pelos de punta, se había visto obligado a contemplar cómo estrangulaban hasta la muerte al pobre Gromek. Agarró a la chica y la blandió como un garrote contra los tres hombres que le cerraban el paso hacia el ventanal que se hallaba al otro lado de la sala. Lo dejaron pasar porque lo que importaba era que no se acercara a la puerta. Cualquier otro sitio al que fuera sería una trampa, así que le dejaron retroceder hasta el ventanal y volvieron a rodearlo por última vez. Antes, la desesperación y el no tener nada que perder les había proporcionado un coraje temerario, pero en aquel momento ninguno de ellos quería liar el petate cuando, poniendo un poco de cuidado, la cosa podía terminar bien. Así que le dieron más tiempo para retroceder de lo que podrían haberle concedido de otro modo.
—¡Aprisa! —exclamó Cale a punto de perder el conocimiento, con toda la sangre en las orejas. Sentía como si le fuera a estallar el cerebro.
La mayoría no le oyó. Meatyard se dirigió a la ventana y los lunáticos lo miraron prácticamente inmóviles. Al fin y al cabo, no iba a ir a ninguna parte, pues la ventana estaba cerrada con clavos, si bien no tenía barrotes debido a que estaba en el cuarto piso, a cerca de veinte metros del suelo. Meatyard lo sabía, pero también sabía, gracias a sus voluntarios esfuerzos por ganarse a Gromek limpiando la sala, que había una soga anclada en el muro, enrollada y escondida tras una vieja cómoda. La habían puesto allí muchos años antes, a modo de económica salida de emergencia en caso de incendio.
Los lunáticos vieron cómo se iba hacia el ventanal, y solo despertaron de su sopor al verlo introducir la mano tras la cómoda para extraer la larga soga. Les llevó unos segundos comprender lo que iba a hacer, y entonces se fueron a la vez hacia él. Meatyard derribó la cómoda con un enorme estruendo y, sujetando el extremo de la soga, corrió hacia la ventana, volviéndose solo en el último instante. El marco entero, la mayor parte del cual estaba podrido, cedió, y Meatyard se desvaneció en la noche, la soga corriendo tras él. Se tensó por un segundo, y después se aflojó.
Como nunca se había probado, la soga resultó ser demasiado corta. La consecuencia fue que Meatyard, tras caer por los aires de cabeza, se había parado de golpe a seis metros del suelo, dando en un árbol que interrumpió la caída que de otro modo podría haber acabado con su vida. La buena suerte, el temple de acero y su inmensa fuerza física le permitieron escapar, dolorido y cojeando. Cale lo observó por la ventana rota, mientras él se fundía con la oscuridad. Se volvió y llamó a los lunáticos.
—Lo que ha sucedido esta noche es que los dos trajeron aquí a la chica, y pelearon por ella. ¿De acuerdo? —preguntó Cale.
La chica asintió con la cabeza.
—Meatyard mató a Gromek y cuando intentasteis sujetarlo, se tiró por la ventana, y ya no sabéis más. Ahora, cada uno de vosotros pasará por delante de mí y repetirá lo que acabo de decir. Y si os equivocáis, ya sea ahora o después, no necesitaréis a Kevin Meatyard para que os arranque las ciruelas de un mordisco y os las meta por los ojos.
Mientras las personas bien intencionadas que dirigían el asilo se quedaban espantadas ante la terrible violencia de la muerte del Enfermero Jefe Gromek, no dejó de haber ataques brutales llevados a cabo por pacientes desquiciados. Lo que espantaba más era que Gromek estuviera abusando de sus pacientes de un modo tan repulsivo. Los pacientes que podían pagarse el tratamiento (un pequeño número que debería haber incluido a Cale) eran aceptados en el asilo a cambio de un dinero con el que pagaban por aquellos que no tenían. Era un lugar muy bondadoso (dentro de lo que puede esperarse, razonablemente, que sea una institución de ese tipo), y Gromek había sido visto, al menos hasta la llegada de Kevin Meatyard, como un supervisor poco brillante, pero de fiar. La advertencia de Cale a los lunáticos de que se atuvieran a la historia que había esbozado le enseñó luego a ser más cuidadoso al hacer chistes a gente que no conocía, especialmente a aquellos que no estaban del todo bien de la cabeza y que eran propensos a tratar con la terrible confusión que existía en su mente aferrándose a cualquier cosa que se les dijera con clara e inequívoca determinación. Resultó que la inusual repetición de frases aprendidas sobre el incidente hizo recelar a los superintendentes. Inicialmente, la historia se había aceptado. Al fin y al cabo, era verdad que Gromek había violado a unas cuantas pacientes con la ayuda de Kevin Meatyard, y había sido asesinado, y la persona acusada había huido de un modo desesperado. Pero estaban decididos a escarbar en busca de la verdad, y sin duda habrían logrado averiguar lo que realmente había sucedido cuando los acontecimientos dieron un giro a favor de Cale.
Llegaron entonces Henri el Impreciso e IdrisPukke, que esperaban encontrarlo rodeado de las comodidades por las que habían pagado, y esperaban igualmente que se hallara en pleno proceso de curación.
—¿Siempre tenéis —le preguntó IdrisPukke a Cale cuando lo llevaron a la sala privada que se reservaba para las visitas importantes— que demostrarles a vuestros detractores, de manera que les parezca totalmente infalible, que adondequiera que vais van con vos las calamidades?
—¿Y que siempre hay que celebrar —añadió Henri el Impreciso— un nuevo funeral?
—¿Y qué tal se encuentra hoy —le respondió Cale a Henri el Impreciso— uno de los más grandes errores de Dios?
—Eso sois vos quien lo dice —respondió Henri el Impreciso.
Cale explicó con resentimiento que no solo había llegado a soportar situaciones humillantes para no meterse en problemas, sino que se encontraba demasiado enfermo para meterse en ellos, aunque hubiera querido. Los detalles de los abusos de Meatyard se los guardó para sí.
Les contó la verdad con todo detalle, junto con las mentiras que había hecho contar a todo el mundo para taparla, así como la peculiar mala suerte que, para empezar, le había puesto en la sala de los lunáticos. IdrisPukke salió para ver a la recién nombrada directora del asilo y puso el grito en el cielo por el tratamiento dado a persona tan importante. ¿Qué tipo de institución dirigía ella?, le preguntó, junto con otras preguntas retóricas del mismo tipo. En poco tiempo prometió concluir la investigación de los sucesos de aquella noche, y poner a Cale bajo el cuidado diario personal de su mejor psiquiatra sin coste extra. IdrisPukke exigió y recibió la promesa de reducir a la mitad la tarifa por el tratamiento de Cale.
Su ira no era ni mucho menos completamente simulada. No había esperado encontrarse a Cale restablecido, dada la magnitud de su colapso, pero sí que se había esperado verlo algo mejorado, tanto por el gran afecto que tenía al muchacho como porque quería trabajar con Cale en una estrategia de largo recorrido con respecto a los redentores. Pero Cale no estaba en condiciones ni siquiera de hablar mucho rato sin pararse a descansar y poner en orden sus ideas; y, además, estaba su espantoso aspecto. Cuando Cale reveló de pasada que aquel era un día inusualmente bueno, IdrisPukke comprendió que la ayuda que necesitaban de él desesperadamente podría llegar demasiado tarde, si es que llegaba algún día.
IdrisPukke le pidió a la directora que mandara venir a la psiquiatra que iba a encargarse de Cale para quedarse tranquilo con respecto a su valía. La directora, sabiendo que IdrisPukke tenía que irse al día siguiente, le respondió que la psiquiatra estaba de retiro espiritual y no regresaría en otros tres días.
—Es anomista —explicó la directora.
—El término no me resulta familiar.
—Trata la anomía, las enfermedades del alma, hablando, a veces durante horas en un día, y durante bastantes meses. Los pacientes lo llaman «curación por la charla».
Podía estar seguro, le dijo la directora, de que ella era una curadora de habilidad poco común, y que había hecho progresos hasta con los casos más intratables.
Aunque no estaba seguro de creerla en lo que se refería a aquel «retiro espiritual» tan oportuno, IdrisPukke podía notar la sinceridad de la admiración de la directora por aquella mujer supuestamente ausente. Este detalle le infundió más esperanzas (en parte por su propio deseo de creerlo) de lo que su naturaleza pesimista le hubiera permitido normalmente. Ese pesimismo se hubiera visto reafirmado completamente si hubiera visto que, cinco minutos después de salir para volver a ver a Cale, llamaban a la puerta de la directora, y la abrían incluso antes de que ella pudiera decir «adelante». La mujer que entró, si es que era una mujer, tenía un aspecto muy curioso, y sostenía en la mano izquierda algo tan extraño que ni siquiera IdrisPukke, con todas sus muchas experiencias de lo singular y lo fantástico, había visto nunca nada parecido.