Era a mitad de la mañana, y Cale estaba esperando un nuevo ataque de locura. Era una sensación parecida a esa tan desagradable que se tiene antes de que la vomitera saque fuera de uno los venenos de una comida tóxica, la sensación de que hay una criatura horrible, casi viva, que cobra fuerzas entre las propias tripas. Tiene que llegar, pero se tomará su propio tiempo, el que la criatura quiera, no el que quiera el dueño de las tripas. Y la espera será peor que la vomitona. Venía de camino un ogro al que traían demonios: Legion, Pyro, Martini, Leonard, Nanny Powler y Burnt Jarl, todos pegando gritos en la pobre panza de Cale.
De cara a la pared, con las rodillas pegadas al pecho, esperando a que todo terminara, sintió un fuerte empujón en la espalda. Se volvió.
—Estáis en mi cama.
El que le hablaba era un joven alto cuya ropa daba la impresión de estar rellena no de carne, sino de grandes patatas deformes. Pese a toda su torpeza, transmitía una sensación de fuerza.
—¿Qué?
—Que estáis en mi cama. Largo.
—Esta es mi cama. La tengo desde hace semanas.
—Pero la quiero yo, así que ahora es mía, ¿habéis entendido?
Por supuesto que Cale había entendido. Los días en que era invencible habían acabado por el momento. Cogió sus escasas posesiones, las metió en su saco, se fue a un rincón que estaba libre, y sobrellevó su ataque de rabia con toda la calma posible.
En el Leeds Español, Henri el Impreciso iba de regreso a su alcoba en el castillo, protegido hasta las puertas por cuatro de los esbirros de Cadbury, y con una promesa de ayuda financiera hecha por su nuevo amigo en el asunto de los purgatores. Henri el Impreciso detestaba a todos y cada uno de los ciento cincuenta antiguos redentores que Cale había salvado del cuchillo de Brzca, por la simple razón de que, a su modo de ver, seguían siendo redentores. Pero eran valiosos porque ahora seguirían a Cale adonde fuera, bajo la completamente errada creencia de que él era su gran jefe, y de que les tenía tanta devoción como ellos le tenían a él. Cale los había usado para abrirse camino por la frontera suiza, con la intención de abandonarlos en cuanto él y Henri el Impreciso estuvieran a salvo. Pero Cale comprendió enseguida que, por mucho que odiara verlos, controlar tantos soldados entrenados que estaban deseando morir por él sería sumamente útil en los violentos tiempos que estaban por venir. Había un punto débil en el plan de Cale: cómo pagar la ruinosa cantidad de dinero que costaba mantener a tantos hombres inactivos mientras esperaban que empezara la guerra. Que, por supuesto, podría no empezar. Habiéndose ido Cale, Henri el Impreciso necesitaba con toda urgencia dinero para mantenerse a sí mismo y mantener a los purgatores. También necesitaba un amigo. Y había encontrado ambas cosas en Cadbury, que pensaba que era importante contar con alguien que estuviera en deuda con él, y al que tal vez podría recurrir en aquellos tiempos inciertos. Estaba claro que Henri el Impreciso no estaba dispuesto a comentar el paradero de Cale, y que no le sacaría más que el hecho de que se encontraba enfermo, y que regresaría al cabo de unos meses. Cadbury era demasiado listo para despertar sospechas en Henri el Impreciso presionándolo. En vez de hacer preguntas, se ofreció a ayudarlo, que era una táctica que siempre funcionaba bien.
Ahora Kitty tenía influencia sobre alguien que conocía y comprendía a los purgatores y que poseía información sobre el paradero de Thomas Cale. Esa información podría resultar importante a su debido tiempo, y ahora sabía dónde obtenerla si resultaba necesario. Kitty la Liebre era una persona de inteligencia, pero también de considerable instinto. En lo que se refería a Cale, compartía la creencia de Bosco en sus extraordinarias posibilidades, aunque no en el origen sobrenatural de ellas. Pero las noticias de la enfermedad de Cale, pese a lo vagas que fueran, hacían que tuvieran que revisarse los planes que tenía Kitty respecto a él. O tal vez no. Eso dependería del tipo de enfermedad de que se tratara. Se acercaban tiempos peligrosos y desesperados, y Kitty la Liebre tenía que prepararse para ellos. La potencial utilidad de Thomas Cale era demasiado grande para que el problema de su actual enfermedad (de la que seguramente se recuperaría, teniendo en cuenta su edad) hiciera perder todo el interés en él.
Kitty tenía fama de meter el pulgar en todas las balanzas y el índice en todas las tartas, pero aquellos días tenía la cabeza puesta en lo que se cocinaba en el castillo de Leeds, la gran torre que hacía cosquillas a los cielos por encima de la ciudad. La fama que tenía de no haber necesitado defensa en más de cuatrocientos años se veía ahora amenazada, y el rey Zog de Suiza y Albania había llegado para hablar sobre su defensa con el Canciller Bose Ikard, un hombre que le disgustaba (su bisabuelo había sido comerciante), pero sin el cual sabía que no podía apañárselas. Se decía de Zog que era inteligente en todo salvo en las cosas de importancia, y este era un insulto peor de lo que parecía, pues implicaba que su sabiduría se limitaba a la habilidad de enfrentar entre sí a sus favoritos, incumplir las promesas, y recibir sobornos por medio de sus subalternos. Si los pillaban, sin embargo, hacía tales alharacas castigándolos y expresando la más contundente indignación ante aquellos delitos que normalmente tenía más fama de honrado que de otra cosa.
Todos los pijos con poder, los encopetados, los quién es quién de la sociedad que se habían reunido en el castillo de Leeds para discutir la posibilidad de librarse de la guerra que se venía encima querían llegar a ser favoritos, si no lo eran ya; o de seguir siéndolo si ya lo eran. Sin embargo, había muchos a los que les desagradaba Zog por principio. Se mostraban especialmente agitados en la gran reunión porque en su camino a Leeds él había metido sus reales narices en una investigación municipal de un pequeño pueblo (era un metomentodo incansable en los asuntos menores del estado) concerniente a la acusación de que un refugiado recién llegado de la guerra era, en realidad, un espía de los redentores. Convencido de la culpabilidad del hombre, Zog había detenido los procedimientos y ordenado su ejecución. Esto molestó a muchos prohombres porque les recordaba la naturaleza frágil de las leyes que los protegían; si, como dijo uno de ellos, un hombre puede ser colgado antes de juzgado, ¿cuánto falta para que un hombre pueda ser colgado antes de que haya cometido el delito? Además, aunque fuera culpable, era una evidente estupidez molestar a los redentores colgando a uno de ellos mientras había todavía, según esperaban, posibilidades de paz. La actuación del rey era al mismo tiempo ilegal, irreflexiva y provocadora.
Zog era de natural miedoso, y la noticia que le dieron sus espías de que un famoso par de asesinos había sido visto en la ciudad lo había turbado hasta el punto de que había entrado en el gran salón de reuniones llevando una chaqueta reforzada con un forro de cuero, como protección contra un ataque a cuchillo. Se decía que su miedo a los cuchillos venía del hecho de que el amante de su madre había sido apuñalado en presencia de la madre, que estaba embarazada de Zog, motivo que explicaba también que tuviera las piernas arqueadas. Esa debilidad particular también le hacía apoyarse en los hombros de su favorito principal, que por aquellos días era el muy despreciado Lord Harwood.
Estaban presentes tal vez cincuenta aristócratas de la sociedad suiza, la mayoría de los cuales irradiaban estúpida sumisión, como suele hacer todo el mundo en presencia de la realeza. El resto observaba con mucho odio y desconfianza cómo su monarca recorría el pasillo del gran salón arrastrando los pies, apoyado en Harwood y toqueteando con la mano izquierda las proximidades de las ingles de su favorito, hábito este que resultaba más pronunciado cada vez que se ponía nervioso. Zog tenía la lengua demasiado grande para la boca, por lo que comía con unos modales espantosos según IdrisPukke, que en tiempos mejores había cenado con él a menudo. Como no se preocupaba mucho por cambiarse de ropa, uno sabía qué era lo que había engullido los últimos siete días, decía IdrisPukke, con solo fijarse en la pechera de su camisa.
Tras darle muchas vueltas, Bose Ikard comenzó un discurso de cuarenta minutos en el que expuso la situación presente en relación con las intenciones de los redentores, concluyendo que, si bien no se podía descartar la posibilidad de la guerra, había importantes razones para creer que Suiza podría seguir manteniendo su neutralidad. Entonces, como un mago que se sacara no ya un conejito, sino una jirafa del sombrero, cogió un papel de su bolsillo interior y lo agitó ante los presentes.
—Hace dos días me entrevisté con el mismísimo Papa Bosco, a solo quince kilómetros de la frontera, y aquí hay un documento que lleva su nombre además del mío. —Hubo gritos contenidos, y hasta algún hurra por adelantado. Pero en el rostro de Vipond y en el de IdrisPukke solo había consternación—. Me gustaría leéroslo: «Nos, el Pontífice de la Fe Verdadera, y Canciller de todas las Suizas por consentimiento del Rey de Suiza, accedemos a reconocer que la paz entre nosotros es de primera importancia». —Hubo un estruendo de aplausos, algunos de ellos espontáneos—. «Y…». —Más aplausos—. «Y acordamos que no debemos volver nunca a la guerra el uno contra el otro».
Los gritos de alegría ascendieron hasta el techo y volvieron a bajar en un eco.
—¡Oíd, oíd! —gritaba alguien—. ¡Oíd, oíd!
—«Resolvemos que el diálogo será el medio que emplearemos para dirimir cualesquiera cuestiones de importancia que conciernan a nuestros dos países, y resolver toda posible fuente de diferencias, todo ello con el propósito de mantener la paz».
Se oyeron hurras por el Canciller Ikard, y un coro que cantaba «Es un muchacho excelente…» por todo el salón.
Entre todo aquel alboroto, IdrisPukke pudo murmurar al oído de Vipond:
—Tenéis que decir algo.
—No es el momento —respondió Vipond.
—No habrá otro. Tenéis que detener esto.
Vipond se puso en pie.
—Puedo decir sin ningún tipo de dudas que el Papa Bosco tiene otro documento —dijo Vipond—, en el cual establece el plan general para atacar Suiza y acabar con su rey.
Se oyeron entonces entre la gente esos rumores que con toda claridad significan que acaban de oír algo que no les interesa.
—Estamos negociando términos de paz aceptables —dijo Bose Ikard—, con un enemigo que sabemos que es violento y está bien preparado. Me sorprendería mucho si el Papa Bosco no tuviera ese plan que mencionáis.
El murmullo fue entonces de sofisticada aprobación: era tranquilizador contar con un hombre que estaba negociando la paz de modo tan realista. Un hombre como aquel no se dejaría engañar haciéndose vanas ilusiones. Más tarde, cuando el encuentro llegó a su final y los asistentes salieron meditando sobre lo que habían oído, el rey Zog se volvió hacia su Canciller. Ikard esperaba, y tenía buenos motivos para ello, ser felicitado por tratar con tanta habilidad con un oponente como Vipond.
—¿Quién —preguntó el rey con lengua vibrante de emoción— era ese asombroso joven que estaba de pie detrás de Vipond?
—¡Ah! —Una pausa—. Ese era Conn Materazzi, el marido de la duquesa Arbell.
—¿De verdad? —dijo Zog sin aliento—. ¿Y qué tipo de Materazzi es? —Con esto se refería a si era uno del clan en general, o de la línea directa de descendientes de William Materazzi, conocido como el Conquistador, o el Bastardo, dependiendo de si se había apoderado de la propiedad del que lo mencionaba, o se la había entregado.
—Es un descendiente directo, según creo.
Hubo un suspiro de satisfacción por parte de Zog. Lord Harwood lanzó una mirada fulminante de resentimiento. El favorito del rey, el que firmaba sus cartas al rey como «Davy, vuestro más humilde perro y esclavo», tenía de repente un rival.
Un secretario privado, algo vacilante, se acercó al rey con mucho sigilo.
—Majestad, el pueblo grita que quiere que os asoméis a la gran galería.
Aquella impresionante terraza, conocida como El Balcón de los Sicofantes[1], había sido construida doscientos años antes para mostrar al pueblo a la muy adorada novia española del rey Enrique II. Daba a una vasta avenida en la que podían congregarse más de doscientas mil personas para adorar al monarca.
Zog suspiró:
—El pueblo no se dará por satisfecho hasta que me baje los pantalones y les enseñe el culo.
Se dirigió hacia el gran ventanal y la terraza que había del otro lado, diciéndole a Bose Ikard como quien no quiere la cosa:
—Decidle al joven Materazzi que venga a verme.
—Sería enviar una señal equivocada a muchos, incluido el Papa Bosco, si vierais en persona a la duquesa Arbell.
El rey Zog de Suiza y Albania se detuvo y se volvió hacia su Canciller.
—Por supuesto que sería un error, ¡a mí me lo vais a decir, perrito! ¿Quién ha mentado para nada a Arbell Materazzi?
Apenas había llegado Conn a los apartamentos de su esposa cuando el más importante lacayo de Zog, el Señor Guardián Saint John Fawsley, llegó para ordenarle que se presentara ante el rey al cabo de dos días, a las tres en punto de la tarde. El Señor Guardián era conocido por los príncipes y princesas de más edad como el Señor Chupamedias: como hace la realeza de todas partes, los de Suiza exigían sumisión y al mismo tiempo la despreciaban. Se decía que al oír su apodo él se emocionó por la atención que se dignaban prestarle.
—¿A qué vendrá todo esto? —se preguntó desconcertado Conn cuando él se había ido—. El rey no dejaba de mirar hacia mí poniendo los ojos en blanco con tal disgusto que estuve a punto de levantarme e irme. Y ahora quiere tener audiencia conmigo en privado. Me negaré a menos que invite a Arbell.
—No, no os negaréis —dijo Vipond—. Iréis y os gustará. Ved qué es lo que quiere.
—Yo diría que es evidente. ¿No lo visteis cómo jugueteaba con los dedos alrededor de las ingles de Davy Harwood? Yo tenía que hacer esfuerzos para no apartar los ojos.
—No os preocupéis, señor —dijo IdrisPukke—. El rey recibió un susto tremendo cuando estaba en el vientre materno, y por eso es un hombre muy peculiar. Pero si es verdad que siente afición por vos, entonces esa es la mejor noticia que hemos tenido en mucho tiempo.
—¿Qué queréis decir con lo de sentir afición por mí?
—Ya sabéis… —le provocó IdrisPukke—. Si os mira con extremo favor…
—No le escuchéis —dijo Vipond—. El rey es excéntrico. Dado que es el rey, no lo llamaremos nada más. Salvo por un exceso de familiaridad con vuestra persona, no tenéis nada de lo que preocuparos. Tan solo tenéis que soportar su excentricidad por las razones que os ha referido mi hermano.
—Creí que no debía escuchar a IdrisPukke.
—Entonces escuchadme a mí. Tenéis la oportunidad de hacernos a todos un gran favor. Dios sabe que lo necesitamos.
Arbell, todavía rolliza pero pálida tras el nacimiento de su hijo, alargó la mano desde el lecho y le cogió la suya a Conn.
—Id a ver lo que quiere, amor mío. Sé que usaréis vuestro buen juicio.