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Los dos Trevor, Lugavoy y Kovtun, habían pasado una semana frustrante en el Leeds Español intentando descubrir el modo de atrapar a Thomas Cale. Se habían visto constreñidos por la cautela a que les obligaba la ciudad de Kitty la Liebre (que es lo que había llegado a ser). No había que molestar a Kitty, y no querían que él se enterara de lo que se traían entre manos. A Kitty le gustaba ser sobornado, y ellos no tenían ganas de pagar la cantidad de dinero que les pediría a cambio de permitirles operar en sus dominios: aquel sería su último trabajo, y no tenían ninguna intención de repartir la recompensa con Kitty la Liebre. Las preguntas tenían que hacerlas con discreción, lo cual no es fácil cuando uno está acostumbrado a sembrar el miedo, y cuando las amenazas son la moneda de cambio que uno utiliza. Los dos estaban empezando a considerar la posibilidad de emplear métodos más brutales cuando finalmente la discreción dio sus frutos. Oyeron hablar de una joven costurera de la ciudad que trataba de conseguir mejores clientes ufanándose, con toda sinceridad, de que ella había hecho el elegante traje que Thomas Cale había vestido en su muy malhumorada aparición en el banquete real ofrecido en honor de Arbell Materazzi y su esposo Conn.

¿Quién sabe qué útil información podría habérsele escapado a Cale mientras se dejaba medir la entrepierna? Los sastres eran una fuente de información casi tan buena como los sacerdotes, y solían ser más fáciles de manipular, pues las almas inmortales de los sastres no incurrían en graves riesgos por chismorrear un poco: no existía tal cosa como el voto de silencio del vestidor. Pero resultó que la joven costurera no era tan fácil de intimidar como se esperaban.

—No sé nada de Thomas Cale, y si supiera algo no os lo diría. Marchaos.

Esta respuesta implicaba que ocurriría una de dos cosas. Trevor Kovtun se había resignado a cometer una atrocidad de algún tipo, con Kitty la Liebre o sin él. Cerró la puerta de la tienda y bajó el cierre a la ventana abierta. La costurera no perdió el tiempo diciéndoles que pararan. Ellos bajaron la voz mientras hacían su trabajo.

—Ya estoy cansado de hacer lo que tenemos que hacer con esta chica —comentó Trevor Lugavoy. Esto era verdad, y al mismo tiempo una estrategia para aterrorizarla—. Espero de verdad que este sea nuestro último trabajo.

—No digáis eso. Si decís que será el último, entonces algo irá mal.

—¿Queréis decir —le preguntó Lugavoy— que nos estará escuchando algún poder sobrenatural que frustrará nuestras presunciones?

—A veces no viene mal actuar como si hubiera Dios. No tentéis a la providencia.

Trevor Kovtun se fue hacia la costurera, que ya había comprendido que le iba a suceder algo espantoso.

—Vos parecéis una chica lista: tenéis vuestra propia tienda, una lengua afilada dentro de la boca…

—Llamaré al badiel.

—Demasiado tarde para eso, mi niña. No habrá badieles en el mundo al que estamos a punto de enviaros. Ni defensores ni protectores, nadie que cuide de vos. Aquí en la ciudad creísteis que estaríais a salvo, más o menos. Pero como sois una chica inteligente habréis sabido que había cosas horribles ahí fuera.

—Y nosotros somos esas cosas horribles.

—Sí, somos una mala noticia.

—Muy mala.

—¿Le haréis daño? —preguntó ella, buscando una salida.

—Lo mataremos —dijo Trevor Kovtun—. Pero hemos prometido hacerlo lo más aprisa posible. No habrá crueldad, solo muerte. En cuanto a vos, vos misma podéis elegir si queréis seguir viva o morir.

Pero ¿de verdad tenía alguna posibilidad de que la dejaran viva?

Más tarde, al salir de la tienda, Kovtun comentó que, tan solo un año antes, habrían matado a la chica de un modo tan indescriptiblemente cruel que cualquier posibilidad de resistencia a sus investigaciones se habría evaporado como una llovizna de verano en las enormes planicies saladas de Utah.

—Pero eso era hace un año —respondió Trevor Lugavoy—. Además, tengo la sensación de que estamos agotando las muertes. Es mejor ser ahorrativo. Cale debería ser nuestro último servicio.

—Lleváis diciendo que deberíamos dejarlo desde que empezamos.

—Pues ahora lo digo en serio.

—Bueno, no deberíais haberme dicho nada sobre dejar el oficio hasta que lo hubiéramos hecho, de ese modo simplemente habríamos terminado. Pero al decir que este debe ser nuestro último trabajo, lo habéis convertido en un evento. Si queréis llamar la atención de Dios, no tenéis más que contarle vuestros planes.

—Si hubiera un Dios interesado en meter las narices en nuestros asuntos, ¿no creéis que ya nos habría parado los pies? O Dios interviene en la vida de los hombres, o no lo hace. No hay camino de en medio.

—¿Cómo lo sabéis? Sus designios podrían ser misteriosos.

Eran hombres con experiencia, acostumbrados a las dificultades, y no se sorprendieron mucho al enterarse de que Cale se había ido a otra parte por razones que la muchacha no había dejado claras. Pero tenían el nombre de Henri el Impreciso, una buena descripción de un chico con una cicatriz en el rostro, y la convincente seguridad de que sabría exactamente dónde había ido Cale. Siguieron tres días de merodear por allí, haciendo sus nada sospechosas preguntas e intentando no llamar la atención. Al final, lo único que se necesitaba era paciencia.

A Henri el Impreciso le gustaba la gente, pero no el tipo de gente que vive en palacios. No es que no lo hubiera intentado. En un banquete al que había acompañado a IdrisPukke, le habían preguntado, como quien no quiere la cosa, cómo había llegado allí. Pensando que estaban interesados en sus extraordinarias experiencias, él se las contó, empezando con la vida en el Santuario. Pero los detalles de las extrañas privaciones sufridas en el lugar no les fascinaron, sino que les produjeron repulsión. Solo IdrisPukke oyó la timorata exclamación de alguien que comentaba: «¡Santo Dios, menuda gente a la que dejan venir últimamente!». Pero el comentario siguiente fue oído también por Henri el Impreciso. Había mencionado algo sobre trabajar en las cocinas de Menfis, y algún exquisito, tratando de que lo oyeran, dijo arrastrando las palabras: «¡Qué fútil!». Henri el Impreciso captó el tono de desprecio pero no podía estar seguro: no sabía lo que significaba, tal vez fuera una expresión de simpatía y lo hubiera entendido mal. Decidiendo que era hora de irse, IdrisPukke dijo que no se sentía bien.

—¿Qué significa «frutil»? —preguntó Henri el Impreciso de vuelta a casa. IdrisPukke no quería herir sus sentimientos, pero el chico tenía que saber cómo se las gastaba aquella gente.

—Significa insípido, insustancial, por debajo de lo que puede interesarle a una persona cultivada. Hablaba arrastrando las palabras, pero lo que dijo no fue frutil, sino «fútil».

—Entonces ¿no estaba siendo amable?

—No.

Se quedó un minuto callado.

—Me gusta más «frutil» —dijo al fin, aunque la cosa le aflojaba el estómago.

La mayor parte del tiempo, IdrisPukke estaba fuera trabajando para su hermano, de modo que Henri el Impreciso se quedaba solo. Había comprendido ya que no lo aceptaba la sociedad del Leeds Español, ni siquiera sus estamentos inferiores (que eran, de hecho, aún más esnobs que los superiores), así que varias veces por semana se daba un paseo hasta las cervecerías locales para sentarse en una esquina, a veces entablando conversación, pero la mayor parte del tiempo solo comiendo, bebiendo y escuchando cómo disfrutaba otra gente. Estaba demasiado acostumbrado a llevar túnica para sentirse cómodo con cualquier otra prenda y, como Cale, tenía a la costurera para que le hiciera un par de ellas en esa tela que llamaban ojo de perdiz: azul, de trescientos gramos, solapa en pico y bolsillos de fieltro rectos, sin florituras. Le quedaba bastante elegante, pero en el Leeds Español un muchacho de quince años con túnica y una cicatriz fresca en la mejilla no pasaba desapercibido. Los dos Trevor vigilaban a Henri el Impreciso desde el otro lado de la taberna, mientras disfrutaba una pinta de Perro loco, una cerveza que incluso prefería a otras marcas como la Pis en la tapia o la Pata alzada.

Durante las siguientes dos horas, consumiendo la paciencia de los dos Trevor, charló con varias personas de allí y fue acaparado durante media hora por un amistoso borrachín.

—¿Oz guzda el quezo fusido?

—¿Cómo decís?

—¿Oz guzda el quezo fusido?

—¡Ah! —dijo Henri el Impreciso después de una pausa—. ¿Que si me gusta el queso fundido?

—¡Ezo ez lo gue dizsio!

Le daba igual. Para él seguía habiendo algo maravilloso en la charla, los rumores y las risas, salvo por el ocasional mamado llorón o el curda incontinente al que no le aguanta la vejiga. Al cerrar el antro, salió con los demás, beodos unos y sobrios otros. Los dos Trevor lo seguían a prudente distancia.

Estos hombres experimentados no se descuidaban nunca, estaban tan preparados para lo inesperado como si para ellos fuera el pan nuestro de cada día, pero su posición al acercarse a Henri el Impreciso era un poco más peligrosa de lo que imaginaban incluso aquellos cuidadosos asesinos.

La reputación de Cale como épico forajido no había llegado a eclipsar completamente la de Henri el Impreciso. Para los dos Trevor, aquel era un tipo peligroso sin ningún género de duda: conocían su pasado como acólito de los redentores, y sabían que uno tenía que estar increíblemente curtido para hacer lo que él había hecho a la edad de quince años. Pero no esperaban, en verdad, una sorpresa desagradable, aunque estuvieran acostumbrados a ellas.

Quede claro, dos contra uno es una fea proporción, sobre todo cuando es de noche y son los Trevor los dos que quieren intercambiar unas palabritas con uno. Pero Henri el Impreciso ya había adelantado algo: se dio cuenta de que lo estaban siguiendo. Pronto comprendieron su error, se volvieron a esconder en la oscuridad, y lo llamaron:

—Henri el Impreciso, ¿no sois vos? —preguntó Trevor Lugavoy.

Henri el Impreciso se dio la vuelta, dejándoles ver el cuchillo que tenía en la mano derecha, y que en la izquierda dejaba deslizar unas nudilleras que metían miedo.

—No he oído ese nombre en la vida. Largaos.

—Solo queremos deciros una cosa.

Henri el Impreciso abrió la boca como si estuviera muy sorprendido y contento.

—¡Gracias a Dios —dijo—, me traéis noticias de mi hermano Jonathan!

Avanzó un poco. Si Lugavoy, que estaba diez metros por delante de Kovtun, no hubiera sido un asesino de primerísima categoría, se hubiera encontrado el cuchillo de Henri el Impreciso hundido en el pecho. Por desgracia para Henri el Impreciso, Lugavoy retrocedió al instante, alarmado por lo extraño del muchacho que avanzaba y le atacaba. El truco que le había granjeado a Henri el Impreciso su apodo, esa pregunta o respuesta repentina e incomprensible con la que pretendía distraer, le había fallado, aunque por un pelo nada más. Ahora estaban alerta y la balanza de nuevo inclinada a su favor.

—Queremos hablar con Thomas Cale.

—Tampoco he oído nunca ese nombre.

Henri retrocedió. Los dos Trevor se separaron y luego avanzaron: Lugavoy acometería primero, y Kovtun a continuación. Con cuatro acometidas sería suficiente.

—¿Dónde está vuestro amigo?

—Ni idea de lo que me habláis, hombre.

—Decídnoslo y nos volveremos por donde hemos venido.

—Acercaos un poco más y os lo susurro al oído.

No lo matarían de inmediato, por supuesto. El cuchillo hundido seis dedos justo por encima de la costilla inferior bastaría para vencer la resistencia del muchacho y sacarle algunas respuestas.

Nunca en su vida, ni antes ni después, le salvó nadie el pellejo a Henri el Impreciso en el último instante, pero esa noche fue lo que ocurrió. En el silencio casi total de las maniobras del trío, se oyó un potente «¡clic!» que provenía de detrás de los dos atacantes. Los tres conocían perfectamente el sonido del seguro de una ballesta tensada.

—¡Hola, Trevores! —dijo una voz alegre que provenía de algún punto en la oscuridad.

Hubo un momento de silencio.

—¿Sois vos, Cadbury?

—Por supuesto que sí, Trevor.

—No le dispararíais a un hombre por la espalda.

—Desde luego que sí.

Pero aquel no era exactamente el rescate de último segundo tan apreciado por cuentistas y cuenteros y su crédulo público. De hecho, Cadbury no tenía ni idea de quién era el joven que llevaba aquella ropa tan peculiar. No tenía ni idea de si merecía el destino que estaban a punto de ofrendarle los dos Trevor: la gente a la que se pagaba por asesinar tenía la costumbre de cumplir su misión. No lo vigilaba a él sino, y eso solo en cierto modo, a los dos Trevor.

Habían cambiado de idea sobre Kitty después de hablar con la costurera; ya no les podía entrar en la cabeza que su presencia pasara desapercibida para él. Así que se habían comportado con todo respeto a las formas, lo cual quería decir que le habían hecho una visita y, si bien se negaron a explicar en qué consistía su misión en el Leeds Español, le aseguraron a Kitty que los asuntos de ellos no entorpecerían los de él. Pero, tal como Kitty señaló más tarde a Cadbury, ¿quiénes eran ese par de asesinos para saber qué entorpecía y qué no la enorme trama de intereses de Kitty la Liebre? Kitty los invitó a quedarse todo el tiempo que desearan. Los dos Trevor respondieron que con toda seguridad se marcharían antes del lunes siguiente. El resultado fue que, con considerable gasto y cierta dificultad, Cadbury los había mandado vigilar, cosa que no era pan comido. La razón de que se encontrara allí en persona era que sus agentes les habían perdido la pista durante varias horas, y Cadbury se había puesto nervioso.

—¿Y ahora qué? —preguntó Trevor Lugavoy.

—¿Ahora? Ahora os estáis largando de aquí, como ha dicho este joven. Y quiero decir del Leeds Español. Emprended un peregrinaje para pedir perdón por el estercolero de pecados que tenéis a vuestras espaldas. He oído que Lourdes es especialmente horrible en esta época del año.

Y así fue la cosa. Los dos Trevor se dirigieron hacia la pared opuesta a aquella en la que estaba Henri el Impreciso, pero antes de juntarse, el siniestro Lugavoy le hizo un gesto con la cabeza:

—Hasta pronto.

—Habéis tenido suerte, buen hombre —le soltó a Lugavoy Henri el Impreciso—, de que este apareciera cuando lo ha hecho.

Y entonces se fueron.

—Por aquí —dijo Cadbury.

Mientras Henri el Impreciso se colocaba tras él, él soltó la tensa ballesta y con un fuerte «¡TWANG!» la saeta penetró en la oscuridad, rebotando entre las estrechas paredes con chasquidos entrecruzados. Mientras Henri el Impreciso y su no exactamente rescatador ponían pies en polvorosa, una voz distante y levemente molesta les gritaba:

—Tened cuidado, Cadbury, o le sacaréis un ojo a alguien.

Era mala suerte que Cadbury y Henri el Impreciso se encontraran en tales circunstancias. Este último no era ningún tonto, y cada vez lo era un poco menos, pero si alguien te salva la vida, solo el más disciplinado podría dejar de mostrarse agradecido. Y él no era todavía, al fin y al cabo, más que un niño.

El ofrecimiento de Cadbury de acompañarlo aquella noche fue bien recibido, y Henri el Impreciso necesitaba añadir las diversas copas a que él le invitaba a las que ya había tomado. No sorprende, así pues, que le contara a Cadbury mucho más de lo que debería haberle contado. Cadbury era, cuando no estaba asesinando o desempeñando su dudoso cometido al servicio de Kitty la Liebre, una compañía de lo más entretenida, y se mostraba tan capaz y deseoso de afecto y amistad como cualquier otro ser humano. En pocas palabras: él enseguida sintió aprecio por Henri el Impreciso, y no un aprecio como el de IdrisPukke por Cale, que tan difícil era de entender. Hasta tenía la marca de la verdadera amistad, si por eso entiende uno la disposición de los amigos a dejar de lado los intereses propios para anteponer los del otro. Cadbury decidió que sería mejor si Henri el Impreciso no llamaba la atención de Kitty la Liebre más de lo que ya lo había hecho (es decir, como un allegado poco importante de Thomas Cale). Kitty era hábil y no dejaba que nadie fuera consciente de lo que él sabía o dejaba de saber.

—Son el no va más de los asesinos —respondió Cadbury a las preguntas de Henri el Impreciso—. Estos dos Trevor se cargaron a Guillermo el Silencioso a plena luz del día, y eso que estaba rodeado por cien guardaespaldas; envenenaron las lampreas de Cleopatra, pese a que tenía tres catadores. Por cierto, que cuando oyó lo que le habían hecho a ella, a Alegrando Magno le entró tanto miedo que no comía nada que no hubiera cogido él mismo, pero una noche untaron todas las manzanas de su manzanal empleando un extraño aparato que inventaron ellos mismos. No dejaron supervivientes. No sé quién querrá matar a Cale, pero, sea quien sea, tiene dinero, y mucho.

—Yo haría mejor en esfumarme.

—Bien, si podéis esfumaros en el aire, entonces os aconsejo que lo hagáis. Pero si no podéis, entonces haréis mejor en quedaros donde estáis. Ni siquiera los dos Trevor se atreverán a ignorar las instrucciones de Kitty la Liebre de irse del Leeds Español.

—Pensé que podían cargarse a cualquiera…

—Y pueden. Pero Kitty no es cualquiera. Además, nadie les ha pagado para que corran semejante riesgo. Buscarán otro modo. Lo mejor es que no os dejéis ver durante la próxima semana, hasta que yo me asegure de que se han ido.