Finn y Knox avanzaron con suma cautela por la pasarela suspendida sobre el depósito lleno de un líquido que despedía un olor nauseabundo. Sabían que era así por dos razones. La primera porque lo olían aunque no lo vieran. Y la segunda, porque estaba indicado en el plano que Stone les había entregado. Pero fue Chapman quien les había explicado el secreto para pasar por encima del depósito. Stone no les había dicho nada porque nunca había pretendido que entrasen en ese lugar.
Tenían que mantener el peso en el centro de la pasarela de metal. Si daban un traspié y tocaban los laterales, malo. Ya casi habían alcanzado el final de la pasarela cuando oyeron algo.
Un gemido.
Los dos hombres echaron un vistazo alrededor con las pistolas apuntando a los lugares obvios que presentaran una amenaza. Otro gemido.
—Parece como si viniese de debajo de nosotros —susurró Finn a Knox.
—Eso mismo pienso yo —dijo Knox.
—Lo he reconocido.
—¿El gemido?
Finn asintió con la cabeza.
—Estate alerta. —Se arrodilló y puso la cara contra el suelo de la pasarela, que estaba tan solo a unos centímetros de la parte superior del depósito—. ¿Caleb? —preguntó con voz queda.
Otro gemido.
—¿Caleb? —repitió con voz más alta mientras Knox miraba ansioso a su alrededor.
Otro gemido.
—¿Harry? —se oyó después. La voz sonaba débil, la cabeza claramente confundida.
«Drogado», fue lo primero que pensó Finn.
Levantó la vista hacia Knox.
—¿Te acuerdas de lo que nos ha dicho Chapman?
Knox asintió con la cabeza y miró a su alrededor.
—Tengo una idea.
Sin apartarse del centro de la pasarela, retrocedió por donde habían pasado. No podía salir por la puerta por la que habían entrado. Se había cerrado tras ellos y además era una puerta gruesa y de acero inoxidable, pero había un cajón viejo contra la pared. Enfundó la pistola, levantó el cajón, que pesaba unos veinte kilos, y lo llevó hasta donde se encontraba Finn, manteniéndose también en el centro de la pasarela.
Los dos se subieron a la barandilla. Para Knox resultó difícil por el peso del cajón, pero lo consiguió. Miró a Finn y le explicó el plan.
—¿Preparado?
Finn asintió con la cabeza.
Knox contó hasta tres y después tiró el cajón sobre un lado de la pasarela. Inmediatamente el suelo se inclinó sobre ese lado y reveló una franja negra de espacio vacío a ambos lados. El cajón cayó por la abertura del lado derecho y oyeron el ruido del agua al salpicar. El olor era todavía más asqueroso que antes.
Finn, sujeto todavía a la barandilla, se dejó caer hasta que el pie le quedó colgado en el espacio vacío. Cuando el suelo se inclinó en la otra dirección para quedarse en su sitio, metió el pie para impedir que se cerrase. Knox alcanzó la mochila que llevaba a la espalda y sacó un trozo de cuerda. Ató un extremo a la barandilla y dejó caer el otro por la abertura.
Knox cambió su sitio por el de Finn y mantuvo el suelo abierto con el pie. Finn cogió la cuerda y bajó por ella. Aterrizó en una especie de lodo que le llegaba hasta la rodilla.
—¿Caleb?
—¿Harry? —contestó la voz aturdida.
—¿Estás solo?
—Sí. Al menos eso creo.
Finn encendió la linterna y enseguida vio a Caleb atado y sentado en el lodo, que le llegaba hasta el pecho. Lo soltó y le ayudó a pasar por la abertura y subir a la plataforma.
—¿Estás bien? —le preguntó Finn mientras los tres avanzaban hacia la siguiente habitación.
Caleb asintió lentamente con la cabeza.
—Solo un poco atontado. Me pusieron una inyección. Me dejó grogui. Y el hedor de este lugar. Creo que mi sentido del olfato nunca volverá a ser igual que antes. —Su rostro palideció cuando su mente se despejó—. ¿Y Annabelle? ¿Está bien?
—Todavía la estamos buscando. ¿Tienes idea de dónde podría estar?
Caleb negó con la cabeza.
—Solo quiero salir de este lugar. Quiero que salgamos todos.
—Ese es el plan —repuso Knox.
—¿Dónde está Oliver? —preguntó Caleb.
—Aquí, en alguna parte —contestó Finn.
Stone pasó a la siguiente sección. Simulaba una calle, fachadas de edificios, un destartalado turismo de los años sesenta y maniquíes que representaban a la gente. Todos los maniquíes tenían orificios de bala en la cabeza. Despejó este espacio y siguió avanzando.
La siguiente habitación era la última de esta sección.
El laboratorio.
Stone empujó la puerta con cuidado y entró. No había luz. Con las gafas de visión nocturna, inspeccionó metódicamente la estancia. Mantenía una mano en las gafas, preparada para quitárselas si veía algún rastro de otros que utilizasen un equipo similar, pues el punto rojo revelaría su posición y probablemente también propiciaría que acabasen con su vida.
Cuando miró a su alrededor notó algo extraño. Había mesas largas contra una de las paredes. Eran nuevas. Encima había varios aparatos que parecían modernos. Artilugios de metal reluciente con cables que caían al suelo. Y las paredes estaban revestidas de gradillas llenas de tubos de ensayo. En el centro de otra mesa, complejos microscopios y otros aparatos. En una esquina, en el suelo, un cilindro de metal de un metro ochenta de longitud. El cilindro tenía una pantalla de lectura digital y un vidrio cuadrado en el centro.
Nada de todo eso estaba allí la última vez que Stone había visitado la Montaña Asesina. No tenía ni idea de lo que significaba o de quién lo había puesto ahí. Y en ese instante no tenía tiempo de averiguarlo.
A continuación, su mirada se detuvo en la jaula que normalmente colgaba del techo pero que ahora estaba en el suelo. La jaula se había descolgado gracias a la puntería de Stone la última vez que estuvo ahí y el adversario que había intentado matarlo había muerto aplastado por las dos toneladas de peso que cayeron sobre él.
Sin embargo, Stone tenía otro recuerdo de esa jaula. Cuando hizo la instrucción hacía ya muchos años, le encerraron junto a otros tres en la jaula. Encendieron una llama por debajo y cada tres segundos la aumentaban de intensidad, de manera que la llama cada vez se acercaba más y más al metal. El objetivo era que los cuatro saliesen de la jaula antes de que el calor resultase insoportable. A este problema se añadía el hecho de que Stone y sus compañeros habían visto al otro equipo que había entrado antes que ellos. No había logrado superar la prueba. Y dos de los hombres sufrieron quemaduras que les dejaron incapacitados.
Cuando el metal se calentó tanto que no se podía tocar, el pánico empezó a cundir entre sus compañeros de grupo, sin embargo Stone se concentró con todas sus energías. ¿Por qué cuatro hombres en una jaula al mismo tiempo? ¿Por qué no tres o cinco o seis? Cuatro hombres. Cuatro lados de la jaula.
Gritó unas órdenes. Todos tenían que quitarse la camisa, envolverse la mano con ella y, a la vez, presionar cada uno su lado de la jaula. Eso hicieron. La puerta de la jaula se abrió de golpe. Sus dotes de mando le granjearon las alabanzas de los instructores. Aunque él quisiera matarlos.
Pero los recuerdos solo le acompañaron unos instantes. No podía dar crédito a sus ojos.
—¿Annabelle?
Annabelle estaba dentro de la jaula atada y amordazada.
Stone avanzó, inspeccionando de nuevo la habitación por si surgía algún peligro, pero no vio nada.
La puerta de la jaula no estaba cerrada. Stone la abrió del todo. Annabelle tenía los ojos cerrados y, durante un terrible instante, Stone no supo si estaba viva o muerta, aunque no se amordaza ni se ata a los muertos. Annabelle tenía pulso y, cuando Stone le tocó el cuello, lentamente volvió en sí.
La desató, le quitó la mordaza y la ayudó a salir de la jaula.
—Qué alegría verte —dijo arrastrando las palabras.
—¿Te han drogado?
—Creo que sí, pero ya se me está pasando.
—¿Puedes andar?
—Me arrastraré si así puedo salir de aquí.
Stone sonrió al constatar que no había perdido su espíritu combativo.
—¿Estás solo? —le preguntó.
—Sí.
—¿Has visto a Caleb?
—Todavía no. ¿Tú has visto a Marisa Friedman?
Annabelle negó con la cabeza.
—Sigamos avanzando —indicó Stone.
—¡Oliver! —gritó Annabelle cuando oyó el zumbido de los fluorescentes al encenderse.
Stone se arrancó las gafas y se dio media vuelta, pero ya era demasiado tarde.
El ruso estaba en la puerta saliendo del laboratorio. Stone no le había visto escondido. Apuntaba la pistola directamente a la cabeza de Stone. Stone tiró a Annabelle al suelo y empuñó su arma. Se oyó un disparo que alcanzó al sorprendido ruso en la frente y le dejó la piel tatuada con un pequeño punto negro.
Se desplomó. Las luces se apagaron.
Stone miró el arma. El arma que no había disparado. ¿De dónde demonios había venido ese disparo? Agarró a Annabelle por el brazo y tiró de ella hasta atraerla a su lado. Saltaron por encima del cadáver del hombre y cruzaron la puerta.
Cuatro rusos muertos. Quedaban dos. Más Friedman.