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Aunque todo el complejo era bastante grande y disponía de cuarteles, cocinas, enfermería, biblioteca, despachos, aulas y otros espacios específicos, las zonas de entrenamiento más intenso de la Montaña Asesina se encontraban en un par de grandes cilindros de acero divididos en secciones paralelas y separados por un vestíbulo principal. Una vez en el interior de la primera sección, había que continuar hasta llegar a la última sección de ese cilindro. Las enormes puertas de entrada se cerraban al pasar y era imposible salir por ellas. Tampoco se podía dejar una puerta abierta, porque de hacerlo no se abría la siguiente. Era una forma de mantener a los reclutas reticentes centrados, pendientes de una misión y siempre avanzando. El plan de Stone era sencillo. Iba a empezar por la sección de la derecha y seguirla hasta el final. Si no encontraba a su presa allí, saldría de ese cilindro, retrocedería hasta el vestíbulo principal y entraría en el otro.

Stone avanzó lentamente por el vestíbulo hasta llegar a la primera puerta. Uno de los matones había caído y todavía quedaban otros cinco o más, además de Friedman, a quien él consideraba posiblemente la más experta del grupo.

No se sentía culpable por haber engañado a sus amigos. Si alguien iba a morir intentando rescatar a Caleb y a Annabelle, iba a ser él. Al fin y al cabo era su guerra, no la de ellos. Ya había perdido a bastantes amigos. Estaba decidido a no perder a ninguno más esa noche.

Repasó en su mente el orden de las secciones de entrenamiento. Primero la galería de tiro, donde había disparado cientos de miles de balas en el año que había pasado allí. Te distraían de todas las maneras imaginables mientras apuntabas al objetivo. Había sido una buena preparación, porque en el mundo real era imposible encontrar un campo de tiro perfecto acompañado de condiciones idílicas.

Después de la galería de tiro se encontraba la sala equipada como el famoso Hoogan’s Ally de la Academia del FBI. Allí Stone y sus compañeros habían puesto en práctica lo que aprendían en las aulas. A continuación estaba el laboratorio. Era ahí donde se realizaban las pruebas psicológicas: torturas realmente ensalzadas para determinar los límites de cada cual. Stone había visto a hombres duros como el acero llorar en esa habitación después de que los especialistas hubiesen practicado embrutecedores juegos con sus mentes, que nunca eran tan sólidas como su físico, por mucho que se entrenaran. Existían ejercicios demostrados que alargaban y fortalecían los músculos. Sin embargo, la mente no era fácil de cuantificar. Y todos los reclutas tenían elementos psicológicos escondidos que surgían en momentos inesperados y les hacían flaquear, fallar, gritar de rabia. Stone había experimentado todas esas emociones. En ningún lugar de la tierra se había sentido tan humillado como en el laboratorio de la Montaña Asesina.

Después del laboratorio había una serie de habitaciones que servían de celdas. Stone nunca supo quiénes podían haber estado detenidos allí y no lo quería saber. Si Caleb y Annabelle no estaban en esa parte, empezaría por el otro cilindro, que solo tenía dos secciones. La primera era un depósito lleno de un líquido asqueroso. Era fácil caerse en esa porquería si no sabías cómo subir a la pasarela que atravesaba la parte superior del depósito. Una vez en el interior del depósito era una lucha a muerte. Después del depósito, se llegaba a un laberinto del que Stone, por suerte, sabía salir. O al menos eso creía. Ahora se preguntaba si Friedman le tenía preparada alguna sorpresa.

«Por supuesto que sí. Está disfrutando con esto. Le he fastidiado el plan. Tiene quinientos millones de dólares que no puede utilizar. Me va a liquidar. Como mínimo lo va a intentar».

Pero de nuevo le rondaba algo en la mente que le decía que tenía que haber otras razones. Oyó el sonido de un aleteo, prueba de que habían entrado pájaros en la Montaña Asesina. Eso también sucedía cuando el complejo estaba en funcionamiento. Stone incluso había tenido como mascota un pájaro que había construido su nido cerca de donde él dormía. Ese fue el único vínculo que tuvo con el mundo exterior.

El complejo se había construido en la década de 1960 y el diseño era un reflejo de la época. Incluso había consolas de metal con ceniceros incorporados. Allá donde miraba, veía algo completamente anticuado. Sin embargo, cuando se construyó, la Montaña Asesina era un complejo equipado con todos los avances del momento. Según le contaron a Stone, los fondos que el Gobierno había destinado a construir este complejo se habían disimulado en una cuantiosa factura de gastos que incluía subvenciones para granjas porcinas y para la industria textil.

«¿Qué tiene que ver el negocio del asesinato gubernamental con los jamones y el poliéster?».

Entró con cuidado en la galería de tiro. Fue ahí donde mató al primer hombre al que disparó en treinta años. Lo había hecho para salvar a Reuben Rhodes y para salvarse a sí mismo. Dirigió la mirada al lugar donde el hombre cayó y murió. Los fluorescentes del techo no daban suficiente luz para que Stone viese si todavía había manchas de sangre. Al menos el cadáver no estaba. Después de su última visita habían limpiado la galería. Se preguntaba por qué no habían destruido la Montaña Asesina, por qué no la habían enterrado bajo toneladas de acero y de rocas. Quizá la mantenían por si alguna vez necesitaban utilizarla de nuevo. Solo de pensarlo le entraban escalofríos.

La luz estaba encendida, aunque apenas alumbraba. Eso significaba que Friedman había averiguado cómo utilizar el antiguo generador para conseguir un poco de electricidad. Avanzó sigilosamente, pasó las dianas destrozadas, se agachó para cruzar por debajo de los cables colgantes de las poleas que movían hacia delante y hacia atrás las dianas de papel. Solo pensaba en lo que le esperaba.

El mero ruido de un zapato rozando el suelo polvoriento hizo que se agachase detrás de un mostrador de madera donde en el pasado se había apostado diariamente para disparar las balas asignadas. Había oído el sonido a su izquierda, a unos diez metros como mucho. Se preguntó si todos iban a utilizar dardos hasta que llegase la hora de la verdad. Lo cierto es que no importaba. Si permitía que le dejasen inconsciente con un dardo tranquilizante ya podía considerarse hombre muerto.

Agachado, retrocedió apuntando con la pistola adelante y atrás para cubrir ambos flancos con giros alternativos. Esta táctica debió de confundir a su adversario, que probablemente pensó que cada crujido de los tablones del suelo indicaba que Stone avanzaba y no que retrocedía. Cuando el tipo surgió de su escondite para disparar a un objetivo que no estaba donde se suponía que tenía que estar, Stone le disparó en el brazo y lo incapacitó. Cuando fue a sujetarse la extremidad herida, Stone le disparó al cuello una bala mortal que atravesó limpiamente el chaleco antibalas. El hombre murió en el acto, le había atravesado la carótida.

Stone examinó la puerta e hizo unos cálculos mentales. Lo más probable es que el tipo al que acababa de matar fuese una artimaña para hacerlo salir. Sacrificar a uno para cumplir la misión. El desembarco de Normandía en 1944 había seguido la misma estrategia, solo que fueron miles las vidas sacrificadas. Al otro lado de la puerta probablemente estaban apostados dos francotiradores listos para matarle.

Así que esperó. Contó mentalmente los segundos. Paciencia. Le había costado años aprender esa facultad. Había pocos hombres con más paciencia que él. Transcurrieron diez minutos y la única parte de su cuerpo que se movía era el pecho con cada ligera respiración.

El único problema era que Friedman, y por lo tanto también sus hombres, sabía que no se podía retroceder desde una de esas secciones. Había que ir hacia delante. ¿Cuánto tiempo estaban ellos dispuestos a esperar? ¿Cuánto tiempo estaba Stone dispuesto a esperar?

«Todos lo averiguaremos».