Stone estaba solo. Se deslizó entre grandes rocas y grietas estrechas para acercarse a la entrada secundaria de la Montaña Asesina. Cuando le reclutaron para la División Triple Seis de la CIA, pasó un año entero aprendiendo nuevas formas de cazar, nuevas formas de matar y nuevas formas de ser más y menos humano, ambas cosas a la vez. Se convirtió en un hábil y experto depredador, cuyas emociones normales, como la compasión y la empatía, habían sido anuladas. De la Montaña Asesina salieron los mejores asesinos del planeta. Y John Carr era universalmente reconocido como el mejor de los mejores.
La instrucción era tan intensa que Stone y algunos de sus compañeros buscaron, y encontraron, una forma de salir del complejo. Lo hicieron para evitar correr al pequeño pueblo situado a treinta y dos kilómetros de distancia y emborracharse o acostarse con las hijas de los agricultores; no querían más que sentarse bajo las estrellas, contemplar la luna, sentir la brisa, ver el verde de los árboles y sentir la tierra bajo los pies.
Stone solo pretendía asegurarse de que todavía existía un mundo fuera de la Montaña Asesina. En teoría, pertenecer a la Triple Seis era algo voluntario, sin embargo en las cuestiones importantes no lo era. Stone todavía recordaba a la perfección el día que un agente de la CIA le visitó en el cuartel. Su compañía acababa de regresar de Vietnam. Stone había tenido una actuación tan heroica durante un tiroteo que se rumoreaba que le concederían la Medalla de Honor. Pero no fue así, principalmente a causa de un superior envidioso que falseó los papeles. Si a Stone le hubiesen entregado la medalla, puede que su vida hubiese sido diferente. No abundan soldados condecorados con la Medalla de Honor. Tal vez el ejército le hubiese enviado a hacer una gira publicitaria, aunque para entonces la guerra estaba decayendo casi tan deprisa como el interés del país por librarla.
Así que apareció el hombre del traje. Le hizo una propuesta. «Ven y pasa a formar parte de otra agencia. Otra unidad dedicada a luchar contra los enemigos de tu país». Así es como lo dijo: «los enemigos de tu país». No añadieron mucho más. Se dirigió a su comandante para pedirle consejo, pero estaba claro que ya estaba decidido. Stone, con apenas veinte años y cubierto de medallas y encomios por su servicio ejemplar en Vietnam, fue licenciado del ejército a una velocidad asombrosa y enseguida se encontró ahí, en la Montaña Asesina.
No había mucha luz en el camino, pero no tuvo problemas para atravesarlo. Ahí era todo de memoria. Cuando no mucho tiempo atrás regresó a ese lugar, había sido igual. Lo había recordado todo, como si nunca se hubiese marchado. Como si el recuerdo de esa época hubiese estado oculto en las neuronas, aislado del resto, pero en absoluto degradado, como un tumor cancerígeno latente hasta que inicia su mortal propagación. Entonces nada más estaba a salvo. Todo él era vulnerable. Eso resumía bastante bien su vida en la Triple Seis.
Cuando ya no había suficiente luz para distinguir las cosas, se colocó las viejas gafas de visión nocturna. Las grietas eran más estrechas cada vez. Por suerte, se había mantenido esbelto todos estos años, de lo contrario nunca hubiese cabido. Aunque, recordó, el grandullón de Reuben Rhodes se las había arreglado para meterse entre las rocas cuando estuvo allí con Stone para salvar la vida de un hombre. Para salvar la vida del presidente Brennan.
Los hombres de la Triple Seis eran delgados, todo fibra y músculo. Eran capaces de pasarse el día corriendo, disparar toda la noche sin fallar. Podían cambiar de planes en segundos, dar con los objetivos por muy profundos que estuviesen enterrados. Stone no podía negar que había sido emocionante, estimulante e incluso memorable.
«Pero nunca quise regresar», se dijo.
Se detuvo, miró hacia delante. La entrada que buscaba estaba más arriba. Estaba construida en la parte posterior de un armario de cocina sobre un eje. Stone siempre había supuesto que había sido obra de un grupo anterior en prácticas. Él y sus compañeros se habían limitado a encontrarla una noche y a seguirla hasta salir al exterior. Al parecer, no era el único grupo de reclutas de la Triple Seis que quería un poco de libertad. O tal vez la habían construido los que dirigían la Montaña Asesina, al darse cuenta de que los reclutas necesitaban creer que ejercían cierto control sobre sus vidas, que podían tomarse algunos momentos de descanso de la infernal experiencia.
«Tal vez tenían miedo de que todos enloqueciésemos y los matásemos».
Desenfundó el arma de la pistolera y sacó otro objeto del cinturón. La entrada estaba justo delante. Supuso que Friedman había dado órdenes estrictas. «Nada de matar a nadie, y menos a él. Traédmelo». Entonces lo mataría, probablemente después de hacerle presenciar las muertes de Caleb y de Annabelle.
Alcanzó la parte exterior de la entrada. Preparó la pistola y sacó el otro objeto, una vara telescópica. La extendió en toda su longitud, un metro ochenta. Empujó la pared que tenía delante y que constituía la parte trasera de un armario en un eje. Estaba pintado para que pareciese piedra negra, pero era madera. Ahora madera podrida. Empujó más fuerte con la vara. La madera cedió, el eje cumplió su función y la pared giró hacia dentro.
Algo salió disparado por la abertura y golpeó la roca al lado de la que estaba Stone. Se lo esperaba. Un dardo. Paralizar, no matar. Quitó el seguro de un trozo de metal que se había sacado de un bolsillo del chaleco y lo lanzó por la abertura al tiempo que se escondía detrás de un gran afloramiento de roca. Hubo una pequeña explosión seguida de una densa nube de humo. Stone se colocó la máscara antigás y procedió a contar. Dejó de contar cuando oyó cómo el hombre que estaba tras la pared golpeaba el suelo. Entró por la abertura y miró hacia abajo. El ruso era fornido, llevaba la cabeza rapada, una pequeña perilla y una pistola de dardos en la mano. Probablemente no fuera muy propio de él inmovilizar en lugar de matar. Stone le esposó las piernas y los brazos con dos pares de esposas de plástico. Ya no había gas, se quitó la máscara y se adentró en la Montaña Asesina.
Finn, Chapman y Knox se encontraban en la entrada principal del complejo frente a una puerta de metal que había aparecido en la pared de la roca cuando apartaron el manto de kudzu que la cubría. Stone les había explicado dónde se encontraba la puerta y les había dado una llave que según dijo la abriría, pero ni siquiera había una cerradura para probar la llave. También les había dicho que él era el único que podría pasar por la entrada oculta, pues era imposible que alguien le siguiese tan de cerca como para no perderse. Había acordado encontrarse con ellos en la entrada principal.
—Nos ha engañado —se quejó Knox, que sujetaba la llave inservible—. No entiendo cómo me lo he tragado. Como si fuese normal tener una dichosa llave de este lugar después de tantos años.
—Va a entrar solo —dijo Finn.
—De eso nada —exclamó Chapman malhumorada—. Se llevó la mano al interior de la chaqueta y sacó un objeto de metal delgado con un borde magnetizado.
—¿Qué es eso? —preguntó Knox.
—Pues en el MI6 le llamamos timbre, cielo. —Lo colocó en la puerta de metal en el punto en que se une con la jamba. Les indicó con un gesto que se apartasen. Sacó un mando a distancia del bolsillo, deslizó la funda protectora de plástico duro que lo cubría y apretó un botón—. No miréis el láser —ordenó.
Todos apartaron la mirada cuando el dispositivo que había colocado en la puerta emitió una luz roja. Cortó limpiamente la tranca y la puerta se abrió y quedó colgada de las bisagras.
—Pues esta tecnología mola.
—Fuente de energía de un solo uso, sirve para la mayoría de las puertas blindadas, de metal o de otro material —explicó.
—Y veo que el señor Q está vivito y coleando en la agencia de inteligencia británica.
—Lo cierto es que lo inventó una mujer, pero la puedes llamar señora Q.
Se acercaron a la puerta empuñando las pistolas. Finn, a quien Chapman y Knox cubrían las espaldas, la empujó poco a poco hasta abrirla del todo. Apuntó la pistola a la oscuridad y después hizo un gesto de asentimiento a los demás. Se pusieron gafas protectoras y Finn les imitó. Un segundo después Finn golpeaba la abertura con un impulso de luz blanca cegadora. Se oyó un grito de dolor en el interior y a continuación la luz desapareció.
Antes de que sus compañeros se movieran, Chapman ya había entrado por la abertura. Se apresuraron tras ella justo a tiempo de ver cómo desarmaba con agilidad al tipo, le estampaba el pie en la cara y este salía disparado hacia atrás y chocaba contra una pared interior. El hombre, parcialmente cegado por la luz, rebotó en la pared y, balanceando los grandes brazos como pistones, llegó hasta Chapman. Finn se movió para colocarse entre el atacante y ella, pero la agente del MI6 ya se había levantado. Asestó con el pie izquierdo un demoledor golpe en la rodilla derecha del tipo. Todos oyeron cómo se fracturaba el hueso de la pierna. Se desplomó al mismo tiempo que ella le propinaba una patada en la barbilla, que le hizo inclinar el cuerpo hacia atrás y caer de culo. Cuando intentó incorporarse, su barriga se hinchaba y deshinchaba a causa de la dolorosa respiración, Chapman lo dejó tumbado con un codazo en la nuca. Se levantó y acercó el cañón de su Walther a la sien del tipo inconsciente.
—Espera un momento —espetó Knox.
—¿Qué? —preguntó ella.
—¿Es que vas a matarlo a sangre fría? —inquirió Knox.
—¿Quieres dejar testigos? —preguntó ella tranquilamente.
—¿Testigos de qué?
—De lo que vaya a pasar aquí esta noche. Por ejemplo, que yo mate a Stone por habernos tomado por imbéciles.
—No vamos a matar a nadie a no ser que estén en situación de matarnos —repuso Knox con firmeza.
Chapman esposó hábilmente al tipo del suelo.
—Como quieras.
—¿Dónde has aprendido a luchar así? —preguntó Finn.
—Puede que no os lo creáis, pero el MI6 no es precisamente un internado para señoritas. Y ahora venga, en marcha.
Encendió una linterna y se fue pasillo abajo.
Finn y Knox se miraron y después la siguieron rápidamente.