—¿Y por qué Annabelle y Caleb? —preguntó Harry cuando viajaban todos en el Range Rover de Knox por la Ruta 29 al oeste de Washington D. C. La noche era oscura a pesar de que solo faltaban un par de horas para el amanecer. No había mucha luz y el ambiente en el vehículo coincidía con el exterior: negro.
Stone iba otra vez de copiloto.
—Porque me ayudaron a engañarla y supongo que eso no le gustó —explicó con tono sombrío.
«Y he dejado que me embaucara con una táctica que hasta un novato hubiese reconocido y yo me la creí como el imbécil que soy».
Pero había algo más que le atormentaba. Una simple venganza no parecía suficiente motivación para una persona tan inteligente y ambiciosa como Marisa Friedman. Tenía que haber algo más, pero no sabía qué era. Y si Stone temía algo era precisamente lo desconocido.
Enseguida confirmaron que Annabelle y Caleb habían desaparecido y que nadie los había visto al menos en las últimas veinticuatro horas. Stone había decidido hacerle una visita rápida a Alex Ford en la UCI. Su estado no había mejorado, pero tampoco había empeorado, lo que Stone interpretó como una especie de buena noticia. Miró a su amigo, que yacía en la cama del hospital con la cabeza bien vendada, le tomó la mano y se la apretó.
—Alex, si me oyes, todo irá bien. Te prometo que todo irá bien. —Se calló y suspiró, un suspiro largo que parecía que iba a tardar toda una eternidad en salir de su cuerpo—. Eres un héroe, Alex. El presidente está bien. No hay heridos. Eres un héroe.
Stone se miró la mano. Pensó que había notado que Alex se la apretaba, pero cuando volvió a levantar la mirada y vio al agente inconsciente supo que no era más que una ilusión. Le soltó la mano y se dirigió a la puerta. Algo le hizo darse la vuelta. Mientras miraba a su amigo postrado en la cama debatiéndose entre la vida y la muerte, sintió una oleada de culpabilidad tan fuerte que empezaron a temblarle las rodillas.
«Está aquí por mi culpa. Y Annabelle y Caleb probablemente estén muertos. También por mi culpa».
Stone había hecho otra parada en una librería especializada en libros raros en el Barrio Viejo de Alexandria. Caleb y Stone habían ayudado al propietario y este, para devolver el favor, permitía que Stone guardase ciertos documentos en una habitación secreta en el sótano del viejo edificio. Esos documentos se encontraban ahora en el asiento trasero del Rover.
—¿La Montaña Asesina? —preguntó Chapman—. La mencionaste, pero en realidad no explicaste lo que era.
Knox respondió al ver que Stone no pensaba hacerlo.
—Es un antiguo complejo de formación de la CIA. Lo cerraron antes de que yo entrase. Por lo que he oído, un lugar infernal. Así era como la Agencia actuaba durante la Guerra Fría. Creía que lo habían derribado.
—No, no lo han derribado —dijo Stone.
Knox lo miró con curiosidad.
—¿Has estado allí últimamente?
—Sí. Hace poco.
—¿Por qué? —preguntó Chapman.
—Por negocios —contestó Stone secamente.
—¿Cuál es la distribución? —preguntó Finn encorvándose hacia delante en el asiento trasero.
A modo de respuesta, Stone sacó una hoja de papel plastificada y se la pasó. Finn encendió la luz del habitáculo y Chapman y él la estudiaron. Tenía anotaciones escritas por Stone.
—Parece un lugar horrible —exclamó Chapman—. ¿Un laboratorio con una sala de tortura? ¿Un tanque de contención donde te preparas para luchar contra tu oponente en la oscuridad para ver quién logra matar al otro?
Stone se giró y la miró.
—No era para pusilánimes. —Su mirada era inquisidora.
Ella enseguida captó la indirecta.
—No soy pusilánime.
—Me alegra saberlo —repuso él.
Chapman contempló el cargamento del Rover.
—Menuda colección de antiguallas llevas ahí detrás.
—Sí, es verdad.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Knox al salir de la Ruta 29 para incorporarse a la autopista 211. Entraron en Washington, una diminuta ciudad de Virginia, sede del condado de Rappahannock en las estribaciones de la Cordillera Azul. Washington, Virginia, era famosa en todo el mundo por una razón: allí se encontraba el Inn at Little Washington, un prestigioso restaurante que llevaba más de medio siglo dedicado a la alta gastronomía.
Cuando dejaron atrás la ciudad y empezaron a subir hacia la montaña, Stone rompió el silencio.
—Hay un par de puntos de entrada. Uno es obvio, el otro no.
—¿Crees que ella conoce bien el lugar? —preguntó Chapman.
—Como en el caso de Knox, es anterior a su época. Nunca se preparó aquí. Pero no lo sé con certeza. Resulta evidente que conocía su existencia. Puede que lo haya inspeccionado a conciencia. De hecho, por lo que ahora sé de ella, seguramente lo ha examinado al milímetro.
—Entonces, es probable que conozca la existencia de la entrada secundaria —dijo Knox.
—Debemos suponer que sí.
«Pero seguro que no conoce la tercera entrada y salida, porque yo soy el único que sabe de su existencia».
Stone la había descubierto en su cuarto mes en la Montaña Asesina, cuando necesitó salir al exterior para pasar unos momentos solo. Para recuperar la respiración y poner en orden sus ideas. Sencillamente para salir de un lugar que se había convertido en una cueva infernal. Peor que cualquier cárcel. Esa fue la razón principal por la que Stone fue capaz de soportar la prisión de máxima seguridad en la que Knox y él habían acabado.
«Porque soporté algo mucho peor. Un año en la Montaña Asesina».
—Lo que no entiendo es por qué ha montado su chiringuito en este lugar, ha secuestrado a Caleb y a Annabelle y, en definitiva, te ha desafiado para que vengas en su busca. Ahora no logrará escapar —añadió Chapman.
Stone tenía una expresión adusta.
—No creo que su intención sea escapar. Sabe que va a ir a la cárcel por esto, pero ha decidido salir de aquí con sus condiciones.
—Lo cual significa que está dispuesta a morir —dijo Knox.
—Y llevarnos con ella —repuso Stone.
—Peligroso adversario —añadió Finn—. Alguien a quien no le importa morir. Es lo mismo que un terrorista suicida.
—Pues ya puedes empezar a pensar lo mismo de mí —masculló Stone.
Los otros tres se miraron, pero no dijeron nada.
Por fin Chapman rompió el silencio.
—Entonces, ¿la entrada principal o la oculta? Tenemos que entrar de alguna manera.
—Tendrá a seis tipos con ella. Todos rusos, todos duros como piedras. Matarán a quien ella ordene.
—Bueno, pero eso no responde a mi pregunta.
—Es un complejo grande y al menos uno de los hombres ha de vigilar a Caleb y a Annabelle. Friedman estará en la parte de atrás en un espacio protegido. Eso nos deja a cinco hombres para las tareas de vigilancia, pero no puede desplegar a todos en las entradas. Al menos tres tienen que proteger el interior. Eso supone uno en cada entrada. No es mucho.
—¿Qué crees que esperan que hagamos?
—Atacar ambas entradas y el grupo que consiga pasar, pasa. Si hiciésemos eso nos separaríamos y entonces seríamos dos contra uno, pero si juntos atacamos la misma entrada, entonces seremos cuatro contra uno.
—Yo prefiero esta última opción —declaró Knox.
—Yo también —corroboró Stone—. Pero no lo vamos a hacer así.
—¿Por qué no? —preguntó Chapman.
—Ahora lo verás.