Stone, seguido muy de cerca por la agente Ashburn, caminaba a grandes zancadas por el vestíbulo de la Oficina de Campo de Washington como un avión cuando coge velocidad para despegar. No se detuvo para llamar a la puerta. La abrió de golpe y entró.
El director del FBI alzó la mirada hacia él, sorprendido. Sentado frente a él, en la mesa de la sala de reuniones, se encontraba Riley Weaver.
—¿Qué demonios sucede? —exclamó el director.
Stone ni siquiera le miró. Su mirada se posó inmediatamente en Weaver.
—¿Qué le contaste?
—¿Qué dices? —espetó Weaver—. Por si no lo has notado, Stone, estamos en medio de una reunión.
Stone se acercó a la mesa con una mirada tan amenazadora que Weaver medio se incorporó en la silla, los puños cerrados, el cuerpo encorvado en una postura defensiva por si Stone le atacaba.
—Ashburn, ¿qué está pasando? ¿Por qué le has dejado pasar…? —preguntó el director a gritos.
—¿Qué le dijiste a Friedman sobre mí? —gritó Stone.
—Yo no he hablado con ella. Ya te avisé. Si empiezas a acusarme de gilipolleces …
—Me refiero a antes de que yo te dijese que estaba detrás de todo esto —vociferó Stone—. Entonces hablaste con ella, ¿no es así?
Weaver se sentó con lentitud en la silla. El director del FBI le observaba. Ashburn le miraba fijamente desde la puerta. Weaver miró a los dos antes de dirigirse a Stone.
—Era una de mis agentes de campo. Tenía todo el derecho a hablar con ella.
—¿Qué le dijiste acerca de mí? ¿Que sabía lo que había hecho? ¿Que fui yo quien avisó al Servicio Secreto? ¿Que por mi culpa su plan se fue al garete?
—¿Y qué pasa si se lo dije? —gritó, envalentonado—. Entonces no sabía que era una traidora. Y, francamente, todavía no estoy seguro de que lo sea. Que yo sepa, puede que la hayan secuestrado o incluso asesinado.
Chapman entró en la sala.
—Ni la han secuestrado ni asesinado. Y sí que es una traidora. Nos ha tendido una trampa. Ha desviado nuestra atención mientras secuestraba a dos amigos de Stone.
—¡Qué! —exclamaron al unísono el director del FBI y Ashburn.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Weaver con curiosidad—. Registramos el tren de Miami, no estaba en él, pero algo me dice que ya lo sabíais. —Le lanzó una mirada al director del FBI—. ¿Nos ocultas algo, Stone?
—Ya no trabajo para el Gobierno, por si no has recibido el informe.
—Eso es una estupidez.
—Lo que es una estupidez es hablar con Friedman y no decírnoslo a ninguno de nosotros. De hecho, apuesto a que la mantuviste informada en todo momento. Me preguntaba cómo sabían siempre lo que íbamos a hacer antes incluso de que lo hiciésemos. Ahora ya lo sé. Fuiste tú, ¿no es así?
—No tengo que darte explicaciones ni a ti ni a nadie.
—Eso les diré a mis amigos cuando encuentre sus cadáveres —espetó Stone.
—¿Tienes idea de dónde los tiene retenidos? —preguntó Ashburn.
Stone se tranquilizó y al final apartó su mirada de Weaver.
—No —mintió—. No tengo ni idea.
—Entonces, ¿para qué has venido? —preguntó Weaver—. ¿Necesitas nuestra ayuda?
—No, solo quería saber a quién tenía que agradecer que hubiese informado a Friedman sobre mí.
—Maldita sea, no lo hice expresamente —bramó Weaver.
Pero Stone ya había dejado la sala. Se le oía caminar a toda prisa por el vestíbulo.
Ashburn dirigió una mirada a Chapman.
—¿Qué está pasando?
—Ya lo ha dicho. Sus amigos han desaparecido y los tiene Friedman.
—¿Estás segura? —preguntó el director.
—Lo sabemos de buena fuente.
Ashburn echó un vistazo al vestíbulo.
—¿Qué va a hacer?
—¿A ti qué te parece? —repuso Chapman.
—No puede hacerlo solo.
—Nosotros disponemos de recursos que él no tiene —añadió el director.
—Todo eso está muy bien, pero se trata de John Carr. Y francamente tiene recursos que ustedes no tienen. Y no hay nadie en el mundo más motivado para capturar a esa mujer que él.
—¿Y nos estás diciendo que no sabe dónde los tiene cautivos? —preguntó Ashburn.
—Si lo sabe no se ha molestado en decírmelo.
—¿Dónde lo habéis averiguado?
—En el sur del Bronx —contestó Chapman.
—¡El sur del Bronx! —exclamó Ashburn—. ¿Cómo habéis acabado investigando en el sur del Bronx?
—Esa pregunta tendrá que formulársela a Sherlock Holmes. Yo no soy más que el bueno de Watson.
—Agente Chapman —empezó el director.
—Señor —prosiguió Chapman interrumpiéndole—, si supiese algo importante se lo diría.
—¿Por qué será que no la creo? —Hizo una pausa mientras la observaba—. Creo que se nota a la legua a quién le es leal.
—Soy leal, señor, a personas que están a unos cinco mil kilómetros de aquí: una anciana encantadora, un ambicioso primer ministro y un anciano con caspa y de mente brillante.
—¿Está segura? —preguntó el director.
—Siempre he estado plenamente convencida de ello —repuso Chapman.
Se dio la vuelta para marcharse.
—¿Adónde va? —preguntó Weaver imperiosamente.
—Holmes necesita a su Watson.
—Agente Chapman, esta no es su guerra —dijo el director.
—Tal vez no, pero sería de muy mal gusto retirarme ahora.
—Puedo hacer que la detengan —añadió el director.
—Sí, ya lo sé, pero dudo de que lo haga.
Chapman se dio media vuelta y se apresuró a alcanzar a Stone.