Seis horas más tarde un tipo llamado Ming, uno de los miembros del grupo de guardaespaldas asiáticos de Friedman, se dejó ver. Se trataba de un mercenario muy bien pagado que a veces trabajaba como asesino a sueldo. Nunca se le había podido llevar a juicio, más que nada porque todos los testigos desaparecían. Ming había utilizado la tarjeta de crédito, casi seguro que contraviniendo órdenes, para pagarse el almuerzo en un deli del sur del Bronx.
Se trataba de una zona extensa, pero consiguieron delimitarla un poco. No pudieron localizar ningún coche de alquiler entre los guardaespaldas que Friedman podría haber contratado. En el Bronx no había tantos taxis como en Manhattan y no había constancia de que Ming hubiese estado antes en Nueva York, así que lo más probable es que no intentase averiguar cómo viajar en metro. De manera que basándose en todo esto, Joe Knox había asumido que lo más probable es que hubiese ido andando a buscar la comida.
—Imaginemos un radio de seis manzanas con el deli como punto central. Supone una gran extensión para cubrir, pero mucho menos que la que teníamos que comprobar antes —le explicó a Stone por teléfono.
—Buen trabajo, Joe.
—¿Y quién forma parte de tu partida de caza?
—Harry Finn, Mary Chapman, del MI6, y yo.
—Y yo.
—No, Joe, tú no.
—Alex Ford me salvó la vida. Se lo debo.
—Pensaba que te ibas a jubilar.
—Y me jubilaré, pero cuando esto acabe. ¿Cómo vamos a Nueva York?
—En coche particular. Por lo que sé, Friedman también sabe cómo poner señuelos en los sistemas electrónicos, así que los coches de alquiler están descartados.
—Podemos ir con mi Rover. ¿Cuándo quieres que salgamos?
—¿Estás seguro?
—No me lo preguntes más. ¿Y el resto del Camel Club?
—A Reuben le dispararon. No quiero que Annabelle tenga nada que ver con esto. Y Caleb, bueno …
—Ya me has dicho suficiente.
Partieron a las cuatro de la mañana. Knox conducía. Stone iba de copiloto. Finn y Chapman en el asiento trasero. Stone les había explicado el plan la noche anterior. Excepto Knox, todos iban disfrazados por si Friedman había enviado a alguien a hacer lo mismo que estaban haciendo ellos. Puede que ella hubiese visto a Finn cuando había seguido a Turkekul y Stone no estaba dispuesto a correr ningún riesgo.
Todos tenían una foto de Ming y Knox también tenía una de Friedman, aunque era poco probable que tuviese el aspecto de antes.
—Un radio de seis manzanas —les repitió Stone cuando llegaron a la Gran Manzana, ya completamente despierta, con millones de personas que se dirigían al trabajo. Knox iba a dedicarse a dar vueltas en el coche en cuanto dejase a los otros tres en diferentes puntos del sur del Bronx. La zona en la que estaban no era precisamente Park Avenue, pero todos iban armados y eran muy capaces de cuidarse solos.
Stone hizo su recorrido a pie hasta el deli. No necesitaba mirar de nuevo la foto de Ming. Había memorizado cada uno de sus rasgos característicos, el más llamativo, un par de ojos inexpresivos. Stone sabía que si Ming no hubiese sido un asesino a sueldo sería un psicópata y habría hecho lo mismo gratis, pero incluso los psicópatas cometían errores. El de Ming había sido pagar con la tarjeta de crédito un bocadillo de pastrami, una lata de cerveza Sapporo y una ración de patatas fritas.
Aunque en el sur del Bronx había muchas zonas aburguesadas de vecindarios florecientes y calles comerciales, también tenía la mitad de los complejos de viviendas de protección oficial del municipio. Y a pesar del nuevo estadio de los Yankees, que había costado mil millones de dólares, un cincuenta por ciento de la población vivía por debajo del umbral de la pobreza. La delincuencia suponía un grave problema y había zonas que era mejor evitar. Stone y compañía se encontraban precisamente en una de ellas.
No obstante, Stone estaba menos preocupado por los delincuentes nacionales que por el grupo de asesinos importados. No dejaba de mirar, pero cuando el sol estaba alto en el cielo y las gotas de sudor le empezaron a caer por el cuello, se dio perfecta cuenta de que para encontrarlos iba a necesitar un pequeño milagro.
Se hallaba a tan solo unas horas de conseguir uno.
Chapman informó de que lo había localizado. Dio la dirección de donde estaba.
—Se dirige hacia el oeste, está cruzando la calle.
Los demás se dirigieron al lugar mientras ella los mantenía informados mediante mensajes de texto.
Envió un último mensaje y después llamó a Stone.
—Acaba de entrar en lo que parece una tienda de maquinaria en… espera un momento. Eh, la calle Ciento cuarenta y nueve Este, eso es lo que pone en el rótulo.
—¿Qué calle la cruza? —preguntó Stone.
Chapman les contestó.
—Ahora, ponte a cubierto. Puede que vigilen la calle —dijo él.
Ella cruzó la calle y entró en un callejón. Miró hacia atrás, al edificio de ladrillo visto de cuatro plantas.
—Parece que está abandonado —dijo por el móvil.
—No te muevas y vigila —añadió Stone—. Llegaré en diez minutos.
En nueve minutos Stone se reunió con ella en el callejón.
—Knox y Finn vienen hacia aquí desde el otro lado —le dijo él. Observó el edificio—. ¿Has visto algo más?
—Una silueta en una ventana del tercer piso. No parecía Ming, pero no estoy segura.
Stone examinó la zona y se preguntó por qué Friedman había escogido ese lugar para esconderse. Era evidente que en algunas zonas del sur del Bronx había muchos edificios que nadie utilizaba. De todas formas era una elección extraña, pensó Stone. Pero empezaba a darse cuenta de que Marisa Friedman era mucho más compleja de lo que en un principio había pensado. Y eso que entonces ya pensaba que tenía mucho talento.
Miró al sudeste hacia el East River donde a lo largo de los años se habían arrojado unos cuantos cadáveres. Hacia el oeste se encontraba el río Harlem, más allá el Alto Manhattan y después el río Hudson, donde la Interestatal 95 conectaba la ciudad con Nueva Jersey hacia el sur y Nueva Inglaterra hacia el norte.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Chapman.
—Nos quedamos aquí sentados y observamos.
—¿Cuánto tiempo?
—El tiempo que tardemos en calcular lo que tienen, quién hay y cómo detenerlos con el mínimo riesgo para nosotros.
—¿Y si avisamos a la policía de Nueva York o al FBI?
Stone la miró.
—Cuando insististe en venir asumí que ibas a hacer lo que yo dijese.
—Y lo voy a hacer, pero hasta cierto punto. Tenemos que hacer todo lo que esté en nuestras manos para capturar viva a Friedman y llevarla a juicio.
—Tú dijiste que te iba a ser difícil no apretar el gatillo.
—Solo lo dije para hacerte sentir mejor. Yo no tengo problema con eso. No merece la pena joderme la vida por ella, pero la cuestión es si tú eres capaz de contenerte y no apretar el gatillo.
—Si no queda más remedio sí, soy capaz.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Quiero decir que dudo mucho de que ella vaya a salir con las manos arriba para que después puedan juzgarla, condenarla y ejecutarla por alta traición. Si intenta hacer daño a alguien de mi equipo, haré todo lo que pueda por matarla. Me imagino que tú piensas lo mismo.
—¿Qué preparación tiene en el manejo de armas?
—He leído su expediente. Tiene mucha. Y toda con las calificaciones más altas en cuanto a ejecución. Corto y largo alcance.
—Y yo que pensaba que no era más que una cara bonita.
Stone la cogió por el hombro.
—Esto es serio, Chapman. No hay tiempo más que para dar lo mejor de uno mismo. Así que déjate de chistes.
Chapman tiró para soltarse.
—Dejaré que mi rendimiento hable por sí mismo. ¿Qué te parece?
Stone desvió la mirada y volvió a vigilar el edificio.
Al cabo de unos minutos recibió una llamada de Finn.
—En posición. No hay movimiento. Dos puntos de entrada. Uno en el centro y otro al este del centro. Parece que está cerrado y supongo que vigilado. Puede que también tengan un sistema portátil de vigilancia. Al menos si yo fuera ellos y hubiese escogido una zona como esta para esconderme lo tendría.
—Estoy de acuerdo contigo, Harry —convino Stone—. ¿Está Knox ahí?
—Afirmativo. ¿Qué quieres que hagamos?
—Vamos a esperar y ver lo que se pueda ver. Cuando entremos, quiero que sea lo más limpio posible. ¿Hay alguna posibilidad de conseguir el plano del interior del edificio?
—Ya lo he bajado a mi teléfono.
—¿Cómo lo has conseguido con tanta rapidez? —preguntó Stone sorprendido.
—Tengo un colega en el Departamento de Urbanismo. Servimos juntos en la Armada.
—Descríbeme la distribución.
Finn se la describió.
—Muchas zonas problemáticas —señaló Stone.
—Estoy de acuerdo. Una vez que logremos entrar. Esa será la parte difícil. Me refiero sin ser vistos.
—Sigue vigilando. Infórmame cada treinta minutos.
Stone colgó el teléfono y volvió a mirar la vieja estructura de ladrillo.
Chapman se movió detrás de él.
—¿Y si alguien nos ve en este callejón?
—Pues nos vamos.
—Nunca había estado en Nueva York. No es tan glamurosa como había oído.
—Eso es Manhattan, al oeste, por ahí. La tierra de los ricos y famosos. El Bronx es una experiencia totalmente diferente. Tiene algunos lugares que están bien y otros que no lo están tanto.
—¿Asumo que ya has estado aquí otras veces?
Stone asintió con la cabeza.
—¿Negocios o placer?
—Nunca he viajado por placer.
—¿Y qué hiciste la última vez que estuviste aquí?
Stone ni siquiera intentó contestar a su pregunta. Y por la mirada de ella, estaba claro que Chapman en realidad no esperaba una respuesta.
Sin embargo, su mente se remontó décadas atrás, cuando apretó el gatillo de su rifle de francotirador hecho a medida para acabar con la vida de otro enemigo de Estados Unidos cuando cruzaba la calle con su amante camino del hotel de lujo donde iban a acostarse. Su perdición había sido la orden de ejecución de dos empleados de la CIA en Polonia. Stone le había disparado en el ojo derecho al dar las once de la noche a una distancia de ochocientos metros desde un lugar elevado y con una brisa del norte que le había provocado algún que otro momento de preocupación. La mujer ni siquiera se dio cuenta de lo que sucedía hasta que su amante muerto se estrelló contra la calzada. El departamento de Policía de Nueva York y el FBI local, avisados de lo que iba a pasar, nunca intentaron resolver el caso. Así es como se hacían las cosas entonces. «Mierda —pensó Stone—, quizá todavía se hagan así».
Volvió a concentrarse en el edificio de ladrillo incluso cuando su dedo índice se curvó sobre un gatillo imaginario.