Joe Knox era un hombre fornido que con cincuenta años todavía conservaba la corpulencia del linebacker que había sido en la universidad. Stone y él habían pasado un tiempo juntos en una prisión de máxima seguridad sin haber gozado de la posibilidad de juicio y mucho menos de un veredicto. A Knox, un jefe de la CIA que al final resultó ser un granuja le había encargado atrapar a Stone. Pero después de haber sobrevivido al calvario de la cárcel, en gran medida gracias a la confianza mutua que se profesaban, Knox y Stone habían entablado una sólida amistad.
—Lo he seguido todo —explicó Knox cuando estaban sentados uno frente al otro en la casita de Stone—. Por los periódicos o por los rumores, oficiales o no tanto, en la Agencia. —Alex Ford había ayudado a la hija de Knox a encontrar a su padre cuando este fue secuestrado y encerrado en esa prisión, y él nunca lo había olvidado. La expresión de su rostro revelaba claramente su deseo de atrapar a quienes habían puesto a Alex al borde de la muerte.
—Entonces no perdamos tiempo —repuso Stone—. ¿Qué cártel mexicano ha movido grandes cantidades de dinero recientemente en los bancos del Caribe y después ha cancelado un pago de quinientos millones de dólares?
—No son buenas noticias, Oliver.
—¿Carlos Montoya?
Knox asintió con la cabeza.
—Cuando los rusos llegaron se cargaron a su madre, a su mujer y a tres hijos y los dejaron en una zanja. Así que mucho no se quieren. Tiene la base en las afueras de Ciudad de México. Y a pesar de que sus negocios han disminuido aproximadamente un noventa por ciento, todavía tiene poder y conexiones por todo el mundo.
—En realidad eso es bueno para nuestros propósitos. Friedman va a tener que ser muy prudente. Y eso ralentizará su huida.
Knox reflexionó al respecto.
—Además tiene otro problema.
—Necesita protección.
—Obviamente, pero no la va a conseguir de los hispanos. Ninguno se va a poner de su lado y menos contra un tipo como Montoya. Y los cachas estadounidenses lo más probable es que se mantengan alejados de ella. No les gusta mezclarse en intentos de asesinatos de presidentes. Las penas son muy duras y los federales que van a por ti demasiados. Podría ponerse en contacto con los de Europa del Este, a los rusos no les importa un pimiento quiénes contratan, o quizá con asiáticos de Extremo Oriente.
—Eso significa que tenemos que enterarnos si unos seis o más han entrado en el país en los últimos días. ¿Crees que lo puedes averiguar?
—Hasta en un mal día —repuso Knox. Hizo una pausa mirándose las manos—. Entonces, ¿cuál es el pronóstico de Alex?
—No muy bueno —admitió Stone.
—Es un gran agente y una gran persona.
—Sí —corroboró Stone—, sí que lo es.
—Nos salvó la vida.
—Lo que significa que tenemos que acabar esto bien. Por él.
Knox se levantó.
—Tendré algo en unas seis horas.
Cuando su amigo se marchó, Stone salió de su casa y paseó por los senderos entre las tumbas. Llegó hasta un banco situado bajo un roble frondoso y se sentó. Ya había perdido a un gran amigo. En cualquier momento podrían ser dos.
Observó una de las lápidas antiguas. Milton Farb yacía bajo tierra en un cementerio no muy lejos de allí. Pronto Alex Ford podría ocupar un lugar similar.
Sería Friedman o él. Ambos no iban a sobrevivir. No después de lo que había hecho la dama.
Sería él quien saldría de esta. O ella. No cabía ninguna otra posibilidad.