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Annabelle se sentó frente a Stone en su casa.

—Me han dejado verle —‌dijo con un hilo de voz, poco más que un susurro.

—¿A Alex?

Ella asintió con la cabeza y se señaló la frente con uno de los dedos.

—Un trozo de granito le golpeó más o menos aquí. Tres centímetros más hacia la izquierda y no le hubiese tocado y ahora no estaría en coma en una cama de hospital.

—¿Sigue igual?

—Un poco peor, la verdad. —‌Contuvo un sollozo‌—. Sus constantes vitales hoy no son tan buenas.

Stone alargó la mano por encima del escritorio y cogió la de ella.

—Lo único que podemos hacer es no perder la esperanza y rezar, Annabelle. Eso es todo.

—Es tan buena persona, Oliver… Un hombre íntegro. Siempre estaba dispuesto a ayudar incluso cuando me comportaba como una imbécil con él.

—Todos tenemos de qué arrepentirnos, probablemente yo más que nadie, con respecto a Alex. —‌Retiró la mano y se recostó en la silla.

—Tenemos que atraparla, Oliver —‌dijo Annabelle. Sus ojos ya no estaban húmedos. Miraba seriamente a su amigo.

—Lo sé. Y lo haremos.

Sacó varios papeles de su bolso.

—Después de que me llamases para preguntarme sobre el rastro del dinero, hablé con mi contacto en las Bermudas.

—¿Te ha podido ayudar?

—¿Sabes la cantidad de dinero ilegal que canalizan los bancos caribeños a diario? Literalmente cientos de miles de millones.

—Una aguja en un pajar, entonces —‌comentó Stone dubitativo.

—Lo sería si no fuese por una cosa. —‌Miró uno de los papeles‌—. Quinientos millones de dólares transferidos a una cuenta de un banco de las islas Caimán hace un mes. Los dejaron bloqueados. Hace poco más de una semana los desbloquearon. Una hora después, transfirieron quinientos millones más a la misma cuenta. Quedaron bloqueados la semana entera. Después, los desbloquearon, pero no pasaron a otra cuenta. Retrocedieron.

—¿Fueron devueltos al ordenante?

—Exactamente. La cuenta fue cancelada.

—¿Qué día exactamente?

—El día en que Alex estuvo a punto de morir.

—¿Cuando se enteraron de que Friedman había fracasado?

—Exacto.

—Así es que recibió la mitad del dinero cuando se alcanzaron ciertos objetivos. Probablemente la explosión en Lafayette, la muerte de Tom Gross y acabar con algunos cabos sueltos como Sykes, Donahue y los hispanos.

—¿Y Turkekul? —‌preguntó Annabelle.

—Él es un caso especial. Al principio pensé que Friedman había aprovechado una oportunidad que se había presentado sola, pero ahora no estoy tan seguro.

—No entiendo lo que quieres decir.

—Yo tampoco estoy muy seguro de entenderlo. Tendremos que ver cómo termina todo esto. ¿Hay forma de ver a dónde ha ido a parar el dinero?

Negó con la cabeza.

—La policía ha presionado a los bancos suizos para que sean más transparentes y han accedido. Eso ha hecho que muchas transacciones fraudulentas se trasladen al Caribe. Y los isleños no han sido tan receptivos como los suizos. Necesitaremos más pericia para conseguir esas respuestas.

—Creo que quizá tenga la forma de encontrarla —‌repuso Stone.

—Pero Friedman tiene quinientos millones de dólares a su disposición. Con eso se financia un excelente plan de huida.

—Sí, es cierto, aunque tiene algunos problemas.

—¿El que la ha contratado?

—Intentar huir ahora supone enviar señales que ellos pueden interceptar. Puede que piense que, si espera el momento oportuno, perderán interés en ella y se dedicarán a otros asuntos.

—Pero ella puede delatar a uno de los cárteles o a más de uno por los intentos de asesinato —‌repuso Annabelle‌—. No van a dejar que eso se quede así en el aire. Ahora ella se ha convertido en un testigo potencial contra ellos.

—Es una mujer muy inteligente y no me cabe duda de que ha pensado exactamente lo mismo. Razón de más para tomárselo con calma, pero ahí no acaba la historia.

—Quieres decir que por otro lado la poli la está buscando.

—Sí. Y estoy seguro de que Friedman ya sabe que vamos tras ella.

—Si Alex no sale de esta, ¿cómo vamos a seguir sin él, Oliver? —‌preguntó Annabelle mientras recogía sus cosas preparándose para marcharse.

Parecía que iba a empezar a llorar otra vez. Stone la rodeó con sus brazos y la abrazó con fuerza. Dejó que Annabelle Conroy, probablemente la estafadora con más talento de su generación, pero una mujer de gran corazón y con un inquebrantable sentido de la lealtad, sollozase quedamente en su hombro.

—Nunca podremos seguir sin él, Annabelle. Lo único que podemos hacer es sobrevivir día a día. Creo que tú y yo sabemos mejor que la mayoría lo que es eso —‌declaró Stone cuando ella dejó de sollozar.

Asintió en silencio y después se marchó. Stone contempló cómo se alejaba en el coche y entró de nuevo en casa.

Llamó por teléfono a alguien a quien conocía desde hacía poco tiempo, pero con quien había formado una alianza permanente.

Joe Knox contestó el teléfono.

—Joe, soy Oliver Stone.

Contestó con una típica respuesta de Joe Knox.

—Me preguntaba cuánto tardarías en llamarme. En una hora estoy en tu casa.