Al cabo de dos minutos Stone y Chapman estaban en un sedán del Gobierno en dirección al centro de la ciudad. Desde el coche los acompañaron a una pequeña sala de reuniones de la Oficina de Campo de Washington del FBI. A Stone no le sorprendió ver allí al director del FBI ni a la agente Ashburn. Pero sí que le sorprendió ver a Riley Weaver entrar y sentarse al lado del jefe del FBI.
—Ya le he dado mi informe a la agente Ashburn —dijo Stone.
—Sé que el agente Ford y usted son amigos —empezó el director, que se había dado perfecta cuenta del tono poco cooperativo de Stone.
—En realidad es uno de mis mejores amigos —puntualizó Stone.
—Necesitamos entender esto mejor, agente Stone —terció Ashburn.
—Ya no soy agente. —Miró a Riley Weaver—. Me apartaron del servicio.
El director del FBI carraspeó.
—Sí, bueno, de eso ya nos ocuparemos más tarde. Ahora tenemos que centrarnos en nuestra situación.
Stone no hizo amago de hablar. Se limitó a mirar fijamente a Weaver hasta que el hombre se sintió tan incómodo que miró la puerta como si quisiese huir despavorido.
—Intentaré explicarlo. Si me dejo algo estoy segura de que el «agente». Stone me ayudará —dijo Chapman al final.
Durante los siguientes veinte minutos les explicó todo lo que había sucedido, desde que Stone se dio cuenta, cuando visitaron la casa de Escalante, de la ubicación de la bomba, hasta los frenéticos mensajes que le envió a Alex Ford.
—Una ingeniosa investigación y deducción, Stone —dijo el director del FBI mientras Ashburn asentía con la cabeza—. Si no hubiese actuado como lo hizo, el país estaría llorando a su presidente. Le salvó la vida —añadió.
—Es a Alex Ford a quien tiene que agradecérselo, no a mí.
—Ya lo sabemos —repuso Weaver con sequedad.
Stone lo miró.
—Bien. Me alegro de que estemos todos de acuerdo.
Cuando la explicación llegó a la utilización de los nanobots para cambiar la estructura molecular de las trazas de explosivos, tanto el director de la ATF como el agente Garchik dieron la impresión de estar a punto de vomitar.
—Si eso es cierto lo cambia todo —dijo Garchik—. Todo. —Miró a su director, que, abatido, asentía con la cabeza.
Weaver dirigió la mirada al director del FBI.
—¿Y estamos seguros de que ese es el caso?
—Carmen Escalante, en la ceremonia de hoy, ha pasado al lado de dos perros detectores de explosivos y por un escáner de bombas —añadió Ahsburn—. Ni los animales ni la máquina han reaccionado.
—Y hemos comprobado el vídeo de Padilla al entrar en el parque. Lo mismo. Caminaba a menos de treinta centímetros del perro y nada —añadió el director de la ATF—. Sea lo que sea lo que hicieron con esa cosa de los nanos, funcionó. Alteraron el olor y la huella química.
El director del FBI carraspeó de nuevo.
—De eso tendremos que ocuparnos, no cabe duda, pero ahora mismo necesitamos averiguar quién está detrás de esto.
—¿Han entrevistado a Carmen Escalante? —preguntó Chapman.
—Interrogado, más bien —corrigió Ashburn—. A menos que sea una gran actriz, la han engañado. No sabía nada de la bomba en las muletas.
—Un lugar perfecto para una bomba, la verdad —reconoció el director—. Al pasar por el magnetómetro, sonaron, normal, pero es que son de metal. Y no se las hicimos pasar por los rayos X porque, en fin, habría quedado un poco mal.
—Pero Padilla tuvo que ver en la explosión de la bomba —añadió Chapman—. Aunque Escalante sea inocente. No puedo creer que el tipo apareciese en el parque con una bomba en el cuerpo, pasase al lado de los perros para ver si le detectaban la bomba y después saltase en el agujero cuando empezaron los disparos. Tenía que saber que iba a morir.
—Le hemos investigado mucho más —aseguró Ashburn—. ¿El accidente del autobús que provocó la muerte de los padres de Carmen y las lesiones en las piernas? En realidad fue un sabotaje. Sospechamos que el padre de Carmen trabajaba para uno de los cárteles de la droga de México. Es probable que quisiese abandonar. No les gustó. Así que manipularon los frenos del autobús. Dispuestos a matar a cien personas por acabar con una.
—Eso explica lo que pasó con los hispanos de Pensilvania —apuntó el director del FBI—. No eran los rusos, como nos hicieron creer. Probablemente fueron los cárteles mexicanos de la droga. O lo más seguro Carlos Montoya, que quiere volver a controlar el cotarro.
—De manera que Montoya se carga al presidente de Estados Unidos y al de México de una tacada —añadió Ahsburn. Miró al director—. Y a usted también, señor.
El director asintió con la cabeza.
—Tiene sentido. Pensábamos que Montoya ya no se dedicaba al narcotráfico o incluso que estaba muerto, pero probablemente nos haya engañado a todos y haya intentando una jugada para recuperar su imperio y que culpásemos a los rusos. En el vacío de poder que inevitablemente seguiría, los cárteles mexicanos volverían a ser los reyes. Y si realmente Montoya está detrás de esto, eso significaría que él también volvería a ser el rey.
—Entonces, ¿todo lo de Fuat Turkekul era una farsa? —preguntó Ashburn—. ¿No era un traidor?
—Seguramente no. Es más probable que lo sacrificasen —contestó Chapman.
—¿Y el vivero, John Kravitz y Georges Sykes? —inquirió el director del FBI.
—Todos inocentes y también sacrificados —repuso Chapman—. Para reforzar la trama rusa, pero Judy Donahue estaba confabulada. Sobornada y después asesinada.
—¿Y la tecnología? ¿Los nanobots? ¿Estáis diciendo que los cárteles de la droga poseen los medios para hacer esto? —preguntó Garchik.
—He hablado con mi homólogo en la DEA[4]. Me ha dado una explicación general del estado actual del narcotráfico. Aun a pesar de que los rusos hayan echado a los mexicanos a la fuerza, estos últimos siguen teniendo miles de millones de dólares de flujo de caja. Y a algunos de los mejores científicos del mundillo para hacerles el trabajo de laboratorio de las drogas. Y los expertos que no tienen los pueden contratar con facilidad u obligar a trabajar en esto. No se trata solo de bombas. Como dijo mi amigo de la DEA, si son capaces de cambiar el olor de los explosivos, saben cambiar el olor de las drogas. Pueden pasar la droga sin problemas por delante de nuestras defensas. Esto va a cambiar las reglas del juego. La guarda fronteriza, la DEA y el resto de las agencias estarán indefensas.
—¿Y por qué no nos hemos enterado de esto antes? —preguntó Riley Weaver, en su primera intervención—. ¿Me refiero al hecho de que el padre de Escalante pertenecía al cártel?
—Padilla no era una persona de interés, bueno, al menos no durante mucho tiempo. Todos pensamos que era la víctima, no el autor del delito, así que no había razón para investigar más. E incluso este último informe que surge de México es especulativo. No hay pruebas concretas. No podemos demostrar legalmente que Montoya está detrás de esto. Al menos todavía no —contestó Ashburn.
—Así que asesinaron a los padres de Carmen. ¿Dónde entra Padilla? ¿También trabajaba para el cártel? —inquirió Chapman.
—Lo dudo, al menos por lo poco que sabemos. Esa fue otra de las razones por la que no investigamos más a Padilla. Nuestras investigaciones preliminares no dieron ningún resultado —repuso Ashburn.
—Es posible que viniese aquí huyendo para alejar a Carmen de ellos, pero puede que el cártel los encontrase aquí —apuntó el director.
—Y quizá chantajeasen a Padilla para que trabajase para ellos. Le amenazasen con asesinar a Carmen si no aceptaba. Puede que ni siquiera supiese que llevaba una bomba esa noche. Tal vez solo le dijeron que cuando empezasen los disparos corriese y saltase dentro del hoyo. Para mí, lo más inteligente es que han utilizado las muertes de Padilla y de Tom Gross para su propio fin, sabiendo que iba a haber un funeral oficial por las víctimas —añadió Ashburn.
—Exacto —convino Chapman—. Crearon el evento que querían sabotear. —Miró a Stone—. También fue él quien llegó a esa conclusión.
Riley Weaver golpeó la mesa con la mano.
—Bien, todo esto es muy interesante, pero todavía no sabemos cómo detonaron la bomba. Ni quién fue su conexión en Estados Unidos. De acuerdo, quizá no fueron los rusos. Quizá sí sean Montoya y los mexicanos, pero han de tener una conexión aquí. Es imposible que hayan conseguido hacer todo esto sin un traidor en nuestras filas. Si no fue Turkekul, ¿quién fue?
Al fin Stone se movió. Miró a Weaver.
—El traidor resulta bastante obvio a estas alturas, ¿no cree, señor director?
Miró a Weaver con tal intensidad que al final el hombre se puso rojo.
—Será mejor que no me acuses de …
Stone le interrumpió.
—Me quedo con la respuesta más sencilla cuando se me presenta.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el director del FBI con calma.
—Quiero decir que es la única persona que queda.
Todos los que estaban en la sala lo miraron con curiosidad.
—Venga, se refiere a Marisa Friedman.
La sala quedó en silencio mientras cada una de las personas miraba primero a Chapman y después a Stone. El director del FBI y Ashburn parecían conmocionados.
Riley Weaver estaba notablemente pálido. Cuando Stone le miró, se giró abruptamente.
—Eso es ridículo —barbotó.
—¿Recuerdan el edificio del gobierno desde dónde disparó el francotirador? Cuando Stone y yo lo descubrimos, estuvieron a punto de matarnos. Hubo una serie de pistas falsas que querían que encontrásemos y que apuntaban a los rusos, pero la conexión con el edificio del gobierno no era una de ellas. Eso era precisamente lo que no querían que conectásemos con el caso. ¿Por qué? Porque tenía que ser alguien que supiese de ese edificio. Tenía que ser alguien que pudiese tener acceso a él. Tenía que ser un infiltrado —explicó Chapman.
Stone señaló a Weaver.
—En su lado. Alguien como Friedman.
Weaver empezó a decir algo, pero se quedó sentado mirando a Stone.
—Y Friedman estaba en el parque esa noche. Pudo haber detonado la bomba con el teléfono móvil cuando se marchó. Se encontraba en la parte este del parque, lejos de los francotiradores. Y pudo haber sido quien llamó a Turkekul para hacerle salir y que le disparasen en la avenida George Washington, mientras pretendía trabajar con nosotros para pillarlo a él y a quien fuese que trabajase con él. Como recordarán, fue Friedman quien primero descubrió a Turkekul, lo que, para empezar, hizo que todos ustedes sospechasen que era un topo y un traidor.
—Y —prosiguió Stone mirando a Weaver de nuevo— fue despedida del servicio de inteligencia por su complicidad en la muerte de Turkekul. Lo que le ofreció la oportunidad perfecta para retirarse del terreno de juego sin que se le preguntase nada. Nos la ha jugado a todos y bien jugada.
—No tienes pruebas de que sea así —masculló Weaver.
—Director Weaver, ¿ha intentado ponerse en contacto con Marisa Friedman últimamente? —preguntó Ashburn en voz alta.
Todas las miradas se dirigieron al jefe del NIC.
—No he tenido motivo para intentar ponerme en contacto con ella —repuso a la defensiva.
—Yo diría que ahora sí que tiene un motivo —adujo con firmeza el director del FBI.
Weaver sacó lentamente el teléfono y marcó un número con su grueso índice. Pasaron cinco, diez, veinte segundos. Dejó un mensaje para que lo llamase.
Guardó el teléfono.
—Bueno, no ha contestado. Eso no demuestra nada.
—Pero, si tengo razón —añadió Stone—, ¿qué cree que está haciendo en este instante?
—Correr como alma que lleva el diablo —dijo Chapman.
—Si tienes razón. Pero eso es mucho decir —repuso Weaver.
El director del FBI se dirigió a Ashburn.
—Tenemos que encontrar a Friedman. Inmediatamente.
—Sí, señor. —Ashburn cogió su teléfono y salió de la sala.
Weaver negó con la cabeza y miró al director del FBI.
—No podemos limitarnos a aceptar lo que diga este hombre. Friedman es una de las mejores agentes de campo con las que jamás he trabajado.
—Creo que en realidad es la mejor —añadió Stone—. El único problema es que ya no trabaja para nosotros.
—Bueno, si tienes razón, probablemente ya esté muy lejos —prosiguió Weaver—. Seguro que tenía preparado hasta el último detalle de su estrategia para huir.
Stone se dirigió a él.
—Seguro, excepto por una pequeña cosa.
Weaver le miró con desprecio.
—¿Ah, sí? ¿Y qué cosa es?
—Los presidentes siguen vivos. Lo que significa que ha fracasado. Dudo que su patrón esté muy contento, pero eso también nos da una oportunidad para llegar hasta ella.