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Alex Ford vigilaba estoicamente los alrededores y siguió haciéndolo incluso cuando sintió el zumbido en el bolsillo. Lo ignoró. Ni llamadas ni correos electrónicos durante las misiones de protección. Cuando estaban cerca del presidente cambiaban el tono a vibración. Y la función de enviar SMS la habían eliminado directamente de los teléfonos. Debería haber apagado el móvil. Observó a los invitados al pasar por el magnetómetro, pero antes de llegar hasta allí tenían que avanzar por una serie de puestos de control y de aparatos para la detección de explosivos. Dirigió la mirada hacia los perros detectores que husmeaban a las personas que asistían al funeral. Tras la explosión en Lafayette Park, había perros por todas partes y constituían la mejor línea de defensa, porque eran móviles.

El teléfono zumbó otra vez. Volvió a ignorarlo. Si su jefe le veía al teléfono cuando se suponía que debía estar atento a posibles amenazas le caería una buena bronca. La verdad es que probablemente fuera su último día de trabajo en el equipo de protección.

Observó al presidente cuando tomaba asiento en primera fila. El presidente mexicano se sentó a su izquierda. Había dos sillas entre los dos dignatarios. Alex vio cómo acompañaban a Carmen Escalante pasillo abajo, las nuevas muletas apenas hacían ruido cuando tocaban la tierra blanda. Alice Gross, vestida de negro con un velo que le cubría el rostro, caminaba detrás de Escalante. Los cuatro hijos de Gross estaban sentados en la fila inmediatamente anterior a la del presidente de Estados Unidos.

Los dos presidentes se levantaron cuando Escalante y Gross se acercaron por la fila. Los dos les dieron el pésame a las mujeres y todos tomaron asiento.

Alex maldijo el teléfono cuando zumbó una vez más. Por el sonido sabía que esta vez le habían enviado un correo electrónico. Miró alrededor para localizar a cada uno de los miembros del equipo de protección. Todos igual que él. Expresión impasible, gafas de sol, intrauriculares, rígidos, manos delante, observaban, lo escudriñaban todo con la mirada, intentando reconocer incluso la posibilidad de una amenaza antes de que se convirtiese en algo más, como una bala o una bomba.

El teléfono volvió a zumbar. Él volvió a maldecir, esta vez un poco más fuerte. Miró a su alrededor. Podía cogerlo si se tomaba su tiempo. Desplazó la mano hasta el bolsillo del pantalón, sacó lentamente el teléfono boca arriba hasta que apareció solamente la pantalla. Pulsó con el pulgar el icono del correo electrónico.

—Fantástico —‌masculló cuando vio dos nuevos mensajes que entraban con menos de un minuto de diferencia. Entonces vio quién los enviaba.

Oliver Stone.

Levantó la vista para asegurarse de que nadie le miraba. La bajó de nuevo, pulsó varias teclas. Sacó el teléfono un poco más. Podía ver la pantalla. Aparecieron los mensajes. Eran iguales. Cuando acabó de leerlos palideció y sintió náuseas. Pulsó dos teclas, la «o» y la «k». Pulsó la tecla de envío y dejó caer el teléfono en el bolsillo.

Respiró hondo mientras dirigía la mirada de nuevo al presidente, el hombre al que había jurado proteger. Había prestado el juramento, igual que todos los agentes del Servicio Secreto, de que sacrificaría su vida por ese hombre. Una gota de sudor le apareció en la frente y se deslizó por su rostro.

¿Y si su amigo estaba equivocado? ¿Si actuaba y resultaba que era un error? Probablemente sería el fin de su carrera. No porque Alex hubiese intentado proteger al presidente. Sino porque habría actuado a raíz de la información proporcionada por un agente de campo ahora caído en desgracia.

Sin embargo a veces, concluyó Alex, uno tiene que confiar en sus amigos. Y él confiaba en Oliver Stone a pies juntillas.

Habló por radio, transmitiendo palabra por palabra lo que acababa de averiguar, salvo que omitió la fuente. A continuación añadió el aviso que Stone le había enviado. «Es probable que se detone a distancia. Cualquier movimiento repentino por nuestra parte y la bomba estallará. Necesitamos una maniobra de distracción o algo que encubra nuestros movimientos. De no ser así, no lo lograremos».

La voz de su supervisor le llegó a través de los intrauriculares.

—Ford, ¿estás completamente seguro?

A Alex se le removieron las tripas cuando contestó.

—Aunque solo estuviese seguro a medias, no podemos arriesgarnos, ¿no le parece?

Oyó como su superior exhalaba un suspiro largo y atormentado. Sin duda estaba haciendo lo que Alex acababa de hacer, es decir, imaginar lo que sería de su carrera si aquello salía mal.

—Que Dios nos ayude, Ford.

—Sí, señor.

Un minuto después se enviaba el plan a todos los agentes a través de la línea de seguridad. Alex miró su reloj. Sesenta segundos. Se esforzó al máximo para parecer tranquilo y profesional. Quienquiera que estuviese detrás de todo aquello veía claramente dónde estaban todos los agentes. Cualquier detalle que indicase que algo iba mal y la bomba explotaría.

Puesto que todo lo había iniciado Alex, había recibido el honor de realizar la última tarea. Un equipo de protección rutinario se acababa de convertir en algo más, algo para lo que todo agente se preparaba y que esperaba con todo su corazón no tener nunca que poner en práctica.

Alex inició la cuenta atrás, la mirada moviéndose por entre las filas de invitados, pero siempre volviendo al presidente. A los treinta y dos segundos en la cuenta atrás de un minuto, empezó a moverse. Bajó por el lateral de la zona de los asientos, como si hiciese una simple ronda de vigilancia. A su izquierda, dos agentes bajaban por el otro pasillo. Como es lógico, el plan se había urdido sobre la marcha y no les quedaba más remedio que esperar que fuese lo bastante bueno. Alex miró la gran cripta situada justo detrás del escenario temporal construido para la ceremonia. Inspiró con rapidez otra vez intentando que la adrenalina no perjudicase su capacidad motora.

Veintidós segundos.

Alex aceleró el paso. Se estaba acercando a la fila donde estaba sentado el presidente, pero no le miraba a él. Miraba a alguien más.

Cuando quedaban diez segundos sucedió.

Con un grito, una mujer que bajaba por el pasillo para dirigirse a su asiento cayó al suelo. Inmediatamente, la rodearon varias personas. El lugar donde debía caer había sido cuidadosamente planeado. En realidad, se trataba de una agente del Servicio Secreto en la reserva que había sido requerida a toda prisa para caerse en ese preciso instante al lado de la fila del presidente.

La multitud de gente que se había reunido a su alrededor permitió al núcleo interior del equipo de protección formar un muro alrededor del presidente, un procedimiento normal que no levantaría sospechas. No podrían hacer nada si el terrorista decidía detonar la bomba en ese momento, pero no les quedaba más remedio. Había un hueco en el muro de protección y Alex, tal y como habían convenido, se agachó para entrar por él. Varios agentes lo miraron, las mandíbulas en tensión por la concentración y la preocupación, pero Alex solo se centró en su objetivo.

Carmen Escalante parecía asustada. Hecho que Alex encontró un poco tranquilizador. Si ella no era la terrorista, puede que todos pudiesen salvarse. Si lo era, seguramente detonaría la bomba en los siguientes dos segundos.

Carmen gritó cuando él le arrancó las muletas de los brazos, pero sus chillidos quedaron ahogados por los gritos de los agentes al darse instrucciones unos a otros para proteger al presidente y por la reacción de la multitud a este último hecho.

Como un jugador de rugby al salir de una melé, Alex emergió del muro de agentes con las muletas parcialmente escondidas bajo la chaqueta. Al principio caminó y, cuando ya se había alejado lo bastante de la zona del presidente, echó a correr. Como un toro, se abrió paso entre la gente que se encontraba por el camino, despejó el escenario, sacó las muletas de debajo de su chaqueta, las levantó y las lanzó con todas sus fuerzas. Su objetivo era la zona detrás de la gran cripta, que era el mejor escudo que tenían.

Sin mirar detrás de él, sabía que sus colegas llevaban al presidente lo más rápido posible en la dirección opuesta, atropellando a la gente si era necesario.

Por desgracia, las muletas no llegaron a la zona de detrás de la cripta. La fuerza de la bomba al detonar en el aire fue suficiente para que el escenario se desplomase. Humo, polvo y llamas se precipitaron hacia el exterior desde donde había caído la bomba, devorando las primeras filas, que para entonces ya habían sido desalojadas. La gente corría y gritaba mientras los escombros llovían del cielo.

El presidente ya estaba en su limusina y la caravana de vehículos, chirriando, descendió por el camino asfaltado que conducía a la salida del cementerio.

Misión cumplida. La vida no había terminado. Hoy no. No durante su guardia.

Gracias a la heroica acción de Alex, no hubo muertos, aunque varias personas resultaron heridas de gravedad.

Los agentes se concentraron alrededor del hombre que yacía cerca del escenario destruido. Todas las miradas se dirigieron a la cabeza ensangrentada, a la pieza de granito que tenía clavada.

—¡Una ambulancia, rápido! —‌gritó uno de ellos.

Alex Ford había cumplido con su deber.

Había salvado la vida del presidente de Estados Unidos.

Quizás a cambio de la suya.