79

Stone se despertó y miró a su alrededor. Estaba en casa, tumbado en su viejo catre del ejército. Consultó la hora. Las dos de la mañana. Se levantó, se duchó, restregándose la piel y el pelo con una fuerza inusitada por una razón que en realidad se le escapaba. Se secó, se enfundó los pantalones, la camisa y los zapatos. Después de salir del despacho de Marisa Friedman y antes de regresar a casa, había caminado durante horas, hasta que las piernas le dolieron de tanto patear las aceras de hormigón. Entonces había ido allí y se había dormido casi enseguida de puro cansancio.

Se tomó un Advil, se sentó en el borde del catre y esperó a que se calmase el ligero dolor de cabeza. Dos conmociones cerebrales en un corto período de tiempo. A los veinte no les hubiera dado ninguna importancia. Ahora se la daba. Le estaban pasando factura. La siguiente tal vez acabase con él.

«Quizá podría culpar de todos los errores al hecho de haber volado por los aires dos veces».

Sus pensamientos retornaron de nuevo a Marisa Friedman. Una isla desierta. Dos viejos espías. Se tocó los labios donde ella le había besado. No podía decir que no hubiese sentido… algo. De hecho, ella había dejado claro que estaba dispuesta a ir mucho más lejos que un beso.

¿Y su oferta de marcharse juntos? Una mujer bella. Una dama inteligente. Una mujer que había trabajado en el mismo mundo que él. Al principio Stone había pensado que era una ridiculez. Le había dicho que se lo pensaría solo para no contrariarla.

¿Ahora? Ahora tal vez sí que se lo planteara. ¿Qué le quedaba ahí? Tenía a sus amigos, pero en ese momento cualquiera que estuviese cerca de él también iba a sufrir. Ya se encargaría de ello Riley Weaver. Todo se había desintegrado a una velocidad sorprendente.

Por fin el dolor de cabeza cedió y se puso una chaqueta, dejó la casa y caminó por los terrenos conocidos de Mount Zion. Incluso en la oscuridad sabía dónde estaba cada lápida, cada sendero, cada árbol. Se detuvo delante de unas cuantas tumbas de personas fallecidas hacía mucho tiempo. A veces hablaba con ellas, las llamaba por su nombre. Nunca le respondieron, pero aun así le ayudaba. Le permitía pensar en problemas especialmente difíciles.

«Y ahora tengo unos cuantos».

El leve crujido de una rama le hizo girarse y mirar fijamente el camino.

—Nunca duermes, ¿no?

Chapman caminó hacia él. Pantalones oscuros, blusa blanca, chaqueta de cuero. Debajo la Walther.

—Lo mismo puede decirse de ti —‌repuso.

—Te he estado buscando.

—¿Por qué?

—¿Tienes hambre?

Stone no se había dado cuenta del hambre que tenía hasta que ella se lo preguntó. Ni siquiera se acordaba de la última vez que había comido.

—Sí que tengo.

—Yo también.

Miró el reloj.

—Washington no es una ciudad muy nocturna. Está todo cerrado.

—Conozco un lugar. Un restaurante que está abierto toda la noche. Del lado de Virginia.

—¿Cómo es eso?

—Es que sufro insomnio. Así que siempre hago un reconocimiento de los restaurantes que cierran tarde allá donde esté.

—Vamos.

Condujo a través del río, tomó la avenida George Washington y salió en la carretera 123 dirección Tysons Corner. No había tráfico y todos los semáforos estaban en verde, de manera que enseguida llegaron al aparcamiento del restaurante Amphora, en el barrio de Vienna. Había más de una docena de coches. Stone miró a su alrededor sorprendido.

—No tenía ni idea de que esto existía. Y parece concurrido.

Chapman abrió la puerta y salió.

—Deberías salir más. —‌Cerró la puerta de golpe con la cadera.

Entraron y los dos pidieron desayuno. Enseguida un camarero con chaqueta blanca y pajarita negra, sorprendentemente contento para casi las tres de la mañana, les sirvió el café y la comida.

—He pasado a verte antes —‌dijo Chapman‌—. No estabas en casa.

Stone comió un poco de huevos revueltos.

—Había salido.

—¿Salido adónde?

—¿Importa?

—Tú sabrás.

—Si tienes algo que decir, dilo.

Chapman engulló un poco de beicon.

—¿Así que realmente te das por vencido? —‌preguntó‌—. No pareces el John Carr del que he oído hablar.

—Empiezo a cansarme de la gente que suelta el nombre de «John Carr» como si de repente tuviera que ponerme una capa y resolver los problemas del mundo. Por si no te habías dado cuenta, eso fue hace mucho tiempo y tengo bastantes problemas personales que resolver.

Chapman se puso de pie bruscamente.

—Bueno, perdona, pensaba que todavía te importaba algo.

Stone le sujetó la muñeca y la obligó a sentarse.

—Si lo que quieres es pelea, pelearemos —‌dijo malhumorada.

—Lo que quiero es un poco de cordura y de lógica.

—¡Eh, tío!

Stone se giró y vio a un hombre grandullón, de espaldas anchas, de pie al lado de la mesa.

—Yo de ti dejaría a la señora en paz —‌espetó. Y puso una mano en el hombro de Stone.

Chapman miró rápidamente a Stone y vio la mirada en sus ojos y observó cómo los brazos se le tensaban preparados para golpear.

—No pasa nada. —‌Abrió la chaqueta para mostrar la pistola y enseñó la placa‌—. Estábamos discutiendo a ver quién pagaba la cuenta. De todos modos, gracias por salir en ayuda de una dama, cielo.

—¿Está segura? —‌preguntó el hombre.

Stone apartó la mano del hombre de su hombro.

—Sí, está segura, «cielo».

Terminaron de desayunar y regresaron en coche a la casita de Stone. Stone no hizo ademán de salir del coche. Chapman le miró, pero no dijo nada.

—Gracias por el desayuno —‌dijo.

—De nada.

Guardaron silencio mientras la noche cerrada pasaba ante ellos y el borde del cielo empezaba a clarear.

—No me gusta perder —‌dijo Stone.

—Te entiendo. A mí tampoco. Por eso cuando empiezo algo me gusta acabarlo. Estoy segura de que a ti te pasa igual.

—No tuve mucha elección cuando empecé con este caso.

—¿A qué te refieres?

—A nada.

—Explícamelo, Oliver.

—Es complicado.

—Siempre es complicado, joder.

Stone miró por la ventanilla como si esperase ver a alguien mirando.

—Supongo que era mi castigo.

—¿Castigo? ¿Quieres decir que otras personas sufrieron por algo que tú hiciste?

—Sinceramente espero que sí —‌repuso Stone.

—¿Y ahora que la misión se ha ido al carajo?

—No lo sé, Mary. La verdad es que no sé lo que eso significa para mí.

—Pues sal con tus condiciones.

La miró.

—¿Cómo?

—Pues terminando el puñetero caso.

—No sé por dónde empezar.

—Normalmente no está mal empezar por el principio.

—Ya lo hemos intentado.

—Esperan que vayamos hacia la izquierda, pues vamos hacia la derecha.

—Ya lo hicimos la última vez y mira lo que pasó.

—Pues vamos un poco más a la derecha y con más intensidad —‌contestó‌—. ¿Se te ocurre alguna idea?

Stone pensó durante un minuto o dos mientras Chapman seguía observándolo.

—No, la verdad es que no.

—Bueno, pues yo tengo una —‌añadió‌—. Tom Gross.

—Los muertos no hablan.

—No me refiero a eso.

—Entonces, ¿a qué?

—¿Te acuerdas de cuando estábamos sentados en aquel café y él nos dijo que le vigilaban?

—Sí, ¿y qué?

—Nos dijo una cosa. Nos dijo que solo confiaba en una persona.

Stone tardó tan solo un par de segundos en recordarlo.

—Su esposa —‌repuso.

—Me pregunto si confiaba lo bastante en ella como para contarle algo que pudiese ayudarnos.

—Solo hay una manera de averiguarlo.

—¿Estamos de nuevo en la cacería?

Tardó unos segundos en responder.

—De forma extraoficial. Que es exactamente mi lugar.