—Solo he venido para decir que lo siento.
Stone estaba de pie en el umbral de la oficina de Marisa Friedman en Jackson Place. La mujer le devolvió la mirada. Vestía vaqueros, camiseta y sandalias. Iba despeinada y tenía la mejilla izquierda un poco sucia. Por encima de su hombro Stone veía cajas de embalar.
—Gracias —repuso—. Pero no era necesario. La operación salió mal. Ruedan cabezas. Esa es la naturaleza de la bestia. Aposté y otro se llevó el premio.
—Una operación no autorizada —le corrigió Stone—. Por mi culpa.
Ella se encogió de hombros.
—Ahora ya no importa, ¿no?
—¿Te mudas?
—Cierro el negocio.
—¿Órdenes de arriba?
—En realidad nunca fue mi negocio. El tío Sam pagaba las facturas. Y se quedaba con todos los beneficios. Si de verdad hubiese sido mío, ya estaría retirada con un buen colchón económico.
Se quedó callada y los dos se miraron.
—Estoy haciendo café. ¿Te apetece una taza?
—Vale, aunque me sorprende que en lugar de ofrecerme una taza de café no me apuntes con una pistola.
—Créeme, lo he pensado.
Se sentaron al escritorio.
—¿Y ahora qué? —preguntó Stone mientras se tomaba el café.
—¿Y ahora qué? Buena pregunta. Me ha tocado.
Stone se quedó boquiabierto.
—¿Pero no para siempre?
—Sí —repuso en voz baja—. Fuat Turkekul era nuestro único vínculo con lo que mis superiores denominaban el segundo advenimiento de Stalin. Y lo he perdido.
—No, lo he perdido yo. Y se lo he dicho a Weaver a la cara.
—No importa. Te dejé ir a por él. Da lo mismo. Además no tenía la autorización necesaria, más que nada porque nunca me la hubiesen concedido.
Stone observó el despacho.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Bueno, me pasaré el siguiente año de mi vida escribiendo informes sobre lo que sucedió y defendiendo mis acciones indefendibles ante un tribunal secreto del Gobierno que intentará por todos los medios encontrar la forma de hacerme algo más que despedirme y ya está.
—¿Como qué, la cárcel?
—¿Por qué no?
Stone dejó la taza sobre la mesa.
—¿Tienes alguna posibilidad en el sector privado?
Negó con la cabeza.
—Mercancía dañada. Todos los tipos que contratan a personas como yo trabajaron del lado del Gobierno. Tienen que seguir congraciándose con él. Yo soy persona non grata.
—Hay algo más por lo que tienes que preocuparte —añadió Stone.
Ella asintió.
—Me han descubierto. Sabían lo que intentábamos hacer con Fuat. Si saben eso, saben de mí. Los rusos intentarán matarme, aunque solo sea por satisfacción profesional.
—¿Y no tienes un seguro de cobertura ampliada?
—Nada. La Agencia cortó todos los lazos conmigo en cuanto salió a la luz nuestra pequeña Bahía de Cochinos. Todos estos años de servicio excepcional no me han servido ni para un poquito de apoyo cuando las cosas han ido mal. —Sonrió con resignación—. ¿Por qué debería esperar algo más?
Stone no dijo nada. Bebió un sorbo de café y observó a la mujer.
Ella echó un vistazo a su despacho.
—¿Sabes una cosa? Por extraño que parezca, voy a echar de menos este lugar.
—No me parece extraño.
—Era una espía, pero también era una mujer de negocios. Y la verdad es que se me daban bien los grupos de presión.
—No lo dudo.
Ella le miró.
—¿Y tú?
—¿Yo qué?
—Venga. Los gritos de Riley Weaver se oían desde Virginia.
Stone se encogió de hombros.
—Estuve mucho tiempo al margen de esta profesión. Volveré a dejarlo. Esta vez para siempre.
—Weaver irá a por ti.
—Lo sé.
—Hará que tu vida sea un infierno.
—Eso también lo sé.
—Estoy pensando en largarme a una isla desierta donde no me puedan encontrar ni él ni los rusos.
—¿Existe ese lugar?
—Merece la pena averiguarlo.
—Para eso se necesita dinero.
—He ahorrado bastante.
—Yo no.
Ella le miró.
—¿Quieres apuntarte?
—Definitivamente soy un equipaje que no necesitas.
—Nunca se sabe. Nosotros dos contra el mundo.
—Seguramente te ralentizaría.
—Algo me dice que no. Dos viejos espías en la carretera.
—Tú no eres vieja, Marisa.
—Tú tampoco, John.
—Oliver.
Se levantó y se acercó a él con suavidad.
—Ahora mismo deja que sea John a secas.
—¿Por qué?
Ella le besó.
Stone se echó hacia atrás sorprendido.
—Acabo de costarte tu carrera —dijo.
—No. Puede que acabes de abrirme los ojos al futuro.
Apretó su cuerpo contra el de él, casi desplazándolo de la silla. Su perfume le embriagaba, era como si la chispa de un soldador hubiese estallado en la parte del cerebro que correspondía a los sentidos.
Se apartó de ella y negó con la cabeza.
—He estado por todo el mundo y creo que jamás he olido algo igual. La verdad es que ha sido como una pequeña explosión en la cabeza.
Ella sonrió.
—Es un perfume que encontré en Tailandia. No se comercializa en Estados Unidos. La traducción a nuestra lengua sería aproximadamente «dos corazones en uno». Se supone que tiene un efecto visceral en los hombres. Y no me refiero al lugar obvio. Más emocional.
—Sí, doy fe de ello.
Se inclinó más hacia él.
—No rechaces mi oferta tan a la ligera.
—Para nada, pero sinceramente sería una locura.
—Nada es una locura si lo deseas de verdad. —Volvió a sentarse—. ¿No crees que te mereces un poco de felicidad? ¿Un poco de paz después de todo lo que has pasado?
Stone dudó.
—Me lo pensaré.
Ella le tocó la mejilla.
—Eso es todo lo que pido, John. He esperado mucho tiempo a alguien como tú. He perdido mi carrera, pero quizás haya encontrado algo para remplazarla.
—Puedes conseguir a quien quieras. ¿Por qué yo?
—Porque eres como yo.