65

—¿Qué coño vamos a hacer con vosotros? Estáis en todas partes —‌dijo Weaver.

McElroy apoyó los codos en la mesa y formó una tienda con las manos.

—¿Cómo es que os habéis interesado por Marisa Friedman?

—Era la única que quedaba —‌dijo Stone.

—¿Y habéis deducido adónde se dirigía?

—A ver a Turkekul.

McElroy miró a Weaver y luego a Adelphia.

Stone se dirigió a McElroy.

—¿O sea que por eso, cuando me enteré de tu relación con Turkekul, no quisiste responder a mi pregunta?

—¿Te refieres a si te ocultaba algo más? Debo decir en mi defensa que entré en el juego cuando ya había empezado, y cuanto más profundizábamos en el mismo, más enrevesado se volvía. Reconozco que es la partida de ajedrez más intensa de mi carrera, Oliver. De verdad que sí. Espero estar a la altura de las circunstancias.

Stone se volvió hacia Weaver.

—¿Y tú estás a la altura de las circunstancias?

Weaver se sonrojó.

—Estamos haciendo lo que podemos en unas circunstancias sumamente adversas. Un pequeño paso en falso y se va todo al garete. Eso es lo que habéis estado a punto de conseguir esta noche.

—¿Cómo nos habéis localizado? —‌preguntó Chapman.

—Fácil. Hemos seguido a Friedman y hemos visto que la seguíais.

—¿Por qué seguís a vuestra propia agente? —‌inquirió Stone.

—Porque es sumamente valiosa y porque nos preocupamos de los nuestros.

—He visto que nos miraba cuando nos habéis detenido. No parecía sorprendida.

—La hemos telefoneado e informado nada más veros.

—¿O sea que no lo ha sabido hasta entonces? —‌preguntó Stone.

—¿A ti qué más te da? —‌bramó Weaver.

—¿Cuál es el verdadero objetivo de Fuat Turkekul? —‌preguntó Chapman‌—. No va a por Bin Laden, ¿verdad?

—¿Desde cuándo sospecháis que es un traidor? —‌dijo Stone.

Weaver pareció sorprenderse, Chapman se quedó conmocionada, pero McElroy asintió con aire pensativo.

—Me imaginaba que lo descubrirías.

—He tardado lo mío —‌reconoció Stone‌—. Demasiado tiempo, en realidad.

—Nos abordó con grandes promesas —‌explicó McElroy‌—. Con tantas promesas, de hecho, que a Adelphia, aquí presente, una de nuestras mejores bazas, se le encomendó que trabajara con él antes de que lo pusiéramos en manos de Friedman.

Adelphia asintió.

—Es uno de los motivos por las que tuve que marcharme, Oliver —‌dijo‌—. Para trabajar con Fuat.

—¿En qué exactamente? —‌preguntó Chapman.

Weaver soltó una risotada.

—Vino a vendernos la moto. Primero podía conducirnos hasta Bin Laden. Luego dijo que había un topo en nuestras filas y que nos ayudaría a descubrirlo.

—¿Y resultó que el topo era él? —‌dijo Stone.

—Más bien un troyano —‌observó McElroy‌—. Vino a nosotros disfrazado, por así decirlo, y ahora ha soltado un virus entre nosotros.

—¿Un virus? ¿Cómo? —‌preguntó Chapman.

—Le dejamos entrar —‌se lamentó Weaver‌— y trajo otros elementos consigo. Elementos desconocidos.

—Ahora nuestra única solución es hacerle pensar que confiamos en él, trabajar con él y entonces seguirle hasta sus otros contactos. No es nuestro método preferido, pero se nos acaban las opciones.

—¿Por eso no hacía gran cosa? —‌preguntó Stone.

Weaver asintió.

—Exacto. Fuat se lo toma con mucha filosofía. Quiso mudarse a Washington D. C. Se preparó a conciencia, creó su red y acto seguido se va todo a la mierda.

—¿El incidente del parque? —‌preguntó Chapman‌—. ¿Fue él?

—Sin duda —‌afirmó Weaver‌—. Creemos que no fue más que el preludio de algo mucho mayor.

—¿Y Friedman? ¿Qué papel desempeña? —‌preguntó Stone.

—Es una de nuestras agentes más encubiertas. Miembro de un grupo de presión y abogada de día con una plétora de clientes internacionales, muchos de ellos frentes de nuestro gobierno y sus aliados. Eso le permite viajar mucho. Nos informa de lo que ve. Sus conocimientos lingüísticos sobre Oriente Medio son apabullantes. Pasó muchos años allí para la CIA y luego en misiones conjuntas con el NIC. Tiene contactos importantes en la región. Era una elección lógica para la misión con Fuat y así complementar la labor de Adelphia.

—¿Cómo explicáis esa relación? ¿Grupo de presión y académico?

—Es fácil. Friedman representa a varias organizaciones de Oriente Medio que tienen relaciones con Turkekul. Oficialmente trabajan en una serie de iniciativas para reforzar los vínculos comerciales entre Pakistán y Estados Unidos.

—¿Y la llamada telefónica que Friedman realizó en el parque?

—A otro agente que le ofreció una tapadera cuando el FBI investigó el asunto —‌respondió Weaver.

—¿Cuándo empezasteis a sospechar de Turkekul?

McElroy jugueteaba con la corbata.

—Demasiado tarde, por supuesto. Era muy bueno. Friedman fue la primera que sospechó algo. Seguimos la pista de esas sospechas y las confirmamos. Friedman asumió un gran riesgo al hacerlo.

—¿Me estás diciendo que no sabe que sospecháis de él? —‌dijo Stone.

—Es demasiado astuto como para no sospechar, pero no le hemos dado motivos para que sospeche, ya me entiendes. Le hemos dado manga ancha. Le hemos encubierto en varias ocasiones, como bien sabéis.

—¿Qué plan creéis que tiene?

—¿Colocar residuos de nanobot en una bomba? —‌sugirió Weaver‌—. Me da un miedo atroz, y a ti también debería dártelo. Sé que hablaste con el presidente en Camp David. Fue sobre eso, ¿verdad?

—Entre otras cosas. El presidente me explicó lo del potencial biológico y químico. Pero en realidad no entró en detalles. ¿Puede hacer también que la bomba sea más potente, por ejemplo?

—No, sigue siendo un explosivo tradicional —‌dijo McElroy‌—. Creemos que simplemente es una forma de utilizar armas biológicas y químicas a una escala mucho mayor de la que ha sido posible hasta ahora.

—¿Cómo pueden hacer eso los nanobots? —‌preguntó Chapman‌—. Que quede claro que en la universidad suspendí ciencias.

McElroy asintió hacia Weaver.

—Dejo las nociones básicas para mi colega, aquí presente.

Weaver se aclaró la garganta.

—Los nanobots son la siguiente generación de nanorobótica. Se producen a nivel molecular y tienen muchos usos potenciales beneficiosos, como la liberación de fármacos en el organismo. Se cree que en un futuro muy próximo los nanobots podrán liberarse en enfermos de cáncer y programarse para que ataquen y destruyan las células cancerígenas sin dañar las células sanas. Las posibilidades son infinitas.

—¿Y el sistema de liberación de armas biológicas? —‌preguntó Stone‌—. Un terrorista puede poner ántrax en una bomba ahora mismo. Así que ¿por qué el tema de la nanotecnología lo hace más peligroso?

—A nivel molecular cualquier cosa es posible, Stone —‌dijo Weaver con cierta irritación‌—. Básicamente se puede construir algo átomo a átomo fuera de las configuraciones normales.

—Te refieres a las configuraciones normales para las que disponemos de sistema de detección —‌puntualizó Stone.

—Efectivamente, Oliver —‌dijo McElroy‌—. Ahí radica la clave del asunto. La detección. Si lo cambian de forma que no podamos encontrarlo, el otro bando nos aventajaría de manera considerable. De hecho, se trataría de una ventaja insalvable.

—¿El otro bando? ¿Te refieres a los rusos? —‌dijo Stone.

—¿Qué me decís de los chinos? —‌sugirió Chapman‌—. Tienen más dinero que nadie y su nivel científico no está nada mal.

—La metralleta Kashtan. Y hablaban un idioma raro —‌le recordó Stone‌—. Apunta hacia Moscú, no hacia Beijing.

—Tenemos motivos de peso para pensar que los chinos no están implicados en esto —‌dijo McElroy‌—. No necesitan recurrir a esas tácticas para ser una superpotencia. Económicamente ya lo son. Hoy día no se trata de ver quién tiene un ejército mayor, sino quién tiene la cuenta bancaria más abultada, y la cartera de los chinos está más llena que la de cualquier otro. Los rusos, por el contrario, no se encuentran en la misma situación.

—¿Y el incidente del parque fue una forma de comprobar el sistema de liberación? —‌preguntó Chapman.

—Eso creemos, sí —‌dijo Weaver‌—. Los nanobots estaban esparcidos por todas partes. No había armas biológicas o químicas injertadas o cultivadas en ellos. Lo hemos confirmado. Al menos las que conocemos. ¿Pero si las hubiera habido? Habría sido catastrófico.

—¿O sea que los nanobots son una forma de cultivar o construir armas biológicas o químicas a nivel microscópico y con una configuración indetectable? ¿Se cargan en una bomba y se hacen explotar?

—Así es —‌dijo McElroy‌—, y si se hace de la forma correcta las fuerzas de seguridad convencionales no tendrían posibilidad de impedirlo. Así que estamos esperando que Fuat cometa un error y nos conduzca a quienquiera que esté trabajando con él. Y pronto. No basta con arrestarle. Necesitamos a los demás y él es el único contacto que tenemos para llegar a ellos.

—Estamos intentando que Friedman le presione un poco. De ahí el encuentro de esta noche. Encuentro que habéis estado a punto de mandar al garete —‌señaló Weaver.

Stone no hizo caso del comentario.

—¿Cómo acabó Turkekul en contacto con los rusos? —‌preguntó Stone.

—¿Te contó que había vivido en Afganistán cuando fuiste a verle? —‌dijo McElroy.

—Sí.

—Esa época resulta interesante.

—A ver si lo adivino. Finales de los setenta, comienzos de los ochenta, cuando los rusos intentaban acabar con los revolucionarios afganos, ¿no?

—Así es. Estoy seguro de que Fuat fingió haber estado de parte de los revolucionarios afganos.

—Pero los rusos se lo habían metido en el bolsillo —‌dijo Stone.

—Por supuesto eso es lo que pensamos ahora —‌reconoció Weaver‌—. Cuando nos abordó por primera vez creímos que era trigo limpio. Si hubiéramos sabido que le era leal a Moscú ahora mismo estaría en la cárcel. Pero no lo sabíamos.

—¿Entonces el descubrimiento del arma rusa en Pensilvania no fue una sorpresa? —‌dijo Stone.

—No, solo confirmó lo que ya sabíamos —‌repuso Weaver.

—Pero ¿por qué hacer un ensayo en el parque, nada más y nada menos? —‌planteó Chapman‌—. Nos permitió analizar los escombros y descubrir esas nano-cosas.

—Creo que pone de manifiesto que tienen una gran seguridad en su tecnología —‌respondió Weaver‌—. Son unos cabrones arrogantes. La Guerra Fría nunca ha acabado de verdad.

—Quizás esa sea su perdición, por supuesto. Esperemos que así sea —‌comentó McElroy‌—. Por lo menos nos ha brindado la oportunidad de darle la vuelta a la tortilla.

—¿Creéis entonces que Turkekul estaba allí para detonar la bomba a distancia después de marcharse del parque? —‌preguntó Stone.

—Estaba previsto que se reuniera con Friedman, por eso se marcharon juntos —‌dijo McElroy.

—Habría estado bien haberlo sabido antes —‌dijo Stone.

—El secretismo es necesario en ocasiones, Stone —‌farfulló Weaver.

—Vale —‌espetó Stone‌—. Me estoy hartando de oír esa excusa para justificar que nos ocultáis información.

—Como respuesta a tu pregunta, Oliver —‌dijo McElroy‌—, sí, creemos que la detonó a distancia. La excusa de reunirse allí con Friedman era una tapadera perfecta. A Friedman le sorprendió mucho que no estableciera contacto mientras estaba sentada en el banco.

Weaver miró a Stone y a Chapman.

—Y lo único que necesitamos es que vosotros dos no la caguéis.

—Si nos lo hubierais contado ni nos habríamos acercado —‌dijo Stone con razón.

—No hacía falta que estuvierais al tanto hasta ahora, y no me entusiasma lo más mínimo que lo sepáis. Así que, a partir de ahora, manteneos al margen, ¿entendido?

McElroy se levantó apoyándose en la mesa.

—Creo que lo entienden a la perfección, director.

—Una última pregunta —‌dijo Stone. Los dos hombres lo miraron expectantes‌—. El presidente sabe lo de los nanobots. Pero ¿sabe que sospecháis que Turkekul es un traidor? —‌McElroy y Weaver intercambiaron una mirada rápida‌—. ¿Se lo ocultáis porque habéis permitido que un espía se infiltrara entre los nuestros sin daros cuenta? —‌Stone miraba directamente a Weaver‌—. Porque, si es el caso, esto podría saliros muy caro.

El director del NIC se sonrojó.

—Yo en tu lugar me guardaría esa opinión absurda. Para empezar, todavía no entiendo por qué te llamaron para investigar en este caso. Llevas más de treinta años alejado de todo esto y, sinceramente, se nota. Repito, se te ordena que te mantengas alejado de Fuat Turkekul, ¿entendido?

—Como he dicho antes, director, estoy seguro de que el agente Stone lo entiende perfectamente —‌respondió McElroy.

McElroy miró a Stone de hito en hito y le guiñó el ojo.

Los dejaron en el coche de Chapman. Mientras llevaba a Stone a casa, dijo:

—Bueno, por lo menos tenemos unas cuantas explicaciones. Los rusos están otra vez a la greña. ¡Ay, mi madre!

—¿Por qué los disparos? —‌dijo Stone de repente.

—¿Qué?

Stone cerró los ojos.

—Piquetas —‌dijo.

—¿Piquetas? ¿De qué coño estás hablando? ¿Tienes pensado irte de acampada?

—Piquetas blancas. Todas en un lado.

Aquella misma observación les había llevado con anterioridad a deducir que los disparos se habían originado en el edificio del gobierno y no en el hotel Hay-Adams. Pero ¿podría haber otro motivo?

—¿Stone? —‌dijo Chapman‌—. ¿A qué te refieres?

Stone no respondió.