A las siete en punto de la mañana siguiente Chapman se presentó en casa de Stone con James McElroy, quien entró en la casita lentamente y se sentó frente a la chimenea. Se había cambiado de americana e iba sin corbata. Llevaba una camisa de cuadros con el cuello abierto. Iba bien peinado y con los pantalones planchados, pero los ojos enrojecidos y la expresión hundida reflejaban la tensión a la que estaba sometido.
—Chapman me ha contado lo de vuestra aventura anoche. —Contempló la puerta dañada y vio los orificios de bala—. Parece que fue más animada que tomarse una copa antes de acostarse —señaló.
—Y que lo digas —convino Stone.
—Edificio del gobierno de Estados Unidos, ¿no?
—Sí.
—Lo cual complica una situación ya de por sí muy complicada.
—Pero es la primera vez que nos hemos metido bajo su ala, por así decirlo.
—Bueno, algo es algo, supongo. —Le cambió la expresión—. Esta mañana he hablado con el primer ministro, Oliver —empezó a decir.
—¿Y?
—Y no está contento.
—Vaya, por la cuenta que me trae, yo tampoco. Pero hace pocos días que trabajamos en el caso y ya han muerto cuatro personas y, de haberles pasado algo a mis amigos, habrían sido seis.
—Sí, la agente Chapman me ha informado de tu decisión de recurrir a… ¿cómo se llamaba?
—El Camel Club —dijo Chapman.
—Sí, el Camel Club ese para que os ayude. Un nombre de lo más original.
—¿No te parece bien que recurra a ellos?
—Creo que el uso de fuerzas irregulares es ingenioso, sobre todo cuando las tropas a sueldo escasean. Si fuese el caso, pues no sabría decir. Pero esa no es la cuestión.
—Entonces, ¿cuál es el problema exactamente?
—Tengo entendido que has asignado a un hombre a Fuat Turkekul.
—Sí. Harry Finn. Ex SEAL[2] de la Armada. Ahora trabaja para un equipo de operaciones especializado que comprueba la seguridad de instalaciones sensibles en este país y en el extranjero. Pero se ha tomado unas vacaciones y ha decidido ayudarme.
—Estoy al corriente de la identidad de su madre, Lesya, y de la suerte que corrió su padre, Rayfield Solomon.
Stone se quedó anonadado.
—No sabía que fuese del dominio público.
—Por supuesto que no —repuso McElroy—. No lo sabría de no ser porque Solomon fue amigo mío hace años. Llevamos a cabo varias operaciones conjuntas tanto en Asia como en América del Sur. Y conocía a Lesya de su época en la ex Unión Soviética. De hecho fui uno de los primeros oficiales de inteligencia occidentales que se enteró de que era agente doble.
—Entonces, ¿estás al tanto de toda la historia? Me refiero a lo mío. ¿Lo que le hice a Rayfield Solomon?
—Las órdenes son órdenes, Oliver. Tú obedecías. Si no lo hubieras hecho habrías acabado en chirona por insubordinación. Te habrían ejecutado por traición. Sé cómo se las gastan los yanquis en ese sentido, parecido a lo que hacemos nosotros, por cierto.
—Podía haberme negado de todos modos.
—Pero ahora no puedes cambiar los hechos, por mucho que quieras.
—Entonces, ¿también sabes todo sobre Harry?
—No todo. —Intercambiaron una larga mirada—. Pero ¿confías en él? —preguntó McElroy.
—Siempre me ha sido leal, sin el más mínimo atisbo de duda.
—¿Cómo lo has conseguido teniendo en cuenta lo que pasó entre su padre y tú?
—Lo arreglamos entre nosotros. Es todo lo que puedo decir sobre este asunto.
—Entiendo. —McElroy no parecía muy convencido—. De todos modos, ¿no te parece demasiado ponerle al corriente de la presencia y la misión de Fuat? Estoy sorprendido.
—No puedo pedirle que arriesgue su vida sin decirle por qué. Harry sabe lo que Fuat Turkekul significa para este país. Hará todo lo posible para protegerle.
—Lo cual me lleva a que pregunte por qué piensas que Fuat necesita protección adicional.
—El agente Gross creía que su gente le espiaba. El agente Garchik opina lo mismo. Anoche descubrimos que los tiradores del parque no estaban en el hotel, sino en un edificio propiedad del Gobierno para cuyo acceso se necesitaba una tarjeta de seguridad especial.
—Entiendo —dijo McElroy asintiendo con la cabeza.
—¿Sabías que la ATF encontró algo en los escombros de la bomba que no pueden identificar y que han tenido que recurrir a la NASA?
—Sí, Chapman me lo contó. ¿Bombas al espacio exterior? De todas las agencias que tenéis, ¿por qué esa?
—Tal vez la sustancia parezca sacada de algún programa espacial. Aparte de eso, ni idea.
—Vosotros y los rusos sois los únicos con un programa espacial digno de mención aparte de unos cuantos empresarios privados con mucho dinero.
Chapman y Stone intercambiaron una mirada. Si McElroy se percató, no lo demostró.
—Que yo sepa, la NASA tampoco sabrá determinar de qué se trata —dijo Stone.
—O quizá lo sepan pero no lo digan —dijo Chapman—, o no se les permita decirlo —corrigió.
McElroy miró al uno y al otro.
—Bueno, da la impresión de que nos encontramos en un atolladero espantoso. En otras ocasiones he tenido que andarme con cuidado para protegerme de mis enemigos, pero ahora mismo tengo la impresión de que ya nada es seguro.
—¿Qué quiere tu primer ministro?
—La garantía de que una situación ya de por sí mala no empeore.
—¿Puede empeorar? —dijo Chapman.
—Todo puede empeorar —afirmó McElroy—. ¿De Oklahoma City al 11-S? ¿De la bomba en el metro de Londres al atentado de Bombay? Esto podría ser la punta del iceberg, tal como te insinuara el director Weaver.
—Y desde entonces no he sabido nada de él. Supongo que lo que ocurrió con el agente Gross desencadenó todo esto.
—Puestos a especular, creo que nuestro querido señor Weaver está muerto de miedo. No sabe a quién recurrir. Así que no te lo tomes como algo personal.
—Pues no es un panorama nada halagüeño para el jefe de los servicios de inteligencia.
—Pero es exactamente la situación en la que nos encontramos. Es como cuando se produjo la crisis económica global. Los mercados crediticios se quedaron paralizados. Nadie confiaba en nadie. Esa es la situación que vivimos ahora mismo con los servicios de inteligencia.
—Y los malos siguen trabajando con tesón —dijo Chapman acaloradamente.
—Eso mismo.
—Y no podemos controlar lo que hacen los malos —dijo Stone.
—Depende de quiénes sean —repuso McElroy.
Stone caviló al respecto durante unos instantes.
—¿Insinúas lo que creo que insinúas?
—¿Qué crees que insinúo, Oliver?
—¿Que nos echemos atrás porque a ciertas personas quizá no les guste lo que encontremos?
—Creo que eso resume la situación, sí.
—¿Y es lo que quieres que hagamos?
McElroy se levantó con piernas temblorosas. Chapman se incorporó para ofrecerle ayuda, pero él la rechazó.
—Estoy bien. —Se alisó la americana y se dirigió a Stone—. Yo no he dicho eso. Por lo que a mí respecta, vayamos a toda máquina. Y malditos torpedos, eso es lo que dijo vuestro almirante Farragut, ¿no?
—Pero ¿y el primer ministro? —preguntó Stone.
—Es un hombre afable, pero el mundo de los servicios de inteligencia le va grande. Y mientras considere conveniente encomendarme la seguridad del pueblo británico actuaré como crea apropiado. Me niego a quedarme parado. Confío en ti y doy por supuesto que confías en mí. Ya me basta.
—Desafiar a los mandos tiene un precio.
—Soy demasiado viejo para que me importe, la verdad. Pero no olvides la advertencia que te he hecho antes. Casi todo lo que hemos visto hasta ahora no es realmente lo que parece.
—Lo cual significa que todas nuestras conclusiones son erróneas.
—Quizá no todas, pero las importantes probablemente sí.
Miró a Chapman.
—A no ser que la intuición me falle formáis un buen equipo. Cuidad el uno del otro. —Se giró para marcharse—. Oh, ¿y Oliver?
—¿Sí?
—De hecho me alegro de que tengas al Camel Club de tu lado.
—Yo también.
—Recuerda, todos los caballos del rey y todos los hombres del rey.
—Lo recuerdo.
—Otra cosa. Hay un coche fuera esperando para llevaros a la Oficina de Campo de Washington. El FBI quiere hablar con vosotros. —McElroy dio vueltas al bastón en el aire—. Buena suerte.