—Pareces desconcertado, agente Garchik.
Stone y Chapman se acercaban al agente de la ATF mientras este inspeccionaba la zona de Lafayette Park.
Sobresaltado, se volvió hacia ellos.
—Lamento la pérdida de Tom Gross —dijo en cuanto se reunieron—. Parecía una buena persona.
Stone asintió, mientras Chapman se limitó a fruncir el ceño. Llevaba el pelo revuelto y daba la impresión de haber dormido con la ropa puesta. Y así había sido, apenas dos horas. Stone, por el contrario, se había afeitado, duchado y planchado los pantalones y la camisa.
—También creía que los de su bando le vigilaban. ¿Tienes la misma impresión?
Garchik miró nervioso a su alrededor.
—¿Cómo lo has sabido?
—Pienso en lo altamente improbable, luego lo llevo hasta lo prácticamente imposible y a menudo suelo llegar a la verdad, sobre todo en esta ciudad. —Observó al hombre. Garchik tenía los ojos inyectados en sangre y llevaba la ropa tan arrugada como la de Chapman—. Pero eso no es lo único que te preocupa, ¿verdad?
—Antes fardabas de saber de qué tipo de bomba se trataba rápidamente —añadió Chapman—. Desde entonces no hemos tenido noticias tuyas. ¿Acaso las instalaciones ultramodernas te han fallado?
—¿Podemos hablar en otro sitio? Este lugar empieza a producirme escalofríos.
Los tres fueron caminando hasta una tienda de bagels. Stone y Chapman pidieron sendas tazas grandes de café. Garchik se limitó a retorcer cucharillas de plástico y no le hizo ningún caso a la botella de zumo de naranja que había comprado.
Tras dar un sorbo al café, Stone habló:
—¿Te sientes cómodo hablando aquí?
—¿Qué? Sí, supongo que sí.
—Puedes confiar en nosotros, agente Garchik —añadió Chapman.
El hombre soltó una risa apática.
—Me alegro. Pensaba que se me había agotado la lista de personas en quienes puedo confiar.
—¿Qué ha ocurrido para que te sientas así? —preguntó Stone.
—Cosillas. Informes que no vuelven. Pruebas que no están donde deberían. Clics en el teléfono cuando lo descuelgo. Cosas raras en el ordenador del trabajo.
—¿Nada más? —preguntó Stone.
—¿Te parece poco? —espetó Garchik.
—No, no me parece poco. Solo me pregunto si eso es todo.
Garchik tomó un poco de zumo. Dejó la botella y respiró hondo.
—La bomba.
—¿Qué pasa?
—Algunos de los elementos no son habituales en los artefactos explosivos.
—¿A qué te refieres?
—Ciertas combinaciones especiales que supusieron una sorpresa.
—¿Quieres decir que eran indetectables? —preguntó Chapman enseguida.
—No, eso sería imposible. Las bombas necesitan ciertos elementos. Capuchones explosivos, para empezar. Esta bomba tenía todo eso, por lo menos encontramos fragmentos que lo demostraban.
—¿Entonces qué?
—También encontramos otras cosas.
—¿Qué cosas? —preguntó Chapman cada vez más mosqueada.
—Cosas que nadie ha averiguado todavía qué coño son, por eso las llamo «cosas».
—¿Quieres decir que encontrasteis escombros del explosivo que sois incapaces de identificar?
—Más o menos es lo que quiero decir, sí.
—¿Cuál es la postura oficial de la ATF al respecto? —preguntó.
—¿Postura oficial? —Garchik se rio entre dientes—. La postura oficial es que están oficialmente desconcertados y cagados de miedo. Incluso hemos pedido ayuda a la NASA para ver si encuentran una explicación.
—¿La NASA? Entonces, ¿qué implica todo esto? —preguntó Chapman.
—No lo sé. Nadie lo sabe. Por eso hay tanto secretismo al respecto. Probablemente ni siquiera debería habéroslo dicho. Rectifico: no debería habéroslo dicho.
Stone cavilaba al respecto mientras jugueteaba con la taza de café.
—¿El agente Gross lo sabía?
Garchik lo miró con desconfianza.
—Sí, lo sabía. Yo mismo se lo dije. Era el investigador jefe, al fin y al cabo, tenía derecho a saberlo.
—¿Y cómo reaccionó?
—Me dijo que lo mantuviera informado. Creo que tenía otras cosas en mente.
—¿Le dijiste a alguien que se lo habías contado?
Garchik entendió qué insinuaba.
—¿Crees que lo mataron por lo que yo le conté?
—Es posible.
—Pero ¿quién se enteró?
—Es difícil de decir, porque no sabemos si se lo contó a alguien o no. Así pues, ¿le contaste a alguien que le habías informado?
—Se lo expliqué a un par de personas de la ATF. Tengo que rendir cuentas ante mis superiores —añadió con aire desafiante.
—Por supuesto. ¿Has estado en el tráiler en el que vivía John Kravitz?
—Sí. Analizamos el material para explosivos que encontramos allí.
—¿Y concordaba con los restos del parque?
—Sí. Aunque era un sitio raro para guardar el material.
—¿Quieres decir debajo del tráiler? —preguntó Stone.
—Sí.
—Humedad —dijo Chapman—. No es buena para ese tipo de material.
—Cierto —convino Garchik—. Además era difícil acceder a él. —Se movió incómodo en el asiento—. Mirad, no soy ningún gallina. Me he infiltrado en milicias y bandas y he sobrevivido. Pero a lo que no estoy acostumbrado es a vigilar a los de mi bando. Eso hace que me cague en los pantalones.
—A mí me pasaría lo mismo —reconoció Stone.
—¿Qué crees que está pasando aquí?
—Hay algún traidor en algún sitio —respondió Stone—. Y la gente lo sabe. Así que intentan dar con él.
—O sea que básicamente nos tienen a todos vigilados.
—Exacto. El único problema es que uno de los vigilantes sea el traidor.
—Que Dios se apiade de nosotros si es el caso —sentenció Garchik—. Entonces, ¿qué debo hacer?
—Mantén la cabeza gacha, limita las conversaciones telefónicas y con tus colegas y si cualquier otra agencia se cuela en tu camino, hazte el tonto.
—En la ATF somos muchos. No soy el único que está al corriente de esto.
Stone se levantó.
—Dadas las circunstancias, yo no contaría con que eso sea positivo.
Dejaron a Garchik en la tienda de bagels con aspecto atribulado y se encaminaron de nuevo al parque.
—¿Y qué me dices de tu legendario Camel Club? ¿Ya han empezado a trabajar? —preguntó Chapman.
Stone consultó la hora.
—Pues de hecho más o menos ahora mismo.
Harry Finn caminaba como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo. Gafas de sol envolventes, vaqueros, sudadera, zapatillas de deporte, medio despeinado… parecía un estudiante universitario. Que es precisamente lo que deseaba, puesto que se encontraba en el campus de la Universidad de Georgetown. Había edificios de piedra que parecían haber sido trasladados de Cambridge u Oxford, bonitas zonas verdes, estudiantes que correteaban de un lado a otro u holgazaneaban entre clase y clase. Finn caminaba con seguridad entre ellos. Daba sorbos a un vaso de Starbucks y se recolocó la mochila en el hombro izquierdo.
Localizó a Fuat Turkekul en cinco minutos. Lo consiguió gracias a la labor de preparación previa, que había consistido en piratear la base de datos de la facultad, dos preguntas formuladas con discreción y un reconocimiento exhaustivo del campus.
El académico de origen turco iba caminando, con unos libros bajo el brazo, enfrascado en una conversación con otro profesor, seguido de varios alumnos. Entraron en un edificio cercano al extremo occidental del campus. Finn también.
Stone le había dado instrucciones claras. «Vigila a ese hombre». Y no era precisamente para proteger a Turkekul. Stone le había dicho claramente que no sabía con exactitud al servicio de quién estaba.
—En estos momentos podría pasar cualquier cosa, Harry —le había dicho—. Si alguien intenta abordarle, impídeselo. Pero si hace algo que sugiera que trabaja para el otro bando, documéntalo e infórmame de inmediato.
Turkekul impartía una clase en la segunda planta del edificio. Tenía treinta y dos alumnos. Finn se hizo pasar por el trigésimo tercero, activó la grabadora como muchos otros alumnos, sacó su libro y su portátil, y se acomodó. Si Turkekul se fijó en él, no lo demostró. A diferencia de algunos de los alumnos, Finn prestó atención a cada palabra que pronunciaba el profesor, y también a la forma de pronunciarla, lo cual solía ser incluso más importante que las palabras en sí.
Y a diferencia de los demás alumnos, Finn escudriñó la clase en busca de amenazas y no se quedó demasiado satisfecho. Una única puerta de entrada y de salida. Poca protección. Turkekul sería un blanco fácil en la parte delantera del aula.
Finn se palpó el pecho y notó la Glock en la pistolera. Si hubiera sido un asesino, Turkekul ya estaría muerto. Se preguntó cómo era posible que un hombre a quien se le había encomendado encontrar a Osama bin Laden viviera de forma tan despreocupada. No tenía ningún sentido. Y las cosas que no tenían sentido preocupaban a Finn. Le preocupaban mucho.
Caleb se acomodó en su escritorio de la sala de lectura de libros raros y observó a sus colegas mientras acometían tareas varias. Asintió y sonrió en dirección a distintas personas.
—Buenos días, Avery —dijo a un tipo corpulento.
—Caleb. Enhorabuena por la adquisición del Fitzgerald.
—Gracias —respondió Caleb radiante.
Estaba realmente orgulloso de ese ejemplar. Cuando la situación se normalizó, se acercó las gafas a los ojos, pulsó varias teclas en el ordenador y visitó varias bases de datos del Gobierno con la esperanza de no encontrar ninguna interferencia insalvable a su paso. Su querido amigo Milton Farb habría accedido a la base de datos necesaria en cuestión de segundos, pero es que Milton era único. Sin embargo, con los años Caleb había ido mejorando su dominio de la tecnología y abordó la tarea que Stone le había encomendado con tranquilidad y resolución. Además era empleado del gobierno federal, por lo que tenía contraseñas y autorizaciones. Y tampoco es que los eventos que se celebraban en Lafayette Park fueran secretos. Por lo menos esperaba que no lo fueran.
Al cabo de media hora exhaló un suspiro de alivio. Pulsó el botón de imprimir y el documento de dos páginas a espacio simple se deslizó hasta la bandeja de su impresora. Lo cogió y lo leyó. Había muchos eventos. Y algunos de ellos contarían con la presencia de verdaderos peces gordos de Washington. Caleb se percató de que a Stone no le resultaría fácil limitar la búsqueda consultando esa lista.
Se guardó los papeles en el maletín y prosiguió con su trabajo.