35

Mientras esperaban la llegada de John Kravitz, Stone y Chapman inspeccionaron las instalaciones. Unos cuantos trabajadores hispanos les observaban con recelo a lo lejos, probablemente porque temían que fueran del ICE. Stone no les hizo mucho caso, pero una cosa le llamó la atención. En un edificio situado detrás de la oficina había unos agujeros en la madera y el contorno de algo que había estado atornillado allí. Stone lo señaló, pero Chapman no sabía a qué se refería.

—Un aro de baloncesto —‌dijo Stone‌—. O donde hubo uno.

—¿O sea que alguien se lo llevó?

—Pero no rellenó los orificios ni pintó encima.

Cuando regresaron al interior y preguntaron a Wilder al respecto, confesó no saber nada del aro desaparecido.

—Sé que ayer estaba puesto. Algunos chicos jugaron.

Al cabo de media hora llegaron media docena de empleados, pero no Kravitz.

—Necesitamos su dirección —‌dijo Gross.

—Seguro que no es nada —‌dijo Wilder.

Stone se llevó a Gross a un lado.

—Chapman y yo le haremos una visita mientras tú te quedas aquí con Wilder.

—¿Crees que está metido en esto?

—Yo ya no sé qué pensar, así que tendremos que suponer que sí.

—Puedo llamarle a casa —‌dijo Wilder‌—, para ver si está bien. Y decirle que venga.

—No —‌dijo Stone‌—. Nada de llamadas. Quédese aquí sentado con el agente Gross.

Stone asintió hacia Gross y la mano del agente del FBI se deslizó hasta la culata de la pistola que llevaba en la pistolera de la cintura, y Wilder, al verlo, empezó a hiperventilar otra vez.

—¿Quieres que llame a algunos LEO para que te cubran?

—Unos cuantos polis locales no irían mal —‌dijo Stone‌—. Diles que vengan sin sirenas y que permanezcan al margen hasta que les hagamos una señal.

Gross asintió.

—Buena suerte.

Al cabo de un momento, Stone y Chapman estaban en el Crown Vic camino de la zona de caravanas. Stone iba al volante. El sedán circulaba a toda velocidad por la autopista. Pasaron al lado de un coche patrulla que iba en la misma dirección. El policía que conducía estaba a punto de indicar al vehículo que parara por exceso de velocidad cuando Stone aminoró la marcha, se quedó rezagado y le mostró la placa. El policía del lado del pasajero bajó la ventanilla.

—¿Sois los agentes de refuerzo? —‌preguntó Stone.

El policía asintió.

—¿Posible sospechoso del atentado de Lafayette Park?

Stone asintió.

—Seguid nuestras indicaciones. ¿Entendido?

—Sí, señor —‌dijo el joven ayudante del sheriff claramente emocionado.

Stone subió la ventanilla y pisó el acelerador.

Chapman lanzó una mirada y vio la pistola en la pistolera que colgaba del hombro de Stone.

—¿Qué llevas? —‌preguntó.

—No la reconocerías.

—¿Por qué no?

—Para empezar porque es más vieja que tú.

—Conozco la mayoría de los modelos. Americanos y europeos, chinos, rusos.

—No es de los más conocidos.

—Conozco algunos modelos poco conocidos.

—No se fabricó en serie.

—¿Tirada limitada?

—Podría decirse.

—¿Cuántas se fabricaron?

—Una.

Cuando llegaron a la zona de caravanas, Stone dejó el coche en el arcén y se dirigieron a pie hasta el tráiler de Kravitz. En el recinto, circundado por bosques densos, había unas veinticinco caravanas ancladas al suelo. Los policías estaban a diez pasos y a ambos lados del estrecho camino de grava que constituía la única vía de entrada y de salida.

—Si es el terrorista quizás haya conectado la caravana a una bomba trampa —‌observó Chapman.

—Eso también se me ha ocurrido.

—¿Entonces llamaremos a la puerta?

—Ya lo veremos sobre la marcha.

Chapman se mostró un tanto contrariada.

—Vale, me encanta ver que ya lo has planeado todo.

—En situaciones como esta los planes no suelen valer una mierda. Hay que reaccionar con profesionalidad ante lo que se nos presente. Es el mejor plan de todos.

La caravana tenía una pequeña zona con gravilla delante. Enfrente había una furgoneta Chevy vieja y desvencijada, con el metal oxidado y la pintura descascarillada. Comprobaron que la furgoneta estuviera vacía y entonces se protegieron detrás de ella.

Stone vio a dos policías y les indicó con la mano dónde quería que se posicionaran. Cuando estuvieron colocados, llamó.

—¿John Kravitz?

No hubo respuesta.

—¿John Kravitz? Agentes federales. Salga con las manos en alto. Ahora mismo.

Nada.

Chapman miró a Stone. Los dos policías también lo miraban de hito en hito.

—¿Y ahora qué? —‌preguntó ella.

—Lo haremos por las malas —‌repuso Stone.

—¿Es decir?

Stone se fijó en la bombona blanca conectada delante de la caravana. Sacó la pistola.

—Kravitz, tienes cinco segundos para salir o dispararé a la bombona de propano y saltarás por los aires.

—¿Estás loco? —‌susurró Chapman.

Los dos policías miraron a Stone como si se estuvieran planteando si debían detenerlo.

—¡Dos segundos, Kravitz! —‌gritó Stone.

Adoptó la posición de tiro y apuntó a la bombona.

—¡Stone! —‌exclamó Chapman‌—. ¡Vas a hacernos saltar por los aires!

—Un segundo, Kravitz.

La puerta de la caravana se abrió y Kravitz apareció con los brazos en alto. Daba la impresión de que se acababa de levantar de la cama.

—No disparen —‌suplicó‌—. No disparen, no voy armado. Joder, ¿qué quieren de mí? Me he quedado dormido. ¿Ahora envían a los federales por eso?

Stone vio el destello de luz reflejado en la ventana del tráiler. Se dio cuenta de qué era inmediatamente y gritó:

—¡Todos al suelo! ¡Ya!

Agarró a Chapman por el brazo y la obligó a tirarse al suelo. Con el rabillo del ojo vio que los otros dos policías hacían otro tanto. Kravitz seguía erguido y parecía atónito. Stone soltó a Chapman y se dio la vuelta, apuntó con la pistola hacia el bosque y disparó. En ese instante, alguien abrió fuego desde lo más hondo del bosque. El ruido de los dos disparos fue como el de una pequeña explosión. Chapman sacó su pistola rápidamente y disparó seis tiros con su Walther en la misma dirección.

El disparo procedente del bosque alcanzó a Kravitz en pleno pecho, le salió por detrás y chocó con el lateral de la caravana. Kravitz permaneció inmóvil durante un segundo con los ojos bien abiertos, como si no fuera consciente de que le habían disparado. Y matado. Acto seguido, se desplomó. Stone supo que estaba muerto antes de que llegara a la gravilla. La bala de un rifle de largo alcance era casi siempre mortal si atravesaba el pecho.

Antes de que nadie se moviera Stone se levantó y echó a correr hacia el bosque. Escudriñó el límite superior de la vegetación y gritó por encima del hombro.

—¡Comprobad si todavía respira! Si es así, haced lo que podáis y llamad a una ambulancia. Luego acordonad la escena del crimen y pedid refuerzos. Chapman, ven conmigo, mantente agachada.

Ella corrió tras él mientras se internaba en el bosque.

—Ha sido un rifle de largo alcance —‌dijo‌—. Estate atenta a cualquier movimiento, a quinientos metros o más lejos.

—¿Cómo te has dado cuenta de que había alguien?

—He visto la marca de la óptica reflejada en la ventana del tráiler. Era imposible alcanzar al francotirador con la pistola, solo quería que errase el tiro.

Tras varios minutos de búsqueda infructuosa volvieron corriendo al tráiler.

—Probablemente me hayas salvado la vida —‌reconoció Chapman mientras regresaban.

—Tú no eras el objetivo.

—Da igual.

—De nada.

Cuando llegaron al tráiler Stone dijo a los policías:

—¿Respira?

Uno de los policías negó con la cabeza.

—Está muerto. Hemos pedido refuerzos.

—De acuerdo. Montad controles de carretera y equipos de búsqueda a lo largo de un perímetro de un kilómetro y medio. Probablemente sea demasiado tarde, pero hay que intentarlo.

El policía cogió la radio para dar la orden.

—Camina agachada y sígueme —‌indicó Stone a Chapman.

Se acercaron sigilosamente al cadáver. Kravitz yacía boca arriba con los brazos y las piernas separados y los ojos abiertos, los cuales contemplaban inertes el cielo azul. Tenía una mancha carmesí en la camisa en el lugar por donde había entrado la bala.

—Una sola bala —‌observó Stone‌—. VI.

—¿VI?

—Ventrículo izquierdo. Para los disparos en el torso yo solía preferir la aorta.

—Estás de broma, ¿no?

Stone ni siquiera se dignó mirarle, estaba repasando con la vista a Kravitz.

—Los conocimientos básicos de anatomía forman parte de la formación de un francotirador que se precie.

—Bueno, supongo que ahora queda claro que Kravitz participó en la trama del atentado.

—Y alguien le ha disparado para evitar que hablara con nosotros. Eso está claro. Lo que no está tan claro es cómo sabían que vendríamos a buscarle aquí esta mañana.

Chapman miró en derredor.

—Ya te entiendo. No se lo hemos dicho a nadie. Gross nos recogió en el parque sin pararse a pensar. Wilder no ha podido llamar a nadie porque Gross está con él.

Stone se puso rígido.

—¡Maldita sea!

—¿Qué?

Stone no respondió. Marcó el número del agente del FBI. El teléfono sonó y sonó y luego saltó el buzón de voz. Ordenó a los policías que permanecieran en la escena del crimen y esperaran refuerzos y pisó el acelerador a fondo camino del vivero mientras Chapman se agarraba con tanta fuerza al reposabrazos que se le pusieron los nudillos blancos. Por el camino llamaron a más agentes locales para que se dirigieran también al vivero. Nada más aparcar Stone se dio cuenta de que había pasado algo. Señaló las marcas de rodadura en el asfalto del aparcamiento.

—Cuando nos hemos marchado no estaban. Alguien ha salido de aquí disparado.

Stone no esperó la llegada del resto de los policías. Sacó la pistola y abrió la puerta de la oficina de una patada. La mujer que les había acompañado al despacho de Wilder yacía en el suelo con una herida de bala en medio de la frente. Stone indicó a Chapman que le cubriera mientras se acercaba a la puerta del despacho. Agachado y con la pared como escudo, giró el pomo con la mano libre y empujó la puerta hacia dentro. Entonces se apartó y se colocó allí donde dispuso de una línea de tiro clara dentro del despacho.

Chapman ya lo había visto desde su posición ventajosa. Se quedó boquiabierta cuando Stone se situó a su lado.

Wilder estaba en el suelo junto a la entrada del despacho. A pesar de estar lejos, Stone y Chapman se dieron cuenta de que le faltaba un trozo de cara.

—Escopeta —‌dijo Stone.

Avanzó con la pistola apuntando hacia delante, preparado para disparar de inmediato en cuanto lo considerara necesario. Al cabo de unos segundos dio la señal de «despejado».

Chapman se colocó a su lado mientras contemplaba el cadáver del agente especial Tom Gross, tirado detrás del escritorio, pistola en mano. Tenía dos entradas de bala en el amplio pecho. Stone se arrodilló y le tomó el pulso. Negó con la cabeza.

—Está muerto. ¡Mierda! ¡Maldita sea!

—¿Qué coño está pasando? —‌preguntó Chapman mientras bajaba la mirada hacia el difunto.

Stone miró a su alrededor.

—Han hecho que nos dividiéramos y nos han tendido una trampa —‌dijo‌—. Es como si supieran lo que vamos a hacer incluso antes que nosotros. —‌Se arrodilló y tocó el cañón de la pistola‌—. Está caliente. Ha disparado hace muy poco.

—Tal vez hiriera a alguno de ellos.

—Tal vez. —‌Escudriñó la estancia para ver si había más sangre, pero no encontró nada. Señaló la pared opuesta, donde había quedado alojada una bala‌—. Probablemente el único disparo de Gross antes de que lo abatieran. Como mínimo ha muerto luchando.

—¿Qué coño hacemos ahora?

Oyeron las sirenas que se acercaban.

—No lo sé —‌reconoció Stone‌—. No lo sé.