—No sabía que tú y Riley Weaver fuerais íntimos —dijo Gross mientras el agente del FBI manejaba con destreza el volante de su viejo Crown Vic para salir de Washington D. C.
Stone estaba sentado a su lado; Chapman iba en el asiento trasero.
—Solo le he visto dos veces en mi vida, y nunca de manera voluntaria. Que yo sepa, eso no nos convierte en «íntimos».
Gross lo fulminó con la mirada.
—¿Y por qué acudió a ti? ¿Y no a mí?
—Tú eres la competencia. Yo no soy más que un intermediario.
Gross hizo una mueca.
—Tenemos que olvidarnos de hacernos la competencia como gilipollas si de verdad queremos proteger este país.
—Estoy de acuerdo —intervino Chapman—. Al fin y al cabo estáis en el mismo bando.
—Es un poco más complicado que eso, agente Chapman —dijo Gross mientras le lanzaba una mirada por el retrovisor.
—El hecho de que digas que es complicado no lo convierte en complicado —replicó ella.
—De todos modos, si el NIC cooperara con nosotros nos facilitaría mucho el trabajo.
—¿Y no crees que todas las agencias opinan lo mismo del FBI? —planteó Stone.
Gross soltó una risa de resignación.
—Supongo que sí.
—Weaver todavía está aprendiendo a manejarse —dijo Stone—. No quiere que el golpe se produzca mientras él esté al mando. Probablemente esté trabajando sin tomarse ni un respiro y empleando todos los métodos habidos y por haber. Yo no he sido más que uno de ellos.
—¿Y adónde vamos? —preguntó Chapman tras unos segundos de silencio mientras recorrían a toda velocidad las calles prácticamente desiertas de Washington D. C.
—Pensilvania —respondió Gross—. De ahí procedía el arce, de un vivero de árboles cerca de Gettysburg.
—¿Saben que vamos? —preguntó Stone.
—No.
—Mejor.
—¿No habría que rodear el sitio de agentes? —preguntó Chapman.
—Quienquiera que esté implicado en esto no estará por ahí. Si entramos con la poli los que se han quedado atrás quizá no abran la boca. Quiero unas cuantas respuestas y un poco de finura nunca está de más.
Al cabo de muchos kilómetros traspasaron la verja de la Keystone Tree Farm. La carretera asfaltada conducía a un edificio de una sola planta pintado de blanco con un tejado metálico de color verde. Al fondo se veían varios anexos tanto pequeños como grandes, algunos de los cuales tenían la envergadura suficiente para albergar árboles de quince metros de alto. En el aparcamiento había varias camionetas polvorientas, un utilitario y un todoterreno Escalade negro. Los tres se apearon del Vic y se dirigieron a una puerta en la que rezaba «Oficina».
Una mujer regordeta con unos vaqueros demasiado ajustados les guio hasta una pequeña estancia donde un hombre corpulento estaba sentado a un escritorio metálico con el teléfono pegado a la oreja. Les hizo un gesto para que entraran y señaló dos sillas.
Cuando Gross le enseñó la placa el hombre dijo por el teléfono:
—Ya te llamaré más tarde. —Colgó el auricular, se levantó, se introdujo la camisa por la cinturilla allí donde se le había caído y preguntó—: ¿Puedo ver otra vez la placa?
Gross se le acercó y le enseñó el rango y la placa durante varios segundos. Incluso después de que el hombre apartara la mirada, Gross continuó mostrando la placa del FBI como si quisiera dar a entender el significado de su presencia.
—¿En qué puedo ayudarles? —preguntó el hombre con incomodidad.
—Para empezar estaría bien que nos dijera su nombre —dijo Gross.
El hombre carraspeó.
—Lloyd, Lloyd Wilder.
—¿Y es el encargado de este lugar?
—Soy el encargado, sí. Desde hace diez años. ¿De qué va esto?
Gross se encaramó al borde del escritorio del hombre mientras Stone se apoyaba en una pared y Chapman se sentaba en una de las sillas. Todos ellos miraban fijamente a Wilder, que tragó saliva nervioso y a punto estuvo de caerse de la silla.
—Miren —empezó a decir Wilder—, esos tíos me dijeron que eran legales. Vale, quizá no tenían todo el papeleo, pero ¿saben cuánta burocracia hay? Me paso todo el día solo para leer la documentación y no encuentro a nadie más que quiera hacer este tipo de trabajo y …
Stone, que captó la información antes que Gross, dijo con frialdad:
—No somos de Inmigración. La placa dice FBI, no ICE[1].
Wilder los miró de uno en uno.
—¿FBI?
Gross se inclinó hacia abajo y se colocó bien cerca de Wilder.
—FBI. Ese señor trabaja con los de contraterrorismo y la señora pertenece al MI6 del Reino Unido.
Wilder miró a Chapman con expresión incrédula.
—¿El MI6, como James Bond?
—Mejor que Bond, en realidad —dijo Chapman—. Como nuestro querido James, pero con esteroides.
—Y sus trabajadores ilegales nos importan una mierda, pero si no coopera seguro que al ICE le interesarán.
Wilder ensombreció el semblante.
—Pero si no están aquí por ellos, ¿por qué están aquí?
—¿Ve las noticias?
—Sí. Veo el canal de deportes todas las noches.
—Me refiero a las noticias de verdad.
—Oh, de vez en cuando. ¿Por qué?
—¿Una explosión en Lafayette Park? —añadió Gross—. ¿Se ha enterado de eso?
—Joder, claro. Está por todas partes.
Todos lo miraron con intención y él les devolvió la mirada, desconcertado.
—Pero ¿qué tiene eso que ver conmigo? —soltó al final.
—Creemos que la bomba estaba en el árbol que salió de este vivero.
—Venga ya, me están tomando el pelo. —Wilder esbozó una débil sonrisa—. Un momento. Ustedes no son agentes federales, ¿verdad? Esto es una broma, ¿no?
Gross se le acercó todavía más.
—Cuando una bomba estalla tan cerca del presidente de Estados Unidos a mí no me hace ni pizca de gracia, señor Wilder, ¿y a usted?
La sonrisa se desvaneció.
—¿O sea que va en serio? ¿Que son polis de verdad?
—De verdad de la buena. Y queremos saber cómo es posible que una bomba llegara a uno de sus árboles.
Cuando por fin fue consciente de la gravedad de lo ocurrido, dio la impresión de que Wilder hiperventilaba.
—Oh, Dios mío, oh, madre mía. —El hombre empezó a mecerse adelante y atrás.
Stone se situó a su lado y le colocó una mano en el hombro para calmarlo.
—No le estamos acusando de nada, señor Wilder —dijo—. Y a juzgar por su reacción, está claro que no sabe nada del tema. Pero de todos modos quizá pueda ayudarnos. Ahora respire hondo un par de veces e intente relajarse. —Le dio un apretón en el hombro.
Al final Wilder se calmó y asintió.
—Haré todo lo posible por ayudarles. En serio. Soy patriota hasta la médula. He sido de la Asociación Nacional del Rifle toda mi vida. Joder, mi padre era unionista.
Gross se sentó delante de él mientras Stone permanecía de pie.
—Háblenos de todos los trabajadores —indicó Stone.
Durante los siguientes veinte minutos Wilder sacó las fichas de los trabajadores y las repasó una a una con ellos.
—Eso es todo —dijo cuando hubo terminado—. Y no hay ninguno lo bastante listo como para hacer algo con una bomba. Ya cuesta bastante conseguir que cojan la pala por el extremo adecuado. Aunque quizá se deba a que mi español no es muy bueno.
Stone puso el dedo encima de uno de los nombres de la lista.
—John Kravitz. No parece hispano.
—No, eso está claro. Pero está meando fuera de tiesto, y perdón por la expresión —se apresuró a añadir.
—¿Por qué? —preguntó Stone.
—Tiene estudios universitarios.
—Creía que había dicho que eran todos cortitos, y no tengo nada contra este negocio, pero ¿qué hace un licenciado arrancando árboles?
—Aquí hacemos más cosas. John estudió paisajismo, horticultura y cosas de esas. Es un buen arborista. Ve cosas que nadie más ve. Por eso lo contratamos.
—¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí? —preguntó Chapman.
—Hace unos siete meses. No esperaba que durara tanto, pero parece contento.
—¿Ha venido a trabajar esta semana?
—Todos los días como un reloj.
—¿Dónde está ahora? ¿Aquí?
Wilder consultó la hora en el reloj de pared.
—Llegará dentro de una media hora. Vive a unos ocho kilómetros de aquí en una pequeña zona de caravanas cerca de la autopista.
—¿Qué más puede decirnos de él? —preguntó Gross.
—Tiene unos treinta años, alto y delgado como usted —dijo, señalando a Stone—. Pelo castaño y perilla.
—¿Se lleva bien con todo el mundo?
—Miren, los demás chicos apenas saben dos palabras en inglés y ni siquiera sé si saben leer en su propio idioma. Como he dicho, John fue a la universidad. Suele pasarse la hora de la comida leyendo.
—¿Sabe algo de su vida privada? ¿Ideas políticas? —preguntó Gross.
—No, pero les digo que John no es ningún terrorista.
—¿Juega al baloncesto por casualidad? —inquirió Gross.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Responda a la pregunta.
—Me dijo que había jugado en el instituto. Allá atrás tenemos una canasta. Los chicos juegan a la hora del almuerzo si no salen a hacer ninguna entrega.
—¿Qué pelota utilizan? —preguntó Stone.
—¿Pelota? Tenemos un par de ellas por aquí. Sé que John tiene una. —Wilder estaba nervioso—. ¿Qué tiene que ver una pelota de baloncesto con la dichosa bomba?
—Esperaremos a John. Cuando llegue, dígale que venga a su despacho, ¿entendido? —dijo Gross.
—¿De verdad tenemos que…?
—¿Entendido? —repitió Gross con firmeza.
—Entendido —dijo Wilder con un susurro.