Carmen Escalante vivía en un dúplex a unas pocas manzanas del río. El barrio quedaba cerca del campo de béisbol de los Washington Nationals, pero no se había beneficiado del aburguesamiento que se estaba produciendo en otras zonas que rodeaban el estadio.
Llegaron a la dirección de Escalante y Stone llamó a una puerta que tenía marcas viejas de al menos tres balas, a ojo. Oyeron unos sonidos curiosos. Pasos y algo más. Algo muy estrepitoso. Cuando se abrió la puerta vieron a una mujer menuda de veintitantos años que llevaba unas muletas en cada brazo para apoyar las piernas torcidas. De ahí los sonidos extraños.
—¿Carmen Escalante? —preguntó Stone.
La mujer asintió.
—Soy Carmen.
Stone primero y Chapman después le enseñaron las insignias.
—Estamos aquí porque ha avisado usted de la desaparición de una persona —dijo Chapman.
—No parece americana —dijo Carmen picada por la curiosidad.
—No lo soy.
Carmen se quedó confundida.
—¿Podemos entrar? —preguntó Stone.
La siguieron por un pasillo corto hasta una habitación diminuta. El mobiliario era de tercera mano y el suelo estaba lleno de trastos. Stone olía a comida en mal estado.
—Últimamente no he podido limpiar —dijo Carmen sin atisbo de disculpa en la voz. Se dejó caer en el sofá y apoyó las muletas en el brazo del sillón. A ambos lados había pilas de lo que, siendo educado, Stone calificaría de porquería.
Stone y Chapman se quedaron de pie porque no había donde sentarse.
—¿Supongo que está preocupada por…? —dijo Stone con la intención de hacerla hablar.
—Mi tío, Alfredo, pero nosotros le llamamos Freddy.
—¿Nosotros?
—La familia.
—¿Están aquí? —Stone miró a su alrededor.
—No, están en México.
—¿Entonces vive usted aquí con él?
Ella asintió.
—¿Y su apellido? —preguntó Stone.
—Padilla.
—¿Cuándo lo vio por última vez? —preguntó Chapman.
—Hace dos noches. Salió a cenar.
—¿Sabe adónde?
—A un sitio de la calle Dieciséis, cerca de F. Mi tío es de España. La familia de mi padre, los Escalante, también es de España, hace mucho tiempo. Buenas paellas en España. A mi tío le gustaban las paellas. Y en este sitio al que va preparan buenas paellas.
Stone y Chapman intercambiaron una mirada porque obviamente estaban pensando lo mismo.
«Eso lo situaría cerca de Lafayette Park».
—¿Puedo preguntarle por qué tardó tanto en llamar a la policía? —preguntó Stone.
—Aquí no tengo teléfono. Y no me resulta fácil moverme sin el tío Freddy. Pienso que volverá a casa en cualquier momento. Pero no. Entonces le pido a una vecina que llame por mí.
—Vale. ¿Recuerda qué llevaba cuando salió?
—El chándal azul. Se lo ponía aunque no le gustaba hacer deporte. Me parecía curioso.
—¿No estaba en forma? —preguntó Chapman.
Carmen hizo un gesto con ambas manos para indicar una barriga grande.
—Le gustan sus buenas comidas y la cerveza —se limitó a decir.
—¿Cómo volvía a casa normalmente? ¿Tenía coche? —preguntó Stone.
—No tenemos coche. Cogemos el autobús o el tren.
—¿Le dijo que después de cenar igual iba a dar un paseo? —preguntó Chapman.
Carmen empezó a temblar y señaló el pequeño televisor situado encima de un tablero.
—Vi lo que pasó. La bomba. El tío Freddy, ¿está muerto? —Una lágrima le surcó la mejilla.
Stone y Chapman volvieron a intercambiar una mirada.
—¿Tiene aquí alguna foto de su tío?
Carmen señaló una estantería torcida apoyada contra una pared. Había media docena de fotos enmarcadas. Stone se acercó y las miró. Alfredo Padilla, Freddy, estaba en la tercera empezando por la derecha. Llevaba vaqueros, pero también la misma sudadera azul con la que había saltado por los aires. Stone la cogió y se la enseñó a Chapman, quien asintió al reconocer al instante al hombre después de haberlo visto tantas veces en el vídeo. Stone dejó la foto donde estaba y se volvió hacia Carmen.
—¿Tiene algún familiar que pueda venir a quedarse con usted?
—¿Entonces es que está muerto?
Stone vaciló.
—Me temo que sí.
Se llevó una mano a la boca y empezó a sollozar en silencio.
Stone se arrodilló delante de ella.
—Sé que es muy mal momento, pero ¿se le ocurre algún motivo por el que su tío quisiera ir a dar un paseo al Lafayette Park aquella noche?
La mujer acabó serenándose y encontró una fuerza interna que sorprendió a Stone.
—Amaba este país —dijo—. Habíamos venido aquí recientemente. Yo por los médicos para ayudarme con las piernas. Tío Freddy vino conmigo. Mis padres están muertos. Él consiguió trabajo. No cobraba mucho, pero hacía todo lo que podía.
—Habla muy bien inglés teniendo en cuenta que lleva poco tiempo aquí —comentó Chapman.
Carmen sonrió.
—Lo estudié en la escuela desde pequeña. Y he viajado a Texas. Soy la que mejor habla inglés de la familia —dijo orgullosa.
—¿Lo de Lafayette Park? —instó Stone.
—Le gustaba ir a mirar la Casa Blanca. Me decía «Carmen, este es el mejor país del mundo. Aquí una persona puede hacer lo que quiera». Una vez me hizo ir. Me llevó a hombros. Miramos la «grande casa blanca». Dijo que su presidente vive allí y que era un gran hombre.
Stone se puso en pie.
—Lo siento mucho, de verdad.
—¿Hay alguien que pueda venir a quedarse con usted? —preguntó Chapman.
—No pasa nada. Ya he estado sola otras veces.
—Pero ¿tiene otros parientes? —insistió Chapman.
Carmen se sorbió los mocos y asintió.
—Tengo parientes que me llevarán de vuelta a México.
—¿A México? Pero ¿y los médicos? —preguntó Stone.
—No sin el tío Freddy —repuso—. Mis padres murieron en un accidente de autobús. Yo iba en el mismo autobús. Por eso tengo las piernas así. Tío Freddy también nos acompañaba. Le quitaron el bazo y otras cosas, pero se recuperó. Y era como un padre para mí. —Se calló—. Yo… yo no quiero vivir aquí sin él. Aunque sea el mejor país del mundo.
—Si necesita ayuda, ¿se pondrá en contacto con nosotros? —Stone le anotó el número de teléfono en un trozo de papel y se lo tendió. Hizo una pausa—. Si pudiera darnos algo de su tío… Un peine o un cepillo de dientes. Para que podamos… —Se le apagó la voz.
Se marcharon con un par de artículos que contenían el ADN de Alfredo Padilla para compararlo con los restos del hombre. Los guardaron precintados en bolsas de pruebas que Chapman había traído. Stone estaba convencido de que era el hombre, pero el ADN resultaría concluyente.
Mientras caminaban de vuelta al coche, Chapman dijo:
—Lo reconozco, soy una vieja cínica, pero tengo ganas de echarme a llorar.
—Está claro que Alfredo Padilla estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado —dijo Stone—. Y ella paga el pato.
—Él también pagó un precio muy elevado —le recordó Chapman.
Volvieron al coche.
—¿Y ahora qué? —dijo ella.
—Esperemos que el agente Gross haya tenido más suerte que nosotros, pero algo me dice que mejor que no contemos con ello.