Stone y Chapman mostraron las insignias y superaron el entramado de seguridad del parque.
—¿Por dónde empezamos? —preguntó ella.
Stone señaló a un hombre rodeado de personas trajeadas.
—Empecemos por arriba.
Volvieron a mostrar las credenciales. Cuando el hombre vio a qué agencia pertenecía Stone, hizo una seña a la pareja para que fueran a un lugar más apartado.
—Tom Gross, FBI —se presentó—. Soy el agente del caso. De la Unidad de Contraterrorismo Doméstico de la Oficina de Campo de Washington.
Gross tenía cuarenta y muchos años, era un poco más bajo que Stone, más fornido, con el pelo negro, que se le estaba aclarando, y una expresión seria que probablemente se le había quedado grabada en las facciones una semana después de entrar en la Unidad de Contraterrorismo.
—Estamos aquí porque… —empezó a decir Stone.
Gross le interrumpió.
—He recibido una llamada de teléfono. Podéis contar con la plena colaboración del FBI. —Miró a Chapman—. Me alegro sinceramente de que su primer ministro no resultara herido.
—Gracias —repuso Chapman.
—¿Algún grupo se ha atribuido la autoría?
—Todavía no.
Gross los condujo al punto de origen de la explosión mientras Stone explicaba que había estado en el parque por la noche. La cantidad de pequeñas piquetas de colores que marcaban dónde se habían encontrado las pruebas había aumentado de forma considerable mientras habían estado al otro lado de la calle.
—Los medios se han echado encima de todo este asunto, por supuesto, aunque los hemos mantenido bien alejados de la escena del crimen —dijo Gross—. Un lío impresionante, la verdad. Hemos tenido que cerrarlo todo en un radio de una manzana. Hay un montón de gente cabreada.
—No me extraña —dijo Stone.
—El director ha convocado una rueda de prensa en la que ha dicho muy poco porque no sabemos gran cosa. La Corporación de Información Digital Avanzada se encargará del resto de los medios a través de la oficina de RM —añadió, refiriéndose al director adjunto a cargo y de la oficina de Relaciones con los Medios del FBI—. Nosotros tomamos el relevo de la ATF, pero ellos se encargan de hacer el trabajo duro sobre la bomba.
Stone miró a Gross.
—¿O sea que habéis llegado a la conclusión de que se trata de terrorismo internacional y no nacional?
—No me atrevería a afirmarlo, no —reconoció Gross—. Pero dada la proximidad geográfica y la presencia del primer ministro …
—Ya —dijo Stone—. ¿Has visto el vídeo de vigilancia del parque de anoche?
—Está todo preparado en el puesto de mando móvil. Por desgracia, las dichosas cámaras quedaron destrozadas por la explosión. Nos sorprende, porque hay como una docena colocadas por aquí y gestionadas probablemente por cinco agencias distintas. Es posible que la bomba estuviera diseñada para cargárselas por algún motivo.
Stone se mostró inexpresivo ante tal comentario. Quedaba claro que el FBI no había tenido acceso a la grabación completa. Stone tomó nota de ello, pero lo relegó en su interior.
—¿Origen de los disparos? —preguntó.
Gross señaló el extremo norte del parque.
—Jardín de la azotea del hotel Hay-Adams. Encontramos un montón de cartuchos. Balas de una TEC-9.
—Interesante elección de arma —comentó Stone.
—¿Por qué? —preguntó Gross.
—Alcance limitado. Unos veinticinco metros, distancia inferior a la altura de la que disparaban. Y es difícil dar en algún blanco con una TEC-9 si no lo tienes justo delante.
—Bueno, es que no le dieron a nada.
—¿No habéis encontrado ninguna arma? —preguntó Stone.
Gross negó con la cabeza.
—¿Cómo es posible? —preguntó Chapman—. ¿Es que en Estados Unidos la gente va por ahí armada con metralletas? Pensaba que era un invento de la prensa británica.
—Todavía no estamos seguros. Y no, la gente no va por ahí armada con metralletas —añadió Gross indignado—. Los del hotel están cooperando al máximo. El jardín suele estar concurrido, pero no es excesivamente seguro que digamos. Por supuesto hemos cerrado el hotel hasta que concluya la investigación. Tenemos a todos los huéspedes en el edificio y los están interrogando.
—¿Las armas se activaron con un mando a distancia o unos dedos humanos apretaron los gatillos? —preguntó Stone.
—Si los activaron por control remoto han eliminado todos los rastros. Por ahora creo que debemos suponer que fue obra humana.
—¿Has dicho que habéis cerrado el hotel?
—Sí, pero hubo un intervalo de tiempo previo —reconoció Gross.
—¿De cuánto tiempo?
—Durante un par de horas puede decirse que aquí reinó el caos. Se organizó el cierre en cuanto se confirmó el origen de los disparos.
—¿O sea que los francotiradores tuvieron tiempo suficiente para salir y llevarse el armamento?
—No es precisamente fácil llevarse unas cuantas ametralladoras con discreción —señaló Gross.
Stone negó con la cabeza.
—Si sabes lo que haces, puedes desmontar una TEC-9 rápidamente y meterla dentro de un maletín.
—Cerramos los accesos lo más rápido posible, pero así son las cosas.
—Esperemos que alguien del hotel recuerde haber visto marcharse a alguien con un equipaje aparatoso, ¿no? —apuntó Chapman.
Gross no parecía demasiado seguro de ello.
—Justo entonces se acabó un evento que habían organizado. O sea que al parecer en ese momento un montón de gente se marchaba con maletines a cuestas.
—No fue casualidad —afirmó Stone—. Hicieron una buena labor preparatoria.
Un tipo ataviado con un traje para manejar materiales peligrosos se les acercó. Se quitó la protección que le cubría la cabeza. Se presentó como Stephen Garchik, agente de la ATF.
—¿Listos? —preguntó Gross.
Garchik asintió y sonrió.
—Nada mortífero.
Stone contempló las piquetas. Unas eran naranjas y otras blancas. Las naranjas eran mucho más numerosas y estaban desperdigadas de forma relativamente uniforme por el parque. Los marcadores blancos estaban casi todos en la zona occidental del parque.
—¿Las naranjas son restos de la explosión y las blancas los lugares donde se han encontrado balas? —se aventuró Stone.
Garchik asintió en señal de aprobación.
—Sí, obviamente hay muchos más restos de la explosión que balas; emanaron del foco del estallido.
—¿De qué tipo de artefacto explosivo se trata, agente Garchik? —preguntó Stone.
—Llámame Steve. Aún no lo sabemos. Pero, a juzgar por el tamaño de los escombros y el daño sufrido por la estatua, ha sido potente.
—¿C-4 o Semtex, quizá? —preguntó Chapman—. Ambos pueden causar graves daños en unas zonas de cobertura relativamente pequeñas.
—Bueno, los daños son considerables para un cartucho de TNT o incluso medio kilo de Semtex. Tal vez se tratara de un cóctel de componentes. Tal vez HMX o CL-20. Ese material tiene una potencia que asusta. Todos pertenecen a la familia de explosivos no nucleares más potentes. Pero es poco probable que se trate de armamento militar.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Stone.
—El humo blanco del vídeo —respondió Chapman—. El armamento militar tiene una base oleosa que deja un rastro de humo negro. El blanco suele ser de clase comercial.
El agente de la ATF mostró su aprobación con una sonrisa.
—Exacto. Ahora estamos recogiendo y clasificando los residuos del lugar del estallido. —Señaló a dos corpulentos labradores negros que paseaban por el terreno conducidos por sus amos—. Roy y Wilbur —dijo—. Los perros se llaman así —añadió—. Los perros son los detectores de bombas más baratos y fiables del mundo. Uno de mis perros es capaz de registrar un aeropuerto entero en un par de horas. Así que recorrerán el parque en un periquete. Encontrarán residuos de explosivos que mis hombres ni siquiera verían a pesar del gran despliegue de tecnología.
—Impresionante —reconoció Chapman.
Garchik continuó, entusiasmado:
—Ni siquiera existen máquinas capaces de medir con precisión el poder del hocico de un perro. Pero tened en cuenta que las personas contamos con alrededor de ciento veinticinco millones de células olfativas en las fosas nasales. Nuestros labradores tienen el doble. Pasaremos todas las pruebas por el Centro de Investigación de Fuego en Maryland. Podemos prender fuego a un edificio de tres plantas y contar con una cubierta lo bastante grande para capturar cada molécula del incendio. Y ser capaces de decir exactamente qué se utilizó.
—¿Ha quedado algo del tipo del agujero? —preguntó Stone.
Garchik asintió.
—Las bombas lanzan escombros a trescientos sesenta grados. Hemos recuperado partes del cuerpo en las copas de los árboles, en los tejados circundantes. A dos, tres manzanas de distancia. Encontré un trozo de pie en el jardín de la Casa Blanca. Un trozo de dedo índice en el tejado de St. John’s Church. Luego también tejido, materia gris, lo típico. Hoy es el día del ADN. El tipo que está en la base de datos tendrá la información rápidamente. —Asintió en dirección al camión de la NRT—. Por supuesto, lo primero que hicimos fue cerrar la zona y enviar a nuestros perros.
—Ataque secundario —comentó Chapman.
—Exacto. Esto se ha convertido en todo un arte en Irak y Afganistán. Activan una bomba, todo el mundo se abalanza a ayudar y entonces explosionan el segundo artefacto para cargarse a los primeros en llegar. Pero no hemos encontrado nada. Y nuestros labradores son excepcionales —añadió Garchik con orgullo—. En su mayor parte se trata de perros adiestrados en la escuela capaces de detectar mediante el olfato 19.000 explosivos distintos basándose en cinco grandes grupos de explosivos, entre ellos componentes químicos. Los adiestramos con comida. Los labradores son como tiburones de tierra, hacen cualquier cosa con tal de comer.
—¿Es imposible engañarlos? —preguntó Chapman.
—Te pondré un ejemplo. Roy, ese de ahí, encontró un bloque cuadrado de C-4 de diez centímetros tapado con pañales sucios y café, empaquetado en bolsas de Mylar dentro de cajones revestidos con cemento, aislados con espuma y encerrados en un almacén. Y tardó unos treinta segundos en descubrirlo.
—¿Cómo es posible? —preguntó Chapman.
—Los olores se producen a nivel molecular. No se pueden encerrar por mucho que uno se esfuerce. El plástico, el metal y prácticamente cualquier receptáculo o sistema de ocultación no sirven para atrapar las moléculas, porque esos materiales siguen siendo permeables. Son capaces de contener sólidos y líquidos, e incluso gases, pero las moléculas de olor son algo totalmente distinto. Traspasan todas esas sustancias. Si el método de detección es lo bastante sensible, realmente no importa qué hacen los malos. Los caninos entrenados para la detección de bombas presentan una capacidad olfativa que es humanamente imposible de engañar y, creedme, mucha gente lo ha intentado.
—¿Cómo crees que detonaron esta bomba? —preguntó Gross.
El agente de la ATF se encogió de hombros.
—Una regla de tres básica. Para hacer una bomba hacen falta un conmutador, una fuente energética y el explosivo. Básicamente, una bomba es algo capaz de expandirse de forma violenta a una velocidad sumamente rápida mientras está confinada en un espacio limitado. La bomba puede detonarse de muchas formas distintas, pero las dos más básicas son un temporizador y la detonación a distancia.
—Lo cual significa que la persona que activa la explosión está presente, ¿no? —preguntó Chapman.
—Sí, el terrorista u otra persona. Y el «otro» suele estar para evitar que el terrorista se eche atrás. Probablemente ese es el motivo por el que la mitad de las bombas que llevan los terroristas suicidas de Irak las detonen terceras personas.
—Deduzco que has estado allí —comentó Gross.
Garchik asintió.
—Cuatro veces. Y para seros sincero espero no tener que volver.
—Entonces, ¿dónde estaba la bomba? —preguntó Stone—. ¿En el hombre que saltó por los aires?
—No, no lo creo —reconoció Garchik.
—¿Por qué? —preguntó Stone.
—Se acercó a los perros.
—¿Qué? —preguntó Gross.
—Os lo enseñaré. Acompañadme.