Otro funeral.
En el cementerio de Arlington.
Tres féretros alineados uno junto a otro que contenían a tres veteranos del ejército estadounidense.
Harry Finn.
Joseph Knox.
Y John Carr.
Las medidas de seguridad se habían duplicado a causa de lo ocurrido durante el último funeral. Se habían formado cuatro círculos de patrullas perimétricas. Había perros detectores de explosivos por todas partes. Debido a lo que ahora sabían sobre los nanobots, registraban a mano todos los bolsos, cacheaban a todas las personas, confiscaban todos los teléfonos móviles, los iPhone y cualquier tipo de dispositivo electrónico.
Sin duda las normas habían cambiado. Nada volvería a ser igual.
El presidente se encontraba allí para pronunciar el discurso panegírico. Contaban con la presencia de congresistas y militares destacados. Estaba Riley Weaver, director del FBI, y también los agentes Ashburn y Garchik. Sir James McElroy había acudido porque su primer ministro era uno de los asistentes. Como no pertenecía al ejército estadounidense ni cumplía ningún otro criterio satisfactorio, el féretro de Mary Chapman no estaba allí, pero el primer ministro iba a decir unas cuantas palabras emotivas sobre su sacrificio para ayudar al mayor aliado de Gran Bretaña.
Annabelle Conroy y Caleb Shaw tampoco estaban por la misma razón que Chapman. No cumplían los criterios para ser enterrados en el famoso cementerio. No obstante, el presidente iba a mencionar su hazaña.
Primero habló el primer ministro. Después subieron al podio varios dignatarios importantes, incluido Riley Weaver. No explicó lo que era la Montaña Asesina porque no era necesario. Se había mantenido a la prensa totalmente al margen de esa cuestión. Oficialmente, las muertes de Knox, Finn y Carr se habían producido en un enfrentamiento contra un grupo de narcotraficantes rusos que, con la ayuda de un agente del servicio secreto estadounidense convertido en traidor, había construido un laboratorio en un complejo abandonado que pertenecía al Gobierno. La bomba y el tiroteo de Lafayette Park y los posteriores asesinatos en Pensilvania, Virginia y Washington D. C, habían sido obra del mismo grupo. El presidente, que habló en último lugar, juró que haría todo lo que estuviese en su mano para que se hiciese justicia y que los autores de estos viles actos pagaran por ellos. La tensión entre americanos y rusos como es de suponer había alcanzado un máximo histórico.
Aproximadamente a un kilómetro de distancia, sobre una loma del cementerio de Arlington, la mujer contemplaba la ceremonia mientras fingía mirar la lápida desgastada de un general muerto hacía mucho tiempo. Gracias al sistema de megafonía instalado en todo el cementerio, oía todos los discursos. La mayoría no tenían interés para ella, pero el del presidente sí que le llamó la atención. Cuando mencionó al agente del Servicio Secreto convertido en traidor, no pudo evitar sonreír.
Sabía que la ceremonia se retransmitía en directo en todas las principales cadenas y en la televisión por cable. También sabía que Carlos Montoya la estaba viendo, porque se había comunicado con él y le había dicho que la viese.
El plan había funcionado, pese a que el presidente de Estados Unidos y su homólogo mexicano habían sobrevivido. Toda la culpa había recaído sobre los rusos. Su misión, contra todo pronóstico, había sido un éxito.
Se oyó un sonido breve del móvil. Miró el mensaje en español que acababa de aparecer en la pantalla.
«Buen trabajo».
Buen trabajo, efectivamente.
Y a continuación apareció el resto del mensaje. Que todavía la animó más. Le enviaban a su cuenta el resto del dinero. Carlos Montoya le deseaba que todo le fuese bien. Ella tecleó su respuesta también en español.
«Hasta luego».
Pero en realidad no era esa su intención. Había terminado. Ahí se acababa. Además, ¿cómo iba a conseguir superar eso?
Marisa Friedman se arregló su nuevo peinado, muy corto y teñido de castaño oscuro. Había utilizado técnicas infalibles para cambiar sus rasgos faciales hasta tal punto que ni siquiera sus amigos más íntimos podrían reconocerla. Podía caminar a su antojo por el cementerio sin preocuparse de que la reconocieran.
Se alejó del cementerio. Si se arrepentía de algo era de que John Carr no hubiese aceptado su oferta. Aunque no podía haber esperado que lo hiciese. En cuanto hubiese descubierto que ella estaba detrás de todo, y era el tipo de hombre que lo hubiese descubierto, habría tenido que matarlo de todas formas, pero podrían haber pasado un tiempo juntos. Alguien como Friedman, que había pasado sola gran parte de su vida, se habría conformado con eso.
Mil millones de dólares en su cuenta bancaria y el resto de su vida para hacer lo que quisiese. Suspiró satisfecha. No sucedía todos los días que uno lograse sacar adelante una de las operaciones más complicadas y extraordinarias de todos los tiempos. Su nueva documentación estaba en regla. Un paseo en avión privado la esperaba en el aeropuerto de Dulles. Al final había comprado una isla mediante una transacción realizada por un hombre de paja. Ahora su intención era no hacer absolutamente nada el resto del año, excepto tumbarse en la playa, leer, sorber una bebida fría y decidir qué iba a hacer después. Había pasado por delante de varios perros detectores de explosivos. Ninguno había notado nada. Ocultó su sonrisa mientras pasaba el muro de seguridad al salir del cementerio.
Nanobots.
Montoya había dedicado años y dos mil millones de dólares a maquinar la transformación de olores y la huella química detectables por aparatos a nivel molecular mediante este ejército microscópico de soldados programables. Ahora las drogas y cualquier cosa que en circunstancias normales sería detectada podían fluir libremente por todo el mundo, pero sobre todo podían entrar en Norteamérica. Drogas, armas, bombas, material nuclear. Esto realmente lo cambiaba todo. Las posibilidades para los delincuentes eran ilimitadas. Esa era una de las razones por las que Friedman había comprado esa isla tan lejana. No quería oír los gritos desde su patria.
«Que se jodan».
Llegó hasta su coche. De alquiler. Observó el paisaje una vez más.
Descendió la mirada cuando el perro se le acercó. No llevaba correa, ni siquiera collar. Un perro callejero. Se inclinó para acariciarlo, pero el perro retrocedió.
—No pasa nada, bonito. No voy a hacerte daño.
El perro se acercó, como si quisiese comprobar sus intenciones, pero cuando ella alargó la mano, retrocedió otra vez, se sentó y empezó a aullar.
Un poco nerviosa, Friedman puso la llave en la cerradura de la puerta.
Cuando los hombres se aproximaron a ella, giró la cabeza rápidamente. Eran diez, la mitad de traje, la otra mitad de uniforme. Todos habían desenfundado las armas. Todos la apuntaban.
—¿Qué sucede? —preguntó. Se levantó las gafas de sol hasta la frente—. ¿Qué sucede? —repitió.
—Apártese del vehículo, las manos en la cabeza con los dedos entrelazados. ¡Ya! —ordenó uno de los hombres trajeados.
Friedman hizo lo que le ordenaron.
—¿El perro es de ustedes? Si es así, ha cometido un grave error. Pueden registrarme, no llevo explosivos ni drogas ni nada pare …
Marisa Friedman se quedó muda cuando le vio acercarse desde detrás del todoterreno aparcado al lado de su coche.
Oliver Stone metió las gafas de sol en el bolsillo del cortavientos. Detrás de él, Mary Chapman con las gafas de aviador puestas.
Algo hizo que Friedman mirase hacia su izquierda. Allí estaba Finn. Y a su lado Joe Knox en una silla de ruedas, la cabeza vendada y el brazo derecho en cabestrillo.
Cuando Friedman volvió a posar su mirada en Stone, dio otro respingo.
Caleb Shaw, que también llevaba un cabestrillo, y Annabelle Conroy, con aspecto de estar perfectamente bien, se encontraban de pie detrás de su amigo.
Friedman apartó la mirada de Stone el tiempo suficiente para mirar al perro, que se acababa de sentar a tan solo unos pasos de ella.
Sonrió.
—Qué perro más salado.
—El perro ha sido tu perdición —dijo Stone.
—¿Por qué? —preguntó ella.
Stone hizo el gesto de oler la muñeca.
—Siempre es un error revelar cualquier cosa que sea cierta sobre uno mismo porque después se puede utilizar contra ti.
—No entiendo.
—¿El perfume tailandés que ejerce un efecto visceral en los hombres? ¿Dos corazones en uno? Muy difícil de encontrar, pero no imposible con el apoyo del gobierno de Estados Unidos. —Miró al perro—. Y un olor muy característico. Con olfatearlo una sola vez, este perrito ha tenido suficiente para encontrarte en un lugar tan grande como Arlington.
—¿Cómo sabías que iba a estar aquí?
—¿Cómo no ibas a estar? —repuso Stone.
—¿Habrías venido si hubiese sido al revés?
—No.
—¿Por qué?
—Porque nunca me he regodeado de matar a nadie.
Ella dejó de sonreír.
—No me regodeaba. Prefiero pensar que presentaba mis respetos a un digno adversario.
—Acabamos de interceptar el correo electrónico que te ha enviado Montoya y también tu respuesta. ¿«Hasta luego»? Bonito toque. Mil millones de dólares es una buena remuneración. Y lo mejor de todo es que nos permite establecer una conexión directa entre tú y él. Sus días también están contados.
Miró a su alrededor a todos los hombres armados.
—No parece que vaya a poder gastarme los mil millones. —Se quedó callada—. Me quito el sombrero por el hecho de que hayas descubierto lo de los nanobots y lo de los olores. La verdad es que creía que eso lo tenía bien atado.
—Y lo tenías. Ha sido más por suerte que por lógica.
—Lo dudo. Nadie tiene tanta suerte. Cuando Montoya vio al presidente salir ileso de la explosión, no se puso contento.
—De ahí tu plan «de regreso».
Friedman asintió con la cabeza.
—Siempre se tiene un plan B, porque el plan A no siempre funciona.
—Para entonces la mayoría de las personas se habría limitado a largarse.
—Solo tenía quinientos millones de dólares. Lo quería todo. Y quería llevar el plan hasta el final, para ver si lo lograba. Los mejores pueden, ya sabes. Cuestión de orgullo.
—Estuviste a punto de conseguirlo.
—La verdad es que ya no importa. ¿Puedo preguntarte cómo lograste salir? La verdad es que pensaba que tenía todo cubierto en la Montaña Asesina.
—Y lo tenías. Especialmente en el caso de la tercera salida. ¿Puedo preguntarte cómo lo hiciste?
—Como te dije, te estudiábamos en clase.
—Bueno, ya está bien de tanto rollo —dijo una voz fuerte. Apareció Riley Weaver, con el director del FBI y la agente Ashburn inmediatamente detrás—. ¡Cómo puedes estar tan tarada, Friedman! —gritó Weaver señalándola con un dedo regordete.
Ni siquiera se molestó en contestarle. Mantuvo la mirada en Stone y sonrió.
—Un hombre como tú se busca la vida. Encontré a otros dos miembros de la Triple Seis que conocían la salida a través de la cocina. Así que estaba segura de que habías encontrado otra más, una que solo conocieses tú.
—¿Por qué? —preguntó Stone.
—Porque no confiabas en nadie excepto en ti. Ni siquiera en tus compañeros asesinos. La verdad es que no.
—¿Qué te hizo pensar eso?
—Porque yo tampoco he confiado nunca en nadie. Aparte de en mí misma.
—¿Cómo la encontraste?
Miró a los hombres que la apuntaban con las pistolas.
—¿Os importa si bajo los brazos? Me estoy quedando un poco agarrotada. Podéis ver que no voy armada. E incluso si lo fuese, me superáis ligeramente en número de armas.
—Mantén las manos en un lugar visible —ordenó uno de los agentes.
Con las manos juntas por delante, se giró hacia Stone y continuó:
—En cuanto supe que iba a utilizar la Montaña Asesina, la recorrí milímetro a milímetro. La puerta principal estaba al oeste. La puerta trasera al este. No se podía bajar. Así que subí. Y ahí estaba, casi como tú la habías dejado. Ahora ya he contestado a tus preguntas. ¿Y las mías?
Stone miró a Chapman.
Friedman dirigió la mirada a la mujer.
La agente del MI6 se encogió de hombros.
—Había visto una bomba como esa en dos ocasiones en Irlanda del Norte. Una vez fue el cable azul. Otra el cable rojo. Mi color favorito es el azul. Así que ese es el que corté. Aunque por poco no lo contamos. Lo corté justo a tiempo. No podíamos hacer mucho más, pero aquí estamos. Eso es lo que cuenta.
—En cuanto estuvimos en un lugar seguro, detonamos la bomba —explicó Stone—. Por si acaso tenías a alguien en la zona vigilándonos. Después, una llamada de teléfono y organizamos el resto. Nos sacaron de allí en bolsas para cadáveres. La otra parte del plan la has visto hoy. Pensamos que sería la única posibilidad de pillarte. Hacerte creer que tu plan había funcionado. El presidente Brennan lo arregló todo con el gobierno ruso.
—Muy bien hecho.
Stone se acercó más a ella.
—¿De verdad que solo fue por el dinero?
—En parte. Pero también fue por la emoción. Por ver si lograba llevarlo a cabo. Fue todo un reto. Incluso tú tienes que admitir que lo fue. Cuando Montoya contactó conmigo e intentó reclutarme, al principio no acepté, pero entonces pensé: «¿y por qué diablos no?». Creo que incluso tú hubieses estado tentado. —Extendió la mano para tocarle el brazo, pero él retrocedió. Friedman pareció llevarse una decepción—. Sé qué es lo que te motivaba. La emoción. Todos esos años en la Triple Seis. Realmente no lo hacías por dinero —prosiguió.
—No, no lo hacía por dinero.
—Y entonces, ¿por qué? Y no me mientas y me digas que solo lo hacías por tu país.
—Basta ya —espetó Riley Weaver. Se acercó a grandes zancadas—. Tú vas a la cárcel, pero solo por una temporada. Después te van a ejecutar. Por alta traición.
—Riley, mira que eres pesado —dijo Friedman mientras negaba con la cabeza—. Le quitas la gracia a todo.
Al antiguo marine parecía que le iba a dar un ataque.
—¡La gracia! ¡Llamas lo que has hecho una gracia! Eres una psicópata sin remedio.
Ella volvió a Stone.
—¿Por qué? ¿Por qué lo hacías?
—Tenía una mujer a la que amaba. Tenía una hija a la que adoraba. Quería regresar a casa con ellas.
Friedman permaneció callada durante unos instantes.
—Bueno, yo no tenía nada de eso —dijo al final.
—Venga —espetó Weaver—. Esposad a la dama y leedle sus derechos. Hagamos esto según las reglas. No quiero errores. No quiero que se pierda su cita con la inyección letal. De hecho, creo que yo mismo se la pondré.
Ella lo miró con desdén.
—No voy a ir a la cárcel y desde luego tú no me vas a ejecutar.
Weaver sonrió con malicia.
—Bueno, guapa, me encantaría saber cómo coño lo vas a evitar.
—Ya lo he hecho.
Se tambaleó un poco al pronunciar esas palabras. Alargó el brazo y apoyó la mano en la puerta del coche de alquiler para mantener el equilibrio.
Stone fue el primero en darse cuenta de lo que había pasado.
Se precipitó hacia ella y le cogió la mano izquierda. Vio el pinchazo de sangre en su muñeca izquierda, precisamente en el centro de una vena. Le cogió la mano derecha y se la giró para ver el dorso. La piedra del anillo que llevaba no estaba. En su lugar había una aguja corta y delgada que sobresalía hacia arriba.
—Yo de ti tendría cuidado con esto —dijo Friedman—. Se trata de una sustancia muy peligrosa, de efecto increíblemente rápido. Deja al viejo cianuro en lo más bajo de la escala de toxicidad.
Su voz era lenta y las palabras se le embrollaban un poco. Se tambaleó de nuevo. Stone la sujetó y después dejó que se apoyara en el coche y se deslizase hasta el suelo.
Todos se quedaron mirándola. El rostro de Weaver era una máscara de ira.
—¿Cómo? —exigió.
Friedman sonrió.
—En cuanto le he visto. —Señaló a Stone—. Sabía que todo había acabado. Así que me he ocupado de mis asuntos, Riley. Una buena espía hasta el final. Y todos los buenos espías se marchan con sus condiciones. No con las de otros.
Miró de nuevo a Stone y respiró hondo y con dificultad.
—He comprado la isla. —Él no dijo nada. Friedman empezó a respirar con dificultad—. Creo que hubiésemos sido felices allí.
Todos miraron a Stone y después a Friedman.
—Creo que podríamos haber sido felices. Dime que sí —insistió.
Stone siguió mirándola en silencio.
Su cuerpo se contrajo y después se relajó. Stone pensó que había muerto en ese instante, pero consiguió añadir:
—Nos parecemos más de lo que jamás querrás admitir, John Carr.
Sus ojos dejaron de moverse. Miraban fijamente. Marisa Friedman se deslizó hacia un lado, su delicada y pálida mejilla reposó en la grava.
Stone no lo vio.
Ya había dado media vuelta y se alejaba.