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Stone estaba un tanto asombrado, pero permaneció impasible. No era recomendable mostrarse sorprendido en esa clase de situaciones.

—¿Un problema con qué?

—Con los rusos.

—Vale. —‌«Vaya novedad», pensó Stone. «Siempre hemos tenido problemas con los rusos».

—Has estado allí —‌prosiguió el presidente. No era una pregunta.

—Muchas veces.

—Hablas su idioma. —‌Tampoco era una pregunta, por lo que Stone no repuso nada‌—. Conoces bien sus tácticas.

—Las conocía bien, pero hace ya mucho de eso.

Brennan esbozó una sonrisa sombría.

—Pasa lo mismo que con los peinados y la ropa, si vives lo bastante ves que las cosas de antes vuelven a ponerse de moda, incluidas, al parecer, las técnicas de espionaje.

El presidente se recostó y colocó los pies en el escritorio que la reina Victoria había regalado a Estados Unidos a finales del siglo XIX. Rutherford B. Hayes había sido el primer presidente en usarlo, y Brennan, el último.

—Los rusos tienen una red de espionaje en este país. El FBI ha detenido a varios y ha infiltrado a otros, pero carecemos de información sobre un gran número de ellos.

—Los países se espían los unos a los otros continuamente —‌dijo Stone‌—. Me extrañaría mucho que no tuviéramos operaciones en marcha en su país.

—Eso no viene a cuento.

—Vale —‌repuso Stone, aunque en realidad creía que sí que venía a cuento, y mucho.

—Los cárteles rusos controlan los principales canales de distribución de droga del hemisferio oriental. Las sumas que hay en juego son astronómicas. —‌Stone asintió. Lo sabía‌—. Pues ahora también controlan los canales del hemisferio occidental.

Eso Stone no lo sabía.

—Por lo que tengo entendido los mexicanos han quitado de en medio a los colombianos.

Brennan asintió con aire pensativo. A juzgar por su expresión cansada, debía de haber leído con detenimiento un buen puñado de informes ese mismo día para comprender a la perfección ese y otros asuntos de vital importancia. La presidencia devoraba todo atisbo de energía y curiosidad intelectual.

—Al final se dieron cuenta de que la distribución vale más que el producto. Esa porquería se puede hacer en cualquier lugar, pero lo importante es hacerla llegar al comprador. En este lado del mundo los compradores son los norteamericanos. Los rusos se han deshecho de nuestro vecino meridional, Stone. Se han abierto paso a base de asesinatos, bombardeos, torturas y sobornos, y ahora controlan al menos el noventa por ciento del negocio. Un problema bien grave.

—Creía que Carlos Montoya …

El presidente le interrumpió con impaciencia.

—Eso es lo que dicen los periódicos. La Fox y la CNN lo dan por la televisión y los expertos se ciñen a eso, pero lo cierto es que Carlos Montoya está acabado. Era la peor escoria de México. Mató a dos de sus hermanos para apoderarse del negocio familiar, pero no pudo con los rusos. De hecho, tenemos razones para pensar que está muerto. Los rusos son los más implacables de todos en el mundillo de las drogas.

—Vale —‌repuso Stone con tranquilidad.

—La situación era manejable cuando nuestro enemigo eran los cárteles mexicanos. No era lo idóneo, claro está, pero no suponía un problema de seguridad nacional. Lo combatíamos en las fronteras y en las zonas metropolitanas en las que los cárteles se habían infiltrado, sobre todo en las pandillas. Con los rusos es distinto.

—¿Por la relación entre las redes de espionaje y los cárteles?

Brennan miró a Stone un tanto sorprendido por el hecho de que se hubiera dado cuenta de ello con tanta rapidez.

—Eso creemos. Es más, estamos convencidos de que el gobierno ruso y sus cárteles son exactamente lo mismo.

—Una conclusión de lo más peliaguda —‌comentó Stone.

—Pero es la correcta. La venta de drogas ilegales figura entre los principales artículos de exportación de Rusia. La elaboran en los laboratorios soviéticos y la distribuyen por todo el mundo mediante varios canales. Sobornan a quien haga falta y matan a quienes no se dejan sobornar. Hay mucho dinero en juego. Cientos de miles de millones de dólares. Demasiado dinero como para que el gobierno no quiera su parte. Y eso no es todo.

—¿Cuánta más droga venden en nuestro territorio más nos debilitan como país? Nos roban el dinero y el cerebro. Se dispara la criminalidad, ponen a prueba nuestros recursos y desplazan los activos de áreas productivas a las que no lo son.

A Brennan volvió a sorprenderle el razonamiento articulado y preciso de Stone.

—Exacto. Y los rusos conocen bien el poder de las adicciones. El pueblo ruso consume en exceso tanto drogas como alcohol. Hemos averiguado que los rusos están decididos a saturar de drogas nuestro país. —‌El presidente se recostó en el asiento‌—. Por no hablar del factor que todo lo complica.

—Son una potencia nuclear —‌comentó Stone‌—. Tienen tantas cabezas explosivas como nosotros.

El presidente asintió.

—Quieren volver a estar en la cima, tal vez quieran suplantarnos y convertirse en la única superpotencia. Además, son muy influyentes en Oriente Medio y en el Lejano Oriente. Hasta los chinos y los israelíes los temen, aunque solo sea porque son impredecibles. El equilibrio se está yendo al garete.

—De acuerdo. ¿Por qué yo?

—Los rusos han retomado las tácticas de la vieja escuela, las de tu época, Stone.

—No soy tan viejo. ¿No quedan espías de mi época en la Agencia?

—No, ni uno. Antes de los atentados del 11-S apenas había contrataciones nuevas y se produjeron muchas jubilaciones voluntarias e involuntarias entre el personal de mayor edad. Las cosas cambiaron mucho después de que esos aviones impactaran contra las Torres Gemelas. Como resultado, tres cuartas partes de la CIA están formadas por veinteañeros. Lo único que saben sobre Rusia es que tienen un vodka de primera y que hace mucho frío. Tú sí que conoces bien ese país. Comprendes las redes de espionaje mejor que la mayoría de los ejecutivos de Langley. —‌Hizo una pausa‌—. Y sabemos que estás más que cualificado, ya que este país invirtió mucho dinero en ti.

«Ahora sale con la culpabilidad. Interesante», pensó Stone.

—Pero ya no tengo contactos. Están todos muertos.

—En realidad es una ventaja. Nadie te conoce ni sabe nada de ti.

—¿Cómo empezaremos?

—Lo harás de forma extraoficial, claro. Te entrenarás y te pondrás al día. Supongo que en un mes estarás preparado para salir del país.

—¿Para ir a Rusia?

—No, a México y a Latinoamérica. Necesitamos que estés en los lugares por donde entra la droga. Será un trabajo duro y peligroso. No hace falta ni que te lo diga. —‌Se calló y observó el pelo cano cortado al rape de Stone.

Stone lo entendió a la primera.

—Salta a la vista que ya no soy tan joven como antes.

—Nadie lo es.

Stone asintió mientras trataba de dar con la conclusión más lógica de aquel encuentro. Formuló la única pregunta que le acuciaba:

—¿Por qué?

—Ya te lo he dicho. Eres nuestro mejor agente. El problema que tenemos entre manos es real y empeora a diario.

—¿Por qué no me cuenta el resto?

—¿El resto de qué?

—De por qué estoy aquí de verdad.

—No te entiendo —‌repuso el presidente irritado‌—. Creía que me había explicado con claridad.

—La última vez que estuve aquí le dije algunas cosas y di a entender otras. —‌El presidente no cambió de expresión‌—. Luego me ofrecieron la Medalla de Honor.

—Y la rechazaste —‌dijo Brennan secamente‌—. Lo nunca visto.

—Se rechaza lo que no se merece.

—Gilipolleces. Te la ganaste de sobra por lo que hiciste en el campo de batalla.

—Por lo que hice en el campo de batalla, sí, pero no me la merecía por todos mis actos. Teniendo en cuenta el honor que supone esa medalla, hay que valorar todos y cada uno de los actos. Y creo que por eso estoy aquí ahora.

Los dos hombres se miraron de hito en hito por encima del escritorio. Por la expresión del presidente quedaba claro que había entendido a la perfección qué había querido decir Stone con lo de «todos y cada uno de los actos». Carter Gray y Roger Simpson. Ambos estadounidenses importantes. Ambos amigos del presidente. Ambos muertos. A manos de Oliver Stone, que había tenido motivos de peso para ello. Los había matado sin justificaciones legales ni morales. Stone había sido consciente de ello mientras abría fuego para acabar con sus vidas.

«Pero ni siquiera eso me lo impidió, porque se merecían la muerte más que nadie», pensó Stone.

—Me salvaste la vida —‌comenzó a decir Brennan en tono inquieto.

—A cambio de otras dos vidas.

El presidente se levantó de repente y se dirigió hacia la ventana. Stone lo observó con detenimiento. Ya lo había dicho. Ahora le daría la oportunidad de explicarse.

—Gray iba a matarme.

—Sí, cierto.

—Te lo diré sin rodeos, el que lo mataras no me preocupó tanto como lo habría hecho en circunstancias normales.

—¿Y Simpson?

El presidente se volvió para mirarle.

—Investigué al respecto. Entiendo por qué querías deshacerte de él, pero no estás solo en el mundo, Stone, y es inaceptable matar a sangre fría en un mundo civilizado.

—Salvo que se cuente con el beneplácito de las partes interesadas —‌señaló Stone‌—, de las personas que se han sentado en el mismo lugar que ocupa usted ahora.

Brennan echó un vistazo a la silla que estaba junto al escritorio y luego apartó la vista.

—Es una misión peligrosa, Stone. Tendrás todo cuanto necesites a tu alcance, pero no hay garantías de nada.

El presidente volvió a sentarse y formó una tienda con las manos, una especie de escudo improvisado entre él y Stone.

—Esta es mi penitencia, ¿no? —‌dijo Stone al ver que Brennan no proseguía. El presidente bajó las manos‌—. Esta es mi penitencia —‌repitió Stone‌—. En lugar de un juicio que nadie quiere porque saldrían a la luz demasiadas verdades incómodas para el Gobierno y la reputación de algunos funcionarios muertos quedaría mancillada. Y no es de los que ordenaría mi ejecución, porque, como bien ha dicho, la gente no resuelve así los problemas en el mundo civilizado.

—No tienes pelos en la lengua —‌declaró Brennan con tranquilidad.

—¿Es cierto o no?

—Creo que comprendes a la perfección mi dilema.

—No se disculpe si le remuerde la conciencia, señor. He estado al servicio de otros presidentes que no tenían escrúpulos.

—Si fracasas, pues fracasas. Los rusos son implacables como el que más.

—¿Y si logro el objetivo?

—Pues entonces el Gobierno no volverá a importunarte. —‌Se inclinó hacia delante‌—. ¿Aceptas?

Stone asintió y se levantó.

—Acepto. —‌Se detuvo junto a la puerta‌—. Si no vuelvo con vida, le agradecería que comunicase a mis amigos que he muerto sirviendo a la patria. —‌El presidente asintió‌—. Gracias —‌dijo Stone.