Enrique II reinó treinta y cinco años en Inglaterra y sus posesiones en Francia y fundó junto con su extraordinaria mujer una de las más fascinantes dinastías regias de la Edad Media. El pequeño príncipe Guillermo solo llegó a vivir tres años, pero a él le siguieron otros cuatros hijos y tres hijas, para gran disgusto de Luis de Francia.
El reinado de Enrique fue tan tempestuoso como su temperamento. Con una declaración irreflexiva provocó el asesinato de su amigo Thomas Becket, que entretanto se había convertido en arzobispo de Canterbury y que de ese modo se convirtió efectivamente en un mártir y un santo, algo con lo que probablemente nunca había contado. El asesinato del arzobispo fue un acontecimiento que estremeció en sus cimientos el conjunto de la cristiandad, y para Enrique, un desastre de proporciones colosales y una tragedia personal. Tampoco con sus hijos, que guerrearon interminablemente contra él o entre sí en cuanto fueron bastante mayores para sostener una espada, lo tuvo nada fácil. El matrimonio con Leonor fue una catástrofe. Enrique la engañaba continuamente, y cuando ella pactó con sus hijos contra él, la mantuvo encerrada durante años. Leonor, sin embargo, le sobrevivió quince años, volvió al poder político después de su muerte y es probable que se considerara vencedora en esa larga guerra matrimonial, sobre todo porque fue su hijo preferido Ricardo (llamado más tarde «Corazón de León») quien empujó casi literalmente a la tumba a ese esposo al que odiaba con pasión.
Gracias a su talento político y a su legendaria energía, el reinado de Enrique en Inglaterra constituyó una época de esplendor para el país. Las heridas que había dejado la Anarchy sanaron con sorprendente rapidez, ya que Enrique ligó también a los antiguos opositores de su madre al gobierno. Solo William de Gloucester y Richard de Clare no consiguieron nunca nada de él. Nadie sabe exactamente cuál fue el motivo, de modo que me he permitido aquí, una vez más, imaginar las razones.
El nuevo sistema legal que introdujo Enrique rompió moldes y se ha mantenido en parte hasta nuestros días. Es cierto, por otra parte, que en 1147 llegó a Inglaterra acompañado solo por un puñado de caballeros para luchar por la corona de su madre y que perdió a sus compañeros y su dinero y erró solo por East Anglia, hasta que el rey Esteban finalmente lo ayudó a salir del apuro y lo envió de vuelta a casa. También la habilidad para coser de Enrique está documentada, así como su afición a utilizar expresiones blasfemas, que encajaban con el papel de enfant terrible que le gustaba representar.
En esta novela se mencionan dos leyendas que desempeñaron un papel importante en la conciencia colectiva de la Baja Edad Media inglesa. Una es la del aprendiz de curtidor William de Norwich, que supuestamente murió víctima de un asesinato ritual ejecutado por judíos en 1144. Como puede imaginarse, esta acusación no tiene ninguna base, pero en la historia de la convivencia como vecinos de cristianos y judíos este tipo de imputaciones fueron frecuentes. William de Norwich solo fue —en todo caso según las fuentes de que disponemos en la actualidad— el primero de muchos otros casos similares que se dieron en la Edad Media europea. La convivencia de judíos y cristianos a menudo se desarrolló con dificultades, ya que estaba marcada por los prejuicios, la desconfianza y sobre todo el desconocimiento de las dos partes, situación que nunca llegó a mejorar porque los guías espirituales de ambas religiones censuraban los contactos sociales entre miembros de las dos comunidades y en ocasiones incluso los prohibían. Sin embargo, también están documentados casos de amistades, de cristianos convertidos al judaísmo y de judíos convertidos al cristianismo, e incluso de matrimonios mixtos. Estos últimos comportaban el repudio de la comunidad religiosa de los implicados, la expropiación de sus bienes y multas ruinosas.
La segunda leyenda es la de san Edmund. Esta leyenda coincide más o menos con la historia que el rey Edmund explica en la novela en la iglesia de Gilham. Pero los hechos confirmados sobre este rey anglosajón son, en cambio, más bien escasos. Según un breve informe de la Crónica de los anglosajones, el ejército invasor danés derrotó al ejército de Edmund en el año 869 y mató al rey. La formación de la leyenda y la veneración del santo empezaron poco después. Enterrados tras su muerte en un lugar desconocido, los restos mortales del rey fueron trasladados en el año 906 al monasterio que luego sería llamado Bury St. Edmunds y que, gracias a su famoso santo, se convertiría en uno de los monasterios más ricos y poderosos de la Inglaterra medieval. No sabemos qué aspecto tenía el relicario en el siglo XII; solo sabemos que se hallaba tras el altar mayor. En 1327 fue demolido por primera vez (por ciudadanos furiosos de la localidad que estaban enfrentados a los monjes), y el nuevo relicario de estilo gótico fue destruido en la supresión del monasterio en 1539, junto con la iglesia abacial.
San Edmund fue tan famoso durante toda la Edad Media que atrajo a peregrinos de toda Europa, y fue el santo nacional de Inglaterra hasta que el matador del dragón san Jorge lo desplazó de esta posición en el siglo XIV.
Por otra parte, es cierto también que Eustache de Boulogne, después del acuerdo entre su padre y Enrique Plantagenet en Wallingford, se dirigió a East Anglia y asoló la comarca en torno a Bury St. Edmunds. Las circunstancias en que perdió la vida no han sido totalmente aclaradas, pero la gente de East Anglia decía por entonces que el santo Edmund había tenido algo que ver con el asunto…
Las personas disminuidas mental y físicamente y su posición en la sociedad medieval no son fáciles de investigar, porque no existen muchas fuentes sobre el tema.
En cuanto a los asesinos en serie psicópatas como Reginald de Warenne, no son ningún fenómeno exclusivo de nuestra civilización, como tal vez piensen algunos, sino que siempre existieron. El más famoso de entre ellos en la Edad Media fue naturalmente Gilles de Rais, ese noble compañero de armas de la Doncella de Orleans que tras su muerte se hundió cada vez más en la práctica del ocultismo y la perversión sexual y —según estimaciones prudentes— vejó y asesinó a ciento cuarenta niños de ambos sexos antes de ser ejecutado en 1440. En realidad yo quería escribir una novela sobre Gilles; pero cuando me pregunté si deseaba realmente pasar dos años de mi vida —ese es más o menos el tiempo que necesito para una novela— en su compañía, la respuesta fue: no, tal vez será mejor que no lo haga. Sin embargo, el tema no ha dejado de interesarme, y en especial la cuestión de cómo podía hacer desaparecer un miembro de la nobleza, sin mayores dificultades y durante tanto tiempo, a niños de la clase baja campesina sin que el aparato judicial se pusiera en marcha o al menos tratara de informarse sobre el asunto en alguna ocasión.
El síndrome de Down, que probablemente el lector habrá diagnosticado ya en Oswald, se tuvo durante mucho tiempo por un fenómeno de los tiempos modernos, porque no fue descrito científicamente hasta el siglo XIX. Entretanto, sin embargo, se han descubierto figuras de piedra y de barro de 3000 años de antigüedad y pinturas de finales de la Edad Media que muestran a personas con las características típicas de esta anomalía genética.
La epilepsia, que puede ser innata o resultado de una lesión, fue descrita ya por los antiguos egipcios y los babilonios. En la Antigüedad, los epilépticos eran tenidos por preferidos de los dioses. Alejandro Magno y Julio César la padecieron, por nombrar solo dos de los ejemplos más famosos. Pero en la Edad Media la simpatía hacia los afectados disminuyó notablemente. Aunque no siempre ocurría así, no era raro en esa época que la epilepsia se viera como un castigo de Dios o se diagnosticara como un caso de posesión, que trataba de combatirse con la práctica de exorcismos.
La doctrina de la ciencia medieval sobre las causas de las minusvalías físicas y mentales o los trastornos psíquicos no era unitaria, así como tampoco la respuesta a la pregunta de cómo había que tratar a los afectados y qué lugar debían ocupar en la sociedad. La obsesión por la belleza que hoy hace subir como la espuma los ingresos de los cirujanos plásticos era desconocida en la Edad Media. Los brazos y piernas amputados a consecuencia de heridas de guerra, las deformaciones, las enfermedades de la piel, etcétera, formaban parte del panorama cotidiano, y a nadie se le hubiera ocurrido alarmarse especialmente por ello. Pero también había una doctrina eclesiástica que afirmaba que los disminuidos mentales no tenían alma y que las personas con deformaciones físicas no habían sido creadas a imagen de Dios y por eso se les debía separar, porque no podía permitirse la convivencia de la comunidad de los cristianos con estos grupos de personas. A finales de la Edad Media, cuando la lepra estaba en retroceso, era una práctica extendida encerrar a los disminuidos en las leproserías que ya no tenían utilidad. Con todo, también en esa época temprana había eruditos que interpretaban los trastornos psíquicos como un fenómeno médico e intentaban tratarlos como tales. Sin embargo, como el conjunto de la ciencia médica, tanto entre los musulmanes como entre los judíos o los cristianos, se fundaba en la antigua doctrina de los cuatro humores corporales, sus progresos eran más bien discretos. La mezcla explosiva de hipnosis y drogas con la que Josua ben Isaac trata de ayudar a Alan en la novela es invención mía, pero los tratamientos con hipnosis, dietas y baños están documentados, igual que, por desgracia, las varillas de acero incandescentes.
Durante mucho tiempo estuve buscando la forma apropiada y los personajes pertinentes para contar la historia del naufragio del White Ship y todo lo que sucedió después —tal como prometí en el epílogo de El segundo reino— y para hacer justicia a esa época que con razón lleva el nombre de The Anarchy. O mejor dicho: esperé durante mucho tiempo a que aparecieran la forma apropiada y los personajes pertinentes. La experiencia me ha enseñado que en algún momento llegan por sí mismos, y también esta vez ocurrió así. La primera tesela del mosaico de esta novela la encontré de una forma sumamente agradable, en concreto durante unas vacaciones en Creta, en donde tenía, desde mi terraza, una maravillosa vista de la pequeña isla situada ante Spinalonga (Kalidon). En la antigua fortaleza veneciana de esta islita, el gobierno griego mantuvo hasta los años cincuenta del siglo XX a enfermos de lepra. Cuando mi marido y yo visitamos la isla, entramos en la fortaleza por un imponente portal, y a mí me temblaron las rodillas. ¿Cómo debía de haberse sentido —me pregunté— alguien que entraba como enfermo a través de este portal con la certeza de que nunca abandonaría la isla? El recuerdo de esta experiencia me persiguió mucho tiempo, pero en mis primeras reflexiones sobre si debería hacer una novela de ella, pronto constaté que la lepra no era el tema que buscaba. Luego, pocos meses más tarde, leí en Stern un artículo sobre diecisiete hombres, enfermos psíquicos y drogadictos, que habían huido juntos ante el huracán Katrina de un asilo para personas sin techo de Nueva Orleans y durante su larga odisea se habían cuidado unos a otros tan bien como habían podido. Esta historia, que encontré tan fascinante como conmovedora, se convirtió en la chispa que dio inicio al proceso de creación de esta novela. Mi cordial agradecimiento, pues, para el autor Jan Christoph Wiechmann. Me gustaría poder escribir historias tan fantásticas de una forma tan concisa, pero como de nuevo se podrá constatar sin dificultad en este libro, sencillamente no tengo el don de resumir.
También quisiera dar las gracias a todos los especialistas que me ayudaron en mis investigaciones y respondieron a mis muchas preguntas, en especial a Guido Gerhards, experto en las cruzadas y en la topografía de la Tierra Santa del siglo XII; Jens Börner, que me explicó cosas sumamente interesantes sobre la técnica de la esgrima y de las armas; el doctor Oliver Walter por sus informaciones sobre la amnesia disociativa y su probabilidad o improbabilidad en el siglo XII; mi hermana la doctora Sabine Rose, una vez más, por responder pacientemente a todas mis otras preguntas médicas y por su al menos igualmente paciente lectura previa; mi sobrino Dennis Rose por su campaña «Free-Regy», a la que debo la consoladora sensación de no ser la única con una chocante debilidad por este personaje de mi novela; mi hermana Regina Hütter por sus estimulantes conversaciones de los viernes sobre historia y la ciencia de su investigación; mi padre, Wolfgang Krane, no solo por la lectura previa, sino también por el gen de la escritura; mi madre, Hildegard Krane, por la organización de tú-ya-sabes-qué y el gen de la historia; mi lectora Karin Schmidt; mi agente Michael Meller, Detlef Bierstedt y Andreas Fröhlich por sus voces. Y ya que estoy en eso, aprovecho también la ocasión para dar las gracias aquí a Renate Schönbeck, Carolin Bunk, Claudia Baumhöver, Ariane Skupch, Axel Pleuser, Udo Schenk, Matthias Koeberlin, Max von Pufendorf, Christina Kühnreich y a todos los demás por los grandiosos audios.
Ya es tradición que el último y el más importante puesto de esta lista de espíritus buenos lo reserve a mi marido Michael, y también esta vez es así, porque como siempre, merece mi mayor agradecimiento. Por su inquebrantable interés y su meticulosidad en la primera lectura previa, su apoyo a mi labor en tantos terrenos, su compañía en todos mis viajes y mil cosas más. Y por un consejo que me dio una vez, hace quince años —cuando se resiste tanto a dar consejos como Gildor Inglorion de la estirpe de Finrod—, sin el cual nunca hubiera escrito una novela histórica.