Westminster, diciembre de 1154
La muerte del príncipe heredero había arrebatado al rey Stephen las pocas ganas de vivir que le quedaban, y se había convertido en un hombre enfermizo y decrépito. Murió el 25 de octubre del año del Señor de 1154, y el domingo antes de Navidad el arzobispo Theobald coronó a Henry Plantagenet y a Aliénor de Aquitania en la abadía de Westminster.
Entretanto Aliénor le había dado a Henry un hijo sano, y el infortunado rey de Francia, al que solo había dado dos hijas en quince años de matrimonio, echaba espuma por la boca de rabia. El pequeño príncipe William había venido al mundo justo el mismo día en que Eustache de Boulogne había perdido la vida. Así, Dios había dispuesto que Inglaterra no permaneciera ni un solo día sin príncipe heredero. Difícilmente hubieran podido expresarse con mayor claridad sus designios: la pareja coronada había fundado una dinastía, y sería esa estirpe y ninguna otra la que determinaría el futuro de Inglaterra.
Antes de que Simon y Alan, la mañana siguiente al banquete de coronación, emprendieran el viaje de regreso a casa, el rey los mandó llamar. Sorprendidos, los dos amigos siguieron a la guardia hasta los aposentos reales, y allí encontraron no solo a Henry sino también a la reina.
—Hay docenas de cosas que tenemos que discutir —empezó a explicar Henry a sus dos amigos—. No entiendo por qué queréis volver a East Anglia ya, antes de Navidad, pero en fin. Pasemos rápidamente a comentar lo más importante: lord Helmsby, deseo que os convirtáis en el sheriff de Norfolk.
Alan lo miró, incrédulo, y sacudió la cabeza.
—Ya puedes… ya podéis quitároslo de vuestra coronada testa.
—Para empezar, no creo que sea correcto que sigas hablándome de este modo, pero…
—Me he pasado la mitad de mi vida haciendo la guerra por la corona de vuestra madre —interrumpió lord Helmsby al rey—. Ahora la tenéis. Creo que ya he hecho demasiado, y no tengo intención de ahorcar o cortarle las manos en vuestro nombre a ningún pobre diablo…
—Reformaremos el Derecho, Alan. Te juro que esta tierra tendrá leyes mejores de las que nunca tuvo. Pero necesito hombres en los que pueda confiar para que las impongan.
—John de Chesney es un buen sheriff.
—Pero viejo y acomodado. La gente de East Anglia confía en ti y te venera. No existe ningún hombre más apropiado para el cargo que tú.
Alan se inclinó ceremoniosamente ante Henry.
—Vuestra propuesta me honra, sire. Pero por desgracia debo rechazarla.
El rostro de Henry adoptó un tono púrpura, pero antes de que empezara a bramar, la reina dijo:
—Naturalmente la decisión es vuestra, lord Helmsby. Pero deberíais pensar en una cosa: como sheriff de Norfolk estaría en vuestras manos decidir qué medidas se deben tomar para la protección de la comunidad judía de Norwich. Y también promover medidas para mejorar el entendimiento con sus vecinos normandos e ingleses. ¿Entendéis lo que quiero decir?
Alan le devolvió la mirada, perplejo, y luego miró al joven rey. Henry suspiró hondo.
—Lo sé, Alan. No conozco a nadie que la supere en el arte del convencimiento y la manipulación desvergonzada. Ni siquiera Simon. Creímos que él la había convencido para que se casara conmigo, pero fue justo lo contrario. Y no podríais llegar a imaginar las derrotas que he sufrido desde entonces a manos de esta mujer.
Alan rio, pero previno:
—No creáis que me habéis convencido. Necesito un tiempo para pensármelo.
Henry le obsequió con la más benévola de sus sonrisas.
—Bien, si es así, espero tu respuesta el día de Reyes. Pero si rechazas mi propuesta, te desposeeré de tus bienes, te cargaré de cadenas y te arrancaré el corazón, ¿está claro?