Bury St. Edmunds, diciembre de 1154

Una fina capa de nieve amortiguaba el ruido de los cascos de los caballos y hacía la noche más clara.

—Losian, tengo frío —se quejó Oswald—. Y Marigold también. —Cariñosamente acarició las crines de su querida yegua.

—Chsss —hizo Alan—. No hay que hacer ruido. No tendremos que esperar mucho.

Alan desmontó y ató a Conan a una anilla de hierro del muro, y Oswald lo imitó.

Luego lanzó una piedra envuelta en cuero por encima del portal de madera del muro del monasterio. Al momento se abrió el estrecho portón. Alan cogió a Oswald del brazo y lo arrastró al interior. Cuando la puerta se cerró, reconocieron a Simon, Godric y Wulfric, que se habían ocultado en el monasterio para facilitar la entrada a sus compañeros por la noche.

—¿Todo va bien? —preguntó Alan en voz baja.

Simon asintió con la cabeza.

—Pero no hay tiempo que perder. Dentro de una hora los monjes irán a la iglesia para maitines.

Alan condujo a los compañeros a la iglesia conventual, se acercó al altar y encendió con la luz perpetua la antorcha que llevaba preparada.

—Espero que esto no esté prohibido, Señor, pero tú sabes que nuestras intenciones son buenas.

Dieron la vuelta al altar, y la luz de la antorcha iluminó un sillar alargado, colocado sobre un podio de piedra entre el presbiterio y las sillas del coro y cubierto con un paño fino: era un tapiz que representaba el martirio de san Edmund. Alan lo señaló con la mano libre:

—Mi abuela lo bordó. Murió justo después de acabarlo.

—Por Dios, Alan, ya basta —refunfuñó Wulfric—. Todo esto ya me parece bastante siniestro sin necesidad de tus comentarios.

Simon intercambió una mirada con Alan.

—¿Realmente queremos hacerlo?

—Hemos recorrido un largo camino solo para esto. No vamos a echarnos atrás ahora. Oswald, sostén la antorcha.

Alan y Simon levantaron con cuidado el valioso tapiz cogiéndolo por las puntas y lo dejaron a un lado. Lo que habían descubierto era un sepulcro de piedra. Tal como le había explicado el abad a Alan, la tapa no encajaba de forma perfecta y estaba un poco corrida hacia un costado.

Los siameses sujetaron el extremo de los pies de la tapa y Simon y Alan el extremo de la cabeza, y entre jadeos la giraron hasta que quedó en sentido transversal. Necesitaron un momento para reunir el valor necesario para echar una ojeada al interior. Finalmente Alan le cogió la antorcha de la mano a Oswald y tendió el brazo para colocarla sobre el sepulcro. Lo que iluminó fue un esqueleto cubierto por unas ropas muy deterioradas. Unos cuantos cabellos quebradizos aureolaban el cráneo.

Oswald cogió aire, asustado, retrocedió y se santiguó, pero luego se inclinó de nuevo sobre las reliquias del santo.

—¿Se levantará de repente y nos agarrará? —susurró.

—No —le aseguró Alan—. Duerme profundamente, desde hace casi trescientos años. —Sonaba desilusionado, aunque hubiera sido incapaz de decir qué había esperado encontrar ahí.

—Bueno —soltó Wulfric—. Ahora ya lo hemos visto, y no hemos encontrado nada que nos ayude.

—Supongo que hemos sido tan necios que no merecíamos otra cosa —asintió Simon.

Alan comprendió al oírlos que sentían lo mismo que él: estaban decepcionados, sin saber por qué exactamente.

—Vamos. Dejemos al pobre Edmund descansar en paz.

Ya había colocado de nuevo las manos sobre la tapa cuando Oswald señaló con el dedo el centro del esqueleto.

—Ahí, mira, Losian.

—Lleva un viejo cuchillo de caza en el cinturón —constató Simon, pasmado—. Algo un poco extraño para un santo, ¿o es que…? ¿Alan? ¿Qué te pasa?

Alan se había echado atrás de repente.

—Miradlo otra vez con más atención.

Simon y los siameses se inclinaron un poco más hacia delante, hasta que también ellos constataron con espanto que ya habían visto antes esa arma.

—Este es tu cuchillo de la isla, Losian —dijo Oswald.

Alan asintió.

—Pero ¿cómo ha llegado hasta aquí?

—Se lo llevó de Helmsby, antes de irse.

Alan miró a Oswald. No habían hablado demasiado sobre la partida de Edmund, porque el tema era doloroso para los dos, pero de pronto Oswald parecía haberse reconciliado con la pérdida del peculiar pastor.

—¿Qué te dijo cuando se fue? —preguntó Alan.

Oswald levantó sus rechonchas manitas.

—«Aún tengo que arreglar algo, y luego iré con Jesús». O algo parecido.

—¿Quieres decir que este de aquí es nuestro rey Edmund?

Oswald lo miró con cara de incomprensión.

—Claro, ¿pues quién si no? ¿Qué te pasa, Losian? Fuiste tú quien dijiste que cabalgáramos hasta su tumba.

—No puede ser —murmuró Simon—. Alan, esto es imposible.

—Sí, lo sé —reconoció Alan, perplejo.

—Podría haber docenas de explicaciones que justifiquen la presencia del cuchillo en el féretro —dijo Godric—. Seguramente él mismo estuvo aquí y lo metió dentro, porque sabía muy bien que vendríamos. Solo ha sido un truco para sorprendernos. Eso encaja con él, ¿no?

—No —respondieron los otros a coro.

Godric chasqueó la lengua.

—Tenéis razón. ¿Y ahora qué hacemos?

Nadie respondió.

Finalmente Simon dijo:

—No encontraremos ninguna solución para este enigma aquí. De modo que cerremos el sepulcro, recemos un momento y larguémonos.

Y eso fue lo que hicieron.

Cuando llegaron a los pies de la iglesia, se detuvieron un momento y miraron hacia atrás. ¿No se movía algo ahí, entre las sombras del altar? ¿O era el parpadeo de la lucecita, que engañaba a la vista?

Simon inspiró hondo.

—Tengo frío y esto me pone los pelos de punta —murmuró.

—A mí también —dijeron los siameses a coro.

Alan apoyó la mano en la puerta.

—Descansa en paz, rey Edmund. Venid, amigos. Será mejor que nos vayamos de aquí.

Oswald sacudió la cabeza.

—De verdad que a veces os portáis de un modo muy extraño —dijo.