East Anglia, agosto de 1153

No fue en absoluto difícil seguir la pista de Eustache en East Anglia, porque el hijo de Stephen había dejado a su paso un rastro de desolación. Alan y sus dos docenas de acompañantes atravesaron pueblos quemados y saqueados. Todos parecían abandonados, pero cuando el rey Edmund se colocaba junto a la fuente del pueblo y clamaba que era el rey mártir que en otro tiempo había gobernado esa tierra y ahora volvía para curar sus heridas, la gente salía de entre las ruinas. Los lugareños observaban a Alan y sus soldados con la mirada fija, perdida en el vacío, pero el rey Edmund siempre conseguía despertar su confianza y entonces le hablaban en susurros de los horrores que habían cometido Eustache y los suyos, de cómo asesinaban y violaban y quemaban las cosechas en los graneros y en los campos.

Un valeroso párroco de pueblo, explicaron, le había preguntado por qué hacía esas cosas si era el hijo del rey.

Porque el rey le había dado la corona a otro y él no quería dejarle sino tierra quemada, le había respondido Eustache antes de partirle el cráneo.

En cada uno de los pueblos asaltados, Alan repartía un poco del dinero que Henry en realidad le había dado para obsequiar al abad de Bury St. Edmunds, para que la gente tuviera al menos una oportunidad de sobrevivir al invierno. Y a Alan le parecía como si el gusano infernal hubiera vuelto para devorarlo y ahogarlo en bilis negra.

Sin embargo, al menos en un sentido, la preocupación del rey Edmund se había demostrado infundada: la pequeña ciudad que se apretujaba en torno al rico monasterio con «su» tumba se había salvado de los ataques.

—¿Alan de Helmsby? —preguntó el venerable abad, estupefacto—. Eso sí que es una sorpresa, monseigneur. Sentaos junto al fuego.

Alan aceptó la invitación, y el abad Ægelric llenó dos vasos con vino caliente especiado y le tendió uno a su huésped.

—Estoy buscando a Eustache de Boulogne —le explicó Alan.

El abad asintió con la cabeza.

—Sí, eso hemos oído. No sucede gran cosa en East Anglia sin que lo sepamos.

—¿Entonces también sabéis dónde está?

Ægelric se encogió de hombros.

—Es posible —dijo en tono neutro.

—¿Que es posible? ¿Bajo qué condiciones? —preguntó Alan secamente—. ¿Si os compro la información? Lo siento. La plata que traía ha sido entregada a los que la necesitaban con más urgencia que vos. ¿O volveréis a recordar dónde se encuentra Eustache si os juro no tocarlo porque os habéis aliado con él para que os deje tranquilo? ¿Qué demonios significa «es posible»?

Ægelric observó a su huésped con detenimiento.

—No creí que sus actos pudieran enfurecer tanto a un hombre como vos.

—Entonces tal vez sea tiempo de que abandonéis por una vez vuestros seguros muros y echéis un vistazo a lo que ha hecho.

—No soy amigo de Eustache —dijo el abad—. Y no existe ninguna justificación para lo que hace. Es una criatura odiosa. Pero ¿cómo puede un abad de la Santa Madre Iglesia ser amigo de un aspirante al trono que ha guerreado contra el piadoso rey de Francia y ha desairado a casi todos sus obispos? ¿Un hombre que ha celebrado un matrimonio cuestionable en sumo grado sin dispensa y que envía a verme precisamente a un sacrílego excomulgado?

—Es mejor de lo que el recuento de sus faltas le hace parecer, podéis creerme. Por lo demás, el obispo de Winchester ha revocado mi excomunión.

—¿Porque habéis vuelto con humildad y arrepentimiento al seno de la Iglesia? ¿O porque era políticamente oportuno? —preguntó Ægelric en tono severo.

Alan se levantó.

—Os doy las gracias por vuestra hospitalidad, padre. —Fue hacia la puerta, pero antes de salir, se detuvo un momento—. Oh, una pregunta más. Las reliquias de san Edmund… ¿pueden verse?

—¡Desde luego que no! Descansan en un sepulcro de piedra.

Alan asintió con la cabeza.

—¿Y, en los últimos años, no os habéis fijado en si la tapa ha sido movida en alguna ocasión?

—Qué extraña pregunta. Esa tapa se desplaza, Helmsby. Su borde inferior no está perfectamente liso, y lo mismo puede decirse del borde superior. Miles de peregrinos lo tocan año tras año, y no hay semana en que no lleguemos a la iglesia por la mañana y veamos que la tapa está un poco corrida. Los novicios dicen: «Esta noche el infatigable Edmund ha salido de nuevo a rondar». ¿Por qué queréis saberlo?

Alan ignoró la pregunta y se despidió.

—Adiós, padre.

Ya estaba fuera, bajo la lluvia, cuando oyó decir al abad:

—Yo en vuestro lugar buscaría en Fenwick.

Fenwick no estaba carbonizado como las restantes aldeas que Eustache había visitado, pero no encontraron a nadie en el pueblo. El castillo de Haimon estaba a un tiro de piedra, sobre un promontorio de una altura considerable. Al ver a Alan acompañado de sus dos primos, los dos guardias apostados en la torre de acceso desenvainaron sus armas. Alan le hizo saltar al de la derecha la espada de la mano y le colocó la suya en la garganta antes de que los dos hombres hubieran llegado siquiera a moverse.

—¿Nos dejas pasar o prefieres morir?

—¿Quién sois? —preguntó el hombre, asustado.

—¿Nos dejas pasar o prefieres morir? —repitió Alan.

El soldado giró la cabeza a un lado y echó mano al puñal que llevaba en la cintura, y en el mismo instante la hoja de Alan le atravesó la cota de malla, justo sobre el corazón.

Alan liberó su espada de un tirón del cadáver que se desplomaba. El segundo guardia, un muchacho que no debía de tener ni quince años, dejó que Ælfric lo desarmara.

—Yo… os dejo pasar. No quiero morir. Por favor, mylord

—Deja de suplicar —le ordenó Alan—. ¿Eres de Fenwick o perteneces a la tropa de Eustache de Boulogne?

El joven le lanzó una mirada aterrorizada por encima del hombro mientras Ælfric y Athelstan le ataban las manos a la espalda.

—Soy un escudero del príncipe.

—¿Ah, sí? ¿Y dejaste con vida a los campesinos cuando te suplicaron que no los mataras?

Bajo la corta coraza de malla, su pernera izquierda se tiñó de oscuro, y el joven agachó la cabeza y se echó a llorar.

—¿Dónde está el príncipe? —preguntó Alan.

—En la torre de defensa, arriba.

—¿Cuántos hombres tiene?

El joven miró a su camarada muerto.

—Ahora son once.

Alan lo abofeteó con la mano izquierda.

—Si vuelves a mentirme, acabo contigo. He oído que eran dos docenas. ¿Y bien?

—¡Son once, mylord, lo juro por la Santa Cruz! Uno se ahogó en el pantano, cuatro cayeron en el enfrentamiento con la guardia cuando ayer llegamos aquí, y el resto ya se escabulleron la semana pasada.

—Si fueras listo, hubieras hecho lo mismo.

—Mi padre dijo que me mataría a palos si lo hacía. —Señaló hacia la torre—. Mi padre es uno de sus caballeros, ¿comprendéis?

—¿Qué ocurrió con la guardia que estaba en el castillo? —preguntó Alan. Después de la muerte de Haimon había enviado allí a media docena de mozos para que protegieran a Susanna y a sus hijos. Eran hombres de Helmsby, Metcombe y Blackmore, a los que él mismo había adiestrado—. Todos muertos, supongo.

El muchacho sacudió la cabeza.

—Uno. Luego lady Susanna les ordenó que depusieran las armas. Y eso fue lo que hicieron.

Alan arrugó la frente.

—¿Así sin más? Qué dóciles…

—El príncipe… Dijo que si no lo hacían, mataría al hijo de lady Susanna. Entonces cedieron y se entregaron. Están encerrados en una de las dependencias para las provisiones.

Alan se volvió e hizo señas con los brazos. Su pequeña tropa salió de detrás de la última casa del pueblo y corrió hacia él —con el rey Edmund en cabeza—. Desde la sombra de la torre de acceso, Alan contempló pensativo las dependencias en el interior de la empalizada, y de pronto vio muy claro cuál debía ser su siguiente paso.

—Athelstan, suelta al chico, dale su espada y pelea con él en el patio. Arma tanto jaleo como puedas.

—¿Debo atraer a los hombres de Eustache?

Alan asintió con la cabeza.

—Bedwyn, tú ocúltate con el resto de los hombres aquí en la torre de acceso y espera a que los soldados del príncipe hayan llegado al patio. Luego ataca. ¿Comprendido?

—Sí, mylord.

—Ælfric, coge a media docena de hombres y ponte a buscar la dependencia de las provisiones donde están encerrados mis guardias. Libéralos y ármalos.

Alan observó desde la torre de acceso cómo el desganado remedo de combate entre su caballero y el escudero atraía a los soldados y a la servidumbre, que afluían al patio desde los edificios de servicio y la torre de defensa. Contó a ocho hombres que le parecieron caballeros del príncipe, y antes de que pudieran intervenir, les envió a Bedwyn y a los hombres de Blackmore. En cuanto estos se precipitaron sobre los soldados, los mozos y las criadas corrieron a esconderse. Los hombres de Eustache eran guerreros duros y experimentados; cada uno de ellos podía competir con dos de la talla de los de Bedwyn. Alan vio cómo dos de sus campesinos caían cubiertos de sangre y empezó a preocuparse. Pero entonces llegó Ælfric con los hombres de Helmsby, y en un instante los liberados equilibraron el combate.

Alan rodeó el pequeño campo de batalla en el patio del castillo y subió corriendo la escalera de la torre. Dos de los caballeros de Eustache tenían que estar todavía allí en algún sitio. De hecho los dos hombres lo esperaban a la entrada de la sala principal con las espadas desenvainadas. Alan saltó hacia atrás y sus oponentes chocaron uno contra otro. El de la izquierda cayó al suelo, y Alan hizo frente al de la derecha. El tipo no le planteó muchas dificultades, porque tenía una técnica lamentable. Alan le forzó a abrir la guardia y le clavó la espada en el corazón.

Casi en el mismo instante oyó llegar por detrás al segundo. Se deslizó hacia la izquierda para esquivar su espada, se agachó y al mismo tiempo retrocedió un paso. El atacante cayó por encima del hombro de Alan, aterrizó violentamente sobre su escudo y murió antes de haber podido reaccionar. Alan le colocó un pie en el hombro y liberó la hoja de su garganta.

—Una lástima —dijo una voz, que sonaba casi divertida, en el otro extremo de la sala—. Era mi primo Ralph de Mortain.

—Vuestro primo era demasiado lento. No se puede hacer nada contra eso.

Eustache estaba detrás de la mesa en la parte frontal de la sala, pero Alan apenas podía ver nada de él porque el príncipe sostenía a Susanna ante sí como un escudo y le apoyaba un puñal contra la garganta. Alan se acercó despacio.

—Estoy buscando a Eustache de Boulogne —dijo.

—Lo habéis encontrado —respondió el tipo de la nariz ganchuda y los rizos rojizos.

—No es posible. Eustache es el mejor soldado del ejército de Stephen y no un cobarde que se esconde tras las faldas de una mujer.

—Si solo fuera soldado, combatiría encantado con vos, Helmsby, porque siempre he querido saber cuál de nosotros era el mejor. Pero también soy príncipe, y trato de rescatar mi herencia. Lo que veis aquí no es cobardía sino política.

—Llamadlo como queráis, que eso no lo mejorará. Y por otra parte, vuestra herencia está perdida hagáis lo que hagáis. Lo habéis perdido todo. Incluso Fenwick. —Abajo, en el patio, se había hecho el silencio, y ahora se oían pasos en la escalera.

—Todo está asegurado, mylord —gritó Ælfric.

—¿Lo veis? —le dijo Alan a Eustache—. ¿Qué os parece si, vista la situación, soltáis a la dama y reflexionamos sobre lo que vamos a hacer a continuación, monseigneur? De todos modos vuestro rehén no tiene ningún valor, porque me es indiferente que la matéis. Una palabra mía y veinte de mis hombres se precipitarán en esta sala.

Eustache rio.

—¿Mi rehén no tiene ningún valor? Bien, en ese caso sería inteligente por mi parte procurarme otro enseguida, ¿no es cierto?

El príncipe empujó a un lado a Susanna, que aterrizó violentamente sobre el suelo de madera cubierto de paja. Alan se puso en movimiento, pero mucho antes de que llegara al estrado, Eustache se agachó, levantó a una niña pequeña del suelo y la colocó sobre la mesa ante él.

Alan se detuvo. La niña debía de tener unos cuatro años y era el vivo retrato de Haimon. Tenía las manos y los pies atados y una mordaza en la boca. Sus ojos oscuros estaban muy abiertos, y al ver su expresión a Alan se le hizo un nudo en la garganta. Había miedo en esos ojos, y ese desconcierto asombrado que conocía tan bien por Oswald.

Alan dejó caer la espada manchada de sangre sobre la paja.

—Bien —exclamó Eustache, satisfecho—. Parece que mi situación no es tan desesperada como los dos pensábamos hace un momento.

—¿Qué queréis? ¿Retiraros libremente?

—Quiero venganza por la guerra que emprendisteis contra mi padre y que me costó mi corona. Dejad las armas y la armadura. Vamos, rápido.

Alan no se movió.

De un tirón, Eustache le arrancó la camisa a la niña. La criatura cerró los ojos y empezó a llorar.

—Me he informado bien y sé que esta es la única visión que puede conmoveros —gruñó el príncipe—. ¿Me comprendéis ahora?

—¿Mylord? —llegó la voz de Athelstan desde la puerta—. ¿Qué está…?

El campo de visión de Alan había adquirido un tono rojizo. Le costó un enorme esfuerzo apartar los ojos de la niña y dirigirlos hacia Eustache. Entonces ordenó:

—Ven aquí, Athelstan. Ayúdame con la armadura. Todos los demás que se queden fuera.

Su joven primo se acercó con aire sombrío. Recogió el yelmo de manos de Alan y le liberó de su coraza de anillas. Luego Alan sacó el puñal de la funda del cinturón y se lo dio.

—Coge a lady Susanna y vete.

Susanna, que se había levantado, dio un paso hacia él, indecisa.

—Alan… ¿qué te propones? —Su voz sonaba inhabitualmente fina.

El velo rojo ante sus ojos no se había diluido. Alan tenía la sensación de que esa extraña niebla roja también se había posado sobre su mente, viscosa como puré. La visión de la niña paralizaba sus sentidos. Sacudió la cabeza, incapaz de dar ninguna otra respuesta.

—Ahora ven aquí —ordenó Eustache.

Alan se puso en movimiento.

Mylord —protestó Athelstan.

—Alan, no lo hagas —le pidió Susanna con voz ronca.

Alan se volvió despacio hacia ella y la miró a los ojos.

—¿Quieres conservar a tu hija y salvarla de lo que él se propone hacer? ¿O no tiene ningún valor para ti?

Susanna sacudió la cabeza y empezó a llorar.

—Ella… lo es todo para mí —dijo apartando la mirada, avergonzada.

—Entonces vete. Athelstan te la llevará.

—Alan… No quiero que hagas esto por mí.

—No te preocupes. No lo hago por ti. Y ahora desaparece de una vez —dijo avanzando hacia Eustache.

Athelstan la cogió tímidamente del brazo y la condujo hacia la puerta.

Alan llegó ante el príncipe y lo miró a la cara.

Eustache volvió a sonreír.

—Arrodíllate, sé tan amable.

Moriré como Regy, pensó Alan, impotente, y se arrodilló sobre la paja.

—Júrame que se la devolverás a su madre. Intacta.

Eustache asintió, soltó a la niña y desenvainó su espada.

—Lo juro por las reliquias del santo rey Edmund —se burló, y levantó el arma con las dos manos. Entonces dejó escapar un extraño gemido, y cuando Alan levantó la cabeza, vio sobresalir del pecho del príncipe la punta manchada de sangre de un cuchillo de caza.

—Oh, no, monstruo —gruñó el rey Edmund—. No lo harás.

Alan vio cómo la mirada de los crueles ojos azul de acero se volvía vidriosa, y cuando Edmund soltó el mango de su cuchillo, el príncipe cayó muerto sobre la paja.

Alan se puso en pie. Sacudiendo la cabeza, retrocedió ante el santo con las manos ensangrentadas.

Edmund parecía extrañamente ensimismado. Cogió un puñado de paja del suelo y se limpió las manos con él, antes de liberar a la llorosa criatura de sus ataduras y de la mordaza y volver a ponerle la camisa. Luego la cogió en brazos y la acunó.

—Chsss… Todo va bien. No tengas miedo. Ven, vamos a ver dónde se ha metido tu querida madre…

Alan seguía sacudiendo la cabeza, perplejo. Su mirada se posó en el príncipe. Al reconocer el cuchillo, un escalofrío le recorrió la espalda.

—¿De dónde has sacado esta arma? —le gritó a Edmund, que ya se iba con la niña.

—Es el cuchillo de caza que encontraste en la isla.

—Eso ya puedo verlo. Pero ¿cómo es que lo tienes?

Edmund se encogió de hombros.

—Estaba siempre guardado en tu arca y nadie lo utilizaba. Me permití cogerlo prestado.

—¿Y cómo has llegado aquí? ¿Cómo has podido aparecer en el extremo de la sala cuando no has entrado por la puerta? ¿Has obrado un milagro, rey Edmund?

—Dios obra milagros, ¿cuántas veces tendré que decírtelo para que lo aprendas? Pero no en este caso. Esta fortaleza tiene una escalera en la torre esquinera. ¿Por qué tendría Dios que haber obrado un milagro si podía entrar sencillamente por la puerta?

Señaló la entrada en el rincón trasero de la sala, que Alan no había visto antes porque se hallaba en la sombra.

De todos modos, pensó Alan, receloso, aquí hay algo que no cuadra. Y bajando la mirada hacia Eustache, murmuró:

—Hubiera sido mejor que juraras por otra cosa. Entonces tú estarías aquí y yo estaría ahí abajo.

Había dejado de llover cuando el carro que debía llevar al príncipe muerto a su padre salió por la puerta del castillo. Con él partían también seis de los caballeros y escuderos de Eustache. A Alan le había parecido que no tenía ningún sentido hacerlos prisioneros, y por eso formaban la escolta.

—Será un duro golpe para el viejo rey —señaló.

—Es cierto, sí —le dio la razón el rey Edmund, desolado pero no arrepentido—. ¿Estoy equivocado o tenía otro hijo?

Alan asintió con la cabeza.

—William. Un hombre de carácter tranquilo y apacible. Henry le dotará generosamente con tierras, y supongo que William se retirará aliviado a Normandía.

—¿De modo que la guerra ha acabado? —preguntó Edmund.

Alan le apoyó la mano en el hombro.

—La guerra ha acabado, sí.

—Entonces demos gracias a Dios por ello.

—Así lo haremos. Pero, si lo permites, quisiera que fuera en la iglesia de Helmsby.

Edmund apartó la mirada de la puerta y se volvió hacia Alan.

—No regresaré con vosotros a Helmsby, hijo mío. Mi obra está cumplida y mi tiempo ha acabado.

Alan lo miró mudo de asombro.

—El plan de Dios se ha realizado, como ocurre siempre —continuó el rey Edmund—. Yo era una herramienta roma en sus manos y la mayoría de las veces no sabía por qué hacía lo que hacía, pero todo se ha desarrollado conforme a sus propósitos. Yo te saqué de la isla…

—Espera un momento. Diría que fui yo quien te sacó a ti de la isla.

Edmund ignoró la objeción y continuó imperturbable.

—… y te llevé a East Anglia, porque Dios quería que Henry se encontrara allí contigo y con Simon. Solo gracias a eso será el próximo rey de Inglaterra.

—Creo que exageras un poco nuestro papel.

—No lo hago en absoluto, y tú lo sabes. Quedaba una última cosa por hacer para asegurarle la corona y liberar a mi querida East Anglia de la tiranía.

—Eustache —dijo Alan en voz baja, y sintió un escalofrío al comprender que Edmund estaba realmente convencido de lo que decía.

Este asintió y le cogió sonriendo la mano izquierda con su diestra.

—Ya ves que digo la verdad. Mi obra se ha cumplido. Por eso ahora debo abandonaros.

Alan se soltó furioso.

—Pero… pero ¿qué dirá Oswald si no vuelves a Helmsby?

—Me despedí de Oswald antes de partir para Wallingford. Estaba apenado, pero lo comprendió. Cuando lo veas, constatarás que es muy superior a ti en el arte de someterse a la voluntad de Dios.

Alan sacudió la cabeza, impotente.

—Pero ¿adónde quieres ir, si puede saberse?

Edmund sonrió y no respondió nada.

A Alan se le hizo un nudo en la garganta y tragó saliva con esfuerzo.

—De modo que esta es nuestra despedida.

—Así es, hijo mío. Pero no debes estar triste, ¿sabes? Solo me adelanto, y nos veremos de nuevo junto a la mesa del Señor. Hasta entonces, sin embargo, aún tienes muchas cosas que hacer. Vaticino que tú serás mi sucesor como protector del derecho y el orden en East Anglia. Y deberás vivir tu vida. En paz, Alan, aunque tal vez aún no puedas hacerte del todo a la idea. El «Barco Blanco» no se hunde ya.

Alan lo estrechó un momento entre sus brazos.

—Ve con Dios, rey Edmund.

Edmund levantó la mano sonriendo en un último saludo y se alejó caminando con sus enormes sandalias en dirección a la puerta del castillo.

—Siempre lo hago, como tú sabes muy bien. Será mejor que te preocupes de no apartarte de nuevo de su camino, hijo mío.

—¡Echaré en falta tus prédicas! —le gritó aún Alan.

Sintió el impulso de correr tras Edmund y hacerle volver; porque temía por él. En muchos lugares reinaban todavía la arbitrariedad y el miedo, que hacían despiadados a los hombres. ¿Cómo iba a poder arreglárselas un afable cabeza de chorlito como Edmund en un mundo como ese? ¿Qué haría cuando constatara que solo era un mortal como los otros, que pasaba hambre y frío? Pero Alan sabía que no podía impedirle que eligiera su propio camino. El rey Edmund no era Luke, que solo era feliz en un ambiente controlado y bien protegido. Edmund había sido el pastor de su comunidad, su guía en todo lo relacionado con la fe y la conciencia, y Alan nunca había puesto en duda su autoridad en esas cuestiones. Si ahora le hacía volver y le mantenía bajo su tutela, sería solo porque le entristecía la desintegración de su comunidad. Lo haría por sí mismo, no por Edmund. Sus dos caballeros llegaron desde la torre y se acercaron a él.

—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó Ælfric.

Alan reflexionó un momento, y luego decidió:

—Athelstan, tú te quedarás aquí hasta nueva orden con los guardias y los hombres de Blackmore. Quiero que protejáis a Susanna y a sus hijos hasta que vuelva a reinar la calma en el país. Construidle una residencia adecuada y luego derruid este castillo.

—¿Qué? —exclamó Ælfric—. Pero si es una construcción magnífica…

—Se erigió sin permiso de la corona y por eso debe ser derruido. Ya es hora de que vuelva a respetarse el derecho vigente. El hijo de Susanna puede solicitar permiso al rey para construir un castillo cuando sea adulto. Hasta ese día se hallará bajo mi tutela. Y eso es válido también para su madre. Recuérdaselo cuando quiera causar problemas, Athelstan. Sé cortés con ella, pero no permitas que vaya dando órdenes. Estás aquí como mi camarero. ¿Comprendido?

—Perfectamente, mylord. ¿Y tú qué harás?

—Cabalgaré a casa.