En el curso de la primavera, Henry llevó a cabo una marcha triunfal por los Midlands, que culminó con la caída del castillo de Warwick a principios de junio.
—Esto es fabuloso —dijo Simon satisfecho—. Ahora ya no hay nada que nos impida dirigirnos a Wallingford, ¿no es cierto?
—Simon, sé lo importante que es para ti Wallingford —empezó Henry—, pero…
Simon lo interrumpió.
—Tú dijiste: «Tenemos que embarcar cuanto antes hacia Inglaterra para acudir en ayuda de Wallingford, porque en Wallingford se decidirá quién debe llevar la corona». Fueron tus palabras, Henry. En enero. Y estamos en verano.
Estaban sentados con Alan, Gloucester y algunos otros comandantes en la sala principal de la torre del castillo discutiendo cuál debía ser su siguiente paso.
—A pesar de todo, Henry tiene razón, Simon —dijo Alan—. Unos cuantos castillos en los Midlands no nos sirven de nada. Tenemos que asegurarlos todos. Si no, corremos el peligro de vernos atrapados frente a Wallingford entre el ejército de Stephen y sus lores de los Midlands. No podemos arriesgarnos a eso, precisamente porque Wallingford tiene una importancia tan grande.
—Me temo que es justamente así —dijo una voz desconocida desde la puerta.
Los hombres volvieron la cabeza. Un guardia que se encontraba junto al recién llegado anunció:
—Robert Beaumont, monseigneur, el conde de Leicester.
Henry saltó de su sillón.
—¿Qué?
El conde de Leicester se acercó e hincó la rodilla en tierra.
—Perdonad que hasta ahora no haya acudido, monseigneur. Pero aquí estoy. Os traigo quinientos hombres y pongo a vuestra disposición mis castillos de los Midlands.
Henry le levantó y lo estrechó entre sus brazos. A estas alturas ya lo hacía casi de forma rutinaria, porque muchos lores ingleses habían acudido a su encuentro antes; pero ninguno con tanto poder.
—¿Todos vuestros castillos en los Midlands? —preguntó Henry—. Deben de ser unos veinte.
—Son treinta y uno —le comunicó Alan.
Henry observó al poderoso conde de Leicester sacudiendo la cabeza.
—Por todos los santos… Es increíble.
—Oh, podéis creerlo, monseigneur —replicó Leicester un poco cortado. Todo el mundo sabía en esa sala que en los últimos diez años, como tantos otros lores, apenas se había preocupado por la guerra y había concentrado sus esfuerzos en la consolidación y la ampliación de su poder personal—. Como muchos otros en Inglaterra, solo esperaba que viniera alguien que realmente mereciera nuestro juramento de fidelidad. Y vos sois ese hombre, monseigneur.
—Os lo agradezco —murmuró Henry, cohibido.
Simon presentó a Leicester a los restantes lores y finalmente comentó:
—El año pasado me encontré con vuestro hijo en Wallingford, monseigneur.
—Supongo que debo contar con que a estas alturas haya muerto de hambre —replicó Leicester.
—No, no lo creo —le contradijo Simon, y le explicó lo que él y los siameses habían hecho para evitar que rindieran por hambre la guarnición de Wallingford durante el invierno—. Pero son tan pocos… —concluyó—, y entretanto probablemente ya habrán tenido que volver al pan de salvado. No podemos dejarlos en la estacada.
Desde su silla, Henry deslizó la mirada por la empalizada dañada por el impacto de los proyectiles y los incendios, el anillo de sitio y el castillo al otro lado del río. En una sofocante tarde de julio por fin habían llegado, con casi tres mil hombres, a Wallingford. Frente a él, todo estaba como muerto. Un cuervo estaba posado en lo alto del brazo de la catapulta. Y las máquinas de sitio más pequeñas habían desaparecido.
—¿Qué demonios significa esto? —preguntó Henry irritado—. ¿Llego para librar la batalla decisiva y no se ve un alma por ninguna parte?
—Podéis estar seguro de que están aquí —replicó Alan—. Pero sus espías les habrán informado de nuestra llegada, y por eso Richard de Clare se ha atrincherado. O Stephen y Eustache ya están aquí, y el patio del castillo de Crowmarsh hormiguea de soldados que solo esperan a que asaltemos el puente.
Henry se encogió de hombros.
—Solo hay una forma de descubrirlo. Simon, coge a cincuenta hombres. Llena las alforjas con pan y todo lo demás. Y luego presentaos ante la puerta y solicitad que os franqueen la entrada para reforzar la guarnición. Comunica al comandante de Wallingford mi más sincero agradecimiento por su lealtad y su firmeza. —Sus ojos chispearon, divertidos, al pronunciar esta frase.
Simon sonrió aliviado.
—Así se hará, mylord.
—Esperaremos a que estéis dentro y luego tomaremos el puente —oyó que decía aún Henry mientras él ya se alejaba al galope.
Simon pidió a los siameses que cargaran uno de los carros de intendencia con barriles y sacos de provisiones y luego condujo a sus hombres ante la puerta del castillo de Wallingford. Pero el caballero que se hallaba en el parapeto de la torre de acceso se negó a franquearles el paso.
—¿Creéis que el hambre nos ha reblandecido el cerebro hasta el punto de dejarnos seducir por un carro lleno de barriles para dejar entrar a las hordas de Stephen? Hubiéramos podido conseguirlo de un modo más fácil, ¿no os parece?…
—¡Leofgar! —gritó Simon hacia el parapeto—. ¿No me reconocéis?
—¿Simon de Clare? ¿Cómo es que no estáis muerto? ¿Hace uso ahora Stephen de poderes demoníacos para enviarnos a un aparecido?
Simon suspiró. Podía comprender el recelo del hombre; pero tenían que encontrar una solución enseguida, porque ese lugar se podía convertir en un infierno en cualquier momento.
—De verdad soy yo, Leofgar —le aseguró—. ¿Por qué no mandáis a buscar a Miles Beaumont o a lady Philippa?
—¿Lady Philippa? —repitió Leofgar—. Eso difícilmente será posible, mylord. —Y acto seguido desapareció.
—¿Qué significa eso? —bramó Simon—. Leofgar… ¿qué le ha pasado?
No recibió respuesta. Las palabras de Leofgar parecían flotar aún en el aire como el anuncio precursor de la catástrofe, y por un momento Simon sintió un gran miedo; pero poco después el caballero llegó de nuevo acompañado por otro hombre.
—¿Simon?
—¡Miles! —«¿Qué le ha pasado a Philippa?», quiso preguntar, pero antes tenía que poner a resguardo a sus hombres tras esa puerta—. ¡Henry Plantagenet ha llegado, como os había prometido! —gritó—. Tu padre está con él. Os traigo refuerzos. ¡De modo que quieres dejarnos entrar de una maldita vez, por favor!
Unos instantes después las dos alas de la puerta se movieron, y en cuanto la abertura fue suficientemente grande, Wulfric llevó el carro hacia dentro.
—Más deprisa —le apremió Simon, nervioso—. Ahora los primeros diez hombres.
En ese momento, el puente que unía los dos castillos enemigos y que desde el inicio del sitio se hallaba en manos de los realistas estalló en llamas.
—No has esperado mucho, Henry —murmuró Simon, y condujo al resto de los hombres a través de la puerta.
Miles Beaumont lo estrechó entre sus brazos.
—Ya casi había abandonado la esperanza de volver a verte nunca —reconoció.
—¿Cómo están las cosas en Wallingford? —preguntó Simon, mientras seguía a Miles a través del patio del castillo hacia el puente levadizo y el promontorio de la torre.
—Más o menos igual que en tu primera visita —respondió Miles—. Trataron de bloquear la entrada de agua del río y matarnos de sed, pero el río fue más fuerte y todos sus esfuerzos resultaron inútiles. —Entraron en la sala de la torre—. Desde hace diez días prácticamente no tenemos nada que comer. Si no nos hubiera llegado la noticia del desembarco de Henry Plantagenet en invierno, seguramente nos hubiéramos rendido.
Simon hizo acopio de valor.
—¿Y… lady Philippa?
Antes de que Miles pudiera responder, un grito, rápidamente reprimido, llegó de la cámara trasera. Solo había durado un segundo antes de convertirse en un gemido, pero Simon reconoció la voz y se volvió bruscamente hacia la puerta.
Miles lo sujetó por el codo.
—No la molestes.
—¿Pero qué… qué le pasa?
El joven Beaumont rio.
—¿No lo sabes? Vas a ser padre.
—¿Que yo… qué?
—Umm… Es lo que suele oírse en estos casos. No hay motivo para ponerse tan pálido, De Clare. Ya lo hace ella.
De pronto a Simon le cedieron las rodillas y se dejó caer en el banco.
—Un hijo…
Un montón de sentimientos contradictorios se agitaban en su interior, como si su corazón estuviera atrapado en un torbellino: mala conciencia, vergüenza, miedo, alegría.
Miles se sentó a su lado.
—Será mejor que estés preparado para sufrir una decepción. Lady Philippa no ha podido comer como hubiera debido. Por eso… —Intercambió una mirada turbada con su mujer. Lady Katherine se levantó.
—Iré a verla y le diré que estáis de vuelta, mylord. Eso le dará ánimos.
Simon asintió con la cabeza, agradecido, y Katherine entró en la cámara trasera.
Voy a ser padre —pensó Simon sin poder creerlo—. Dios, permite que me convierta en padre. Deja que el niño viva. Y que su madre viva…
Luego recuperó el aplomo y se levantó.
—Subamos al parapeto y veamos qué ocurre en el puente. Puede que hoy sea el día en que acabe el asedio de Wallingford.
Con solo veinte hombres Henry había tomado el puente, había arrollado a los guardias enemigos apostados en la orilla y durante los combates había estallado un incendio. Sin preocuparse de las llamas, Henry avanzó con la espada en la diestra hacia el otro extremo, también vigilado y fortificado, casi diez pasos por delante de sus caballeros.
Alan ordenó a sus hombres que apagaran el fuego y corrió para unirse a él. Encontraba tan inteligente como honroso que Henry se colocara a la cabeza de sus tropas, pues solo así podía ganarse su respeto y amedrentar a sus enemigos; pero aquello no les serviría de nada si Henry caía.
Alan lo alcanzó cuando los guardias ya se lanzaban contra él. Eran seis, pero debido a la estrechez del puente solo podían luchar en fila de a dos. Henry y Alan se encontraban ahora combatiendo hombro contra hombro, y no les fue difícil acabar con ellos.
Richard de Clare envió a una tropa de asalto desde su fortaleza. Cuando los hombres se dieron cuenta de que no tenían ninguna posibilidad de imponerse a las tropas de Henry, dieron media vuelta, golpearon la puerta con sus espadas e imploraron que les dejaran entrar de nuevo. Pero la puerta permaneció cerrada. Henry les ofreció que se pasaran a sus filas, y los hombres no se lo pensaron demasiado antes de aceptar.
—¿Y qué hacemos ahora? —exclamó Henry, sonriendo satisfecho.
Alan miró alrededor y reflexionó un momento.
—Deberíamos acampar en esta orilla del río. —Señaló hacia el Este—. Ahí está Westminster. Stephen vendrá de allí, y pronto.
—Tienes razón. Cuando venga, no debemos encontrarnos al otro lado de un río. En esta ocasión quiero que esto se decida de una vez por todas.
Las sombras se alargaban en el patio del castillo cuando en la cámara trasera resonó el llanto de un bebé. Simon bajó la cabeza y se persignó.
De nuevo le pareció que pasaba una eternidad antes de que lady Katherine saliera. La mujer le apoyó un momento la mano en el brazo y sonrió.
—Todo ha ido bien, mylord. Solo una niña, pero las dos están perfectamente. Id y vedlo vos mismo.
Simon se deslizó sin hacer ruido en la habitación. Philippa dormía. Tenía sombras oscuras bajo los ojos y le pareció terriblemente delgada, pero sus labios llenos sonreían un poco. El recién nacido yacía sobre su pecho y también parecía dormir. Simon no podía recordar haber visto nunca algo tan minúsculo.
Philippa se movió, abrió sus ojos ambarinos y lo miró.
—Recé tanto para que fuera un niño y se te pareciera, para que pudiera recordarme a ti. Pero es una niña, y resulta que no necesito recordarte porque no estás muerto. Las cosas siempre salen de un modo distinto a como las imaginábamos.
Sonriendo, Simon se sentó en el borde de la cama y le cogió la mano.
—Oh, sí. Lo sé. ¿Te encuentras bien?
Ella asintió con la cabeza.
—Fue un invierno duro. Guardé luto por ti…
Simon se inclinó y la besó en la frente.
—Eso me honra. Solo puedo confiar en haberlo merecido también. Siento haberme ido sin decirte adiós, Philippa.
—Sé que no podías hacer otra cosa, porque yo no te hubiera dejado ir. Cuando me di cuenta de que esperaba un hijo, todo fue mejor. Fue un gran consuelo. Aunque naturalmente lo hizo todo aún más difícil. Por cierto, puedes cogerla.
Simon rozó tímidamente con un dedo la pelusilla de la cabeza de la niña.
—Tengo miedo de despertarla —susurró.
—¿Katherine dice que ha llegado Henry Plantagenet? —preguntó Philippa.
—Con un ejército. Te traigo cincuenta hombres y provisiones. Ya ves que tu coraje y tu fortaleza han valido la pena.
Las lágrimas asomaron por entre sus párpados cerrados.
—Perdona. Son demasiados cambios felices de repente.
Riendo, Simon se tendió a su lado, rodeó a Philippa y a la niña con cuidado con el brazo y le secó las lágrimas a besos.
—¿Y cómo se llamará nuestra hija?
—No lo sé —reconoció Philippa—. Para mi «Simon» no tenía duda.
—¿Qué me dices de Maud? —propuso él.
—¿Por la emperatriz? Por qué no. Al fin y al cabo, sin ella nada de esto hubiera pasado. —Rozó con los labios la mejilla de la niña—. ¿Y crees que Henry Plantagenet ganará la batalla?
—Solo Dios puede decirlo. Aunque sin duda tiene talla para ello.
—Pero ¿te preocupa lo que pueda suceder con Maud si Stephen y Eustache vencen y este castillo finalmente cae?
—Si eso ocurriera, el panorama sería sombrío para todos nosotros. Pero tienes razón. Ser responsable de pronto de un gusanito como este… hace que contemples las cosas bajo una luz muy distinta.
—A mí me ocurre lo mismo. Pero de todos modos estoy contenta de que Dios nos la haya regalado precisamente ahora, porque así tendrás que casarte conmigo.
Simon sonrió. Así era, reconoció. Maud tenía solo dos horas, pero ya había obrado un milagro. Porque la cuestión de si podía casarse o no había dejado de plantearse. Sorprendido, casi irritado, llegó a la conclusión de que había circunstancias en la vida que eran más decisivas que la maldita epilepsia.
—Una obligación que no podría ser más bienvenida —admitió.
El ejército que el rey Stephen y su príncipe heredero llevaron a Wallingford no era tan grande como algunos habían temido, porque muchos lores a los que el rey había mandado llamar, con sus caballeros y soldados, no habían acudido a la cita. Así, tampoco los realistas habían podido reunir a más de tres mil hombres, informó un espía.
Henry y los restantes comandantes que habían acudido para oír el informe ya estaban equipados para el combate. En la lejanía aparecían los primeros estandartes.
—Bien, monseigneurs —dijo el joven duque—. Tal como hemos convenido, Alan mandará la vanguardia. Gloucester, vos el flanco izquierdo. Leicester, el derecho. Y yo el centro.
Los tres hombres asintieron. El padre Bertram, el capellán de Henry, se acercó para oír en confesión a Henry y a sus comandantes. Para ahorrarse a sí mismo y a ellos una situación embarazosa, Alan se alejó unos pasos caminando a lo largo de la orilla.
Las figuras borrosas que se distinguían en la lejanía no tardaron en adoptar formas más precisas. Una enorme nube de polvo envolvía al ejército en movimiento. Cuando se acercó un poco más, Alan constató sin sorpresa que los realistas ya marchaban en orden de batalla divididos en tres secciones. Volvió atrás. Sus propias tropas ya se estaban formando, pero eran demasiado lentas.
—¡Henry! —gritó—. ¡Ya habéis rezado bastante!
El joven duque, Gloucester y Leicester salieron de la tienda. Henry abrazó brevemente a sus tres comandantes, y por último a Alan.
—Que Dios esté contigo, primo.
Sus ojos centelleaban de entusiasmo, pero su rostro tenía una expresión grave y concentrada.
Eso era lo que convertía a Henry Plantagenet en un general tan peligroso, pensó Alan: Henry amaba el reto que representaba una batalla, pero nunca se dejaba arrastrar por la euforia. Por frívolo que pudiera ser en muchos aspectos, nunca olvidaba que el derramamiento de sangre era un asunto serio.
—Que Dios esté con todos nosotros, Henry —respondió Alan, y a continuación montó en su caballo y se colocó a la cabeza de la vanguardia.
A una media milla de distancia todavía de las tropas de Henry, el ejército del rey Stephen se detuvo. Tres formaciones se adelantaron unos largos y se reunieron. En el flanco izquierdo se formó un callejón, y un jinete lo atravesó y se unió al grupo. Fuera lo que fuera lo que a Stephen le quedaba todavía por discutir, parecía requerir un largo debate.
Llevaban casi una hora esperando, con su pesado equipo de combate, bajo el abrasador sol de agosto, cuando Henry no lo aguantó más y llegó galopando a la cabeza de la vanguardia.
—¿Qué está pasando ahí? —tronó.
Alan se encogió de hombros, desconcertado.
Uno de los hombres se separó del grupo formado en torno al rey y se alejó a todo galope, mientras otro caballero se dirigía trotando hacia el ejército de Henry.
Cuando estuvo un poco más cerca, Henry exclamó asombrado:
—¡Por todos los cielos! ¿Ese no es…?
Calló, perplejo.
—Thomas Becket —dijo Alan.
—¿Qué demonios está haciendo el secretario del arzobispo de Canterbury con Stephen? Hace apenas unas semanas aún me aseguraba que el arzobispo soñaba con colocar sobre mi cabeza la corona inglesa.
Becket cabalgó hacia ellos, levantó la mano derecha a modo de saludo y se detuvo. Luego se inclinó ante Henry y dijo:
—El rey Stephen me ha solicitado que os transmita un mensaje, señoría.
Henry se quitó el yelmo.
—Debe de ser una noticia condenadamente mala para que, en contra de tu costumbre, te muestres tan formal, Tom.
—Al contrario, Henry. Pero hoy podría ser el día más importante de tu vida, y pensé que todos haríamos bien en mostrar un poco de formalidad para hacer honor a esta circunstancia.
—Que así sea, pues, monseigneur —se burló Henry—. ¿Qué tiene que decirme mi querido primo, el rey Stephen?
—Os solicita una entrevista.
—¿Cómo? ¿Ahora? Pensaba que nos habíamos encontrado aquí para enfrentarnos en una batalla.
—Ahora, señoría. A medio camino entre vuestro ejército y el suyo. Traerá a dos acompañantes: el arzobispo de Winchester y el conde de Flandes. Y os pide que traigáis también a dos acompañantes, como testigos.
—¿Estás seguro de que no es una emboscada, Tom? —preguntó Alan.
—Stephen podrá tener muchos defectos, pero entre ellos no está la falsedad —respondió Becket.
—No puede decirse lo mismo de Eustache.
—Eustache acaba de largarse hecho una furia. Supongo que le habréis visto salir al galope. Hace días que el arzobispo y el obispo de Winchester mantienen negociaciones secretas. Tan secretas que ni siquiera yo sé exactamente de qué tratan. Pero pienso que la entrevista que Stephen desea mantener tiene relación con eso.
Henry asintió con la cabeza.
—Alan, Tom. Concededme el honor y acompañadme en mi entrevista con el rey Stephen.
Los tres hombres se adelantaron, y en el otro lado también un grupo de tres caballeros se puso en movimiento. Alan los observó con atención. Era la primera vez que veía al rey Stephen en persona: la imagen de un gobernante valeroso, con la sabiduría que proporcionan los años, pensó por un momento; hasta que miró a Stephen a los ojos. En ellos no había rastro de bravura ni sabiduría. Solo agotamiento y resignación.
Al llegar a cinco pasos de distancia, los dos grupos se detuvieron y los seis caballeros esbozaron una reverencia.
—¿Y bien, monseigneur? —preguntó el joven duque fríamente—. ¿Qué tenéis que decirme antes de que nos enfrentemos en combate y dejemos decidir a Dios quién debe gobernar sobre Inglaterra?
—Lo siguiente, monseigneur —replicó el rey Stephen—. Debéis saber que no deseo librar esta batalla en la que ingleses van a derramar sangre de ingleses.
Alan contuvo la respiración. ¿Existiría realmente una posibilidad de que se ahorraran la pesadilla de una carnicería como la que iba a producirse?
—¿Y para qué habéis traído aquí a vuestros ingleses, si no es con el objetivo de que peleen contra los míos? —dijo Henry con sarcasmo.
Está furioso, comprendió Alan. Pero Henry debía darle a Stephen la oportunidad de salvar las apariencias y decir lo que tenía que decir. Mientras Alan todavía estaba dudando entre intervenir o no, Becket se le adelantó:
—Vuestra señoría, os conmino encarecidamente, también en nombre del arzobispo, que, como sabéis, está bien dispuesto hacia vos, a que escuchéis lo que el rey tiene que decir.
Henry espiró sonoramente y asintió con la cabeza.
El rey se enderezó en su silla.
—He traído a mi ejército hasta aquí para haceros ver que negocio con vos desde una posición de fuerza. Y si hubierais tenido mil hombres menos, no hubiera dudado tampoco en librar esta batalla, tal como el príncipe Eustache quería hacer a toda costa. Pero Dios ha dispuesto las cosas de modo que nuestras tropas son igualmente fuertes. Y mi hermano —señaló con el mentón hacia el obispo de Winchester— me asegura que Dios quiere decirnos con eso, a vos y a mí, que ya ha corrido bastante sangre.
—Recordad el mandamiento de Dios: «No matarás» —le exhortó Henry de Winchester—. Renunciad al combate.
—¿Y luego? —preguntó Henry—. ¿Esperáis que vuelva a Normandía porque me pedís que lo haga con tanta amabilidad? Ya podéis sacároslo de la cabeza. Estoy seguro de que puedo ganar esta batalla. De modo que decidme: ¿qué me ofrecéis para que renuncie a ella?
—Aquello que deseáis tan ardientemente —respondió Stephen con un suspiro—. Mi corona.
—Pues sí, Merlín, tengo que decir que al principio me quedé mudo —reconoció Henry, y se dejó caer hacia atrás en su sillón. Sus ojos brillaron mientras paseaba la mirada por la sala.
En el castillo de Wallingford se celebraba una fiesta: manteles blancos cubrían las mesas, que amenazaban con romperse bajo el peso de las bandejas con carne y pan. La sala estaba llena de gente y de ruido. Simon vio con el rabillo del ojo cómo Miles Beaumont y su padre, el conde de Leicester, que estaban ya bastante achispados, caían de nuevo el uno en brazos del otro.
—Y dime, ¿qué dijiste cuando recuperaste el habla? —quiso saber Simon.
—«¿Por qué?», le pregunté. «¿Por qué precisamente ahora?». «Porque sois el hombre correcto», replicó el rey, y podía verse claramente lo mucho que le costaba hacer esta confesión. «Es lo que creen los lores y los obispos de Inglaterra, monseigneur. Y el Papa también lo cree. Yo soy demasiado viejo para cerrar los ojos a la realidad. Ante tanta oposición, no puedo imponer los derechos al trono de mi hijo». «Pero ¿qué ocurrirá entonces con Eustache?», le pregunté yo. El rey propuso que fuera a Winchester para tratar los detalles con él, su hermano obispo y el arzobispo de Canterbury. Pero, en cualquier caso, probablemente las cosas acabarán así: Stephen seguirá siendo rey de Inglaterra y me designará como su heredero. Eustache y su hermano menor serán compensados con tierras, y yo deberé nombrar a Eustache como heredero hasta que tenga un hijo propio. —Le guiñó el ojo a Simon—. Pensé que tal vez no era el mejor momento para explicarle a Stephen que Aliénor se encuentra en estado de buena esperanza. En el camino de vuelta Alan dijo que no creía que tuviera que esperar mucho para tener mi corona. Él opina que Stephen está harto de la vida.
Es muy posible, pensó Simon.
—Y por cierto, ¿dónde está Alan? —le preguntó a Henry.
—En la capilla. —Un brillo pícaro asomó a sus ojos—. Después de que hubiéramos negociado la retirada de Stephen y concertado nuestro próximo encuentro, le pedí un pequeño favor al obispo de Winchester como signo de que su amistad era sincera…
A Simon se le aceleró el corazón.
—Oh, Henry. No me digas…
—Sí te lo digo. Él fue quien firmó la excomunión de Alan, de modo que también podía retirarla. Y eso fue lo que hizo, aunque parecía un poco disgustado. Alan tendrá que pagar una determinada suma, pasar la noche de rodillas en la capilla y confesarse, y luego, a partir de mañana, de nuevo podrá oír misa y recibir la comunión.
Simon contempló a su futuro rey con una cálida sonrisa.
—Que Dios te bendiga por ser capaz de pensar en tus amigos en un momento como ese.
—Sin Alan nunca hubiera llegado ese momento. Él y Gloucester padre mantuvieron viva en Inglaterra la causa de mi madre. Y sin los consejos de Alan hubiera acudido a la batalla contra Stephen con mil doscientos hombres, y no con los tres mil que tenemos hoy y la retaguardia de los Midlands asegurada. Es más su triunfo que el mío. Así que lo mínimo que podía hacer por él… —Se interrumpió de repente y se levantó—. ¡Lady Philippa! Mi más fiel vasallo. ¿O es vasalla? Por favor, tomad asiento, madame. Parecéis agotada.
Simon también se había levantado y le había pasado el brazo por los hombros. Philippa se dejó conducir dócilmente hasta el sillón de Henry.
—Os doy las gracias, monseigneur. Si hubierais dado a luz a un hijo ayer, vos también estaríais agotado, podéis creerme.
Henry rio.
—Apuesto a que sí. ¿Y bien? ¿Cuándo será la boda? Os cederé con gusto al padre Bertram, que sabe darles a esos asuntos toda la dignidad necesaria.
Simon se colocó detrás de Philippa.
—Mañana temprano —respondió.
—Cuanto antes mejor —explicó Philippa—. No sea que al final aún cambies de opinión, Simon de Clare.
—Oh, no debéis preocuparos por eso, madame —dijo Henry—. Por si no lo sabéis aún, os diré que Simon es un modelo de persistencia y firmeza. Además, difícilmente desdeñará a una novia que va a aportar al matrimonio Wallingford y todas las tierras que Brian FitzCount mantuvo.
Philippa inspiró hondo.
—¿Me dejáis las tierras de mi padre? Esto es muy generoso, monseigneur.
Henry se inclinó cortésmente.
—Lo que decía antes también es válido en vuestro caso: eso es lo mínimo que puedo hacer para saldar mi deuda con vos. Y con vuestro prometido.
Alan no tenía nada en contra de pasar la noche en la capilla, ya que tenía un montón de cosas que decirle a Dios. Hacía casi seis años que se habían ido acumulando, y ahora se sentía feliz de haber sido admitido de nuevo en la comunidad de la Iglesia. La inesperada oferta del rey Stephen le daba esperanzas de que la guerra efectivamente hubiera quedado atrás, pero Alan no se hacía demasiadas ilusiones. Dudaba de que Eustache se quedara con los brazos cruzados y aceptara sin más la decisión de su padre. Las conversaciones en Winchester ocultaban muchos peligros y podían fracasar. Y lo más importante ahora era proteger la vida de Henry, porque no todos los lores de Inglaterra querían un rey fuerte en el trono que les indicara cuál era su lugar.
Un ruido en la puerta lo arrancó de sus pensamientos.
—Simon.
—Pensaba rezar un poco contigo, si no tienes inconveniente.
—Claro que no.
Simon se arrodilló a un paso de él ante el altar desnudo.
—El día de mi boda —dijo sacudiendo la cabeza con incredulidad—. Nunca pensé que pudiera llegar a verlo.
Alan le sonrió.
—El día en que podré volver a recibir la comunión. Apenas me atrevía a confiar en que llegaría alguna vez.
—¿Qué está pasando, Alan? ¿De repente todo cambia a mejor? Esto me inquieta, ¿sabes?
—Oh, no te preocupes. El próximo contratiempo no tardará en llegar —lo tranquilizó Alan.