Malmesbury, enero de 1153

El día de Reyes, Henry Plantagenet, con treinta y seis barcos, ciento cuarenta caballeros y aproximadamente diez veces más soldados, desembarcó en la costa de Dorset y se encaminó sin demora hacia Malmesbury.

—¿Por qué Malmesbury? —preguntó Simon—. ¿Por qué no Wallingford?

Henry se volvió en la silla y sonrió con ironía.

—Oh, tranquilo, Merlín. Pronto acudiremos en ayuda de tu hermosa castellana.

—Wallingford es la llave de Inglaterra, Henry. De eso se trata.

—Sí, pero Bristol y Gloucester constituyen mi base en Inglaterra. Y mientras Stephen retenga Malmesbury, que se encuentra justo entre ellas, mis correos serán interceptados una y otra vez. ¿No te he oído decir a ti eso mismo hace poco?

—Me lo has oído decir, tienes razón —admitió a regañadientes Simon.

—¿Ves? De modo que deja que aseguremos nuestra base, y luego nos dedicaremos a Wallingford. Por consideraciones puramente estratégicas, se entiende.

Todos los que le oían se echaron a reír. Era difícil no dejarse contagiar por la alegría desbordante de Henry. El joven duque estaba tan encantado de poder llevar por fin a la práctica sus planes que casi temblaba de excitación. Pero eso no le hacía actuar con ligereza ni tampoco con mayor vehemencia de la que era habitual en él. Malmesbury era una pequeña ciudad sin fortificar en las marcas fronterizas y cayó sin resistencia. En cambio, el castillo, que se ubicaba en el centro de la ciudad, era una construcción sólida y bien fortificada.

—Bueno, entonces pondremos sitio al castillo —anunció Henry en su tienda, y colocó sus embarradas botas sobre un escabel—. ¿Alguien puede calentar vino? Tengo el frío metido en los huesos…

Simon y los siameses se habían puesto a la tarea cuando uno de los guardias entró y anunció:

—El conde de Gloucester, monseigneur.

—¡Fantástico! —Henry se levantó de un salto—. Que pase enseguida.

Un hombre alto y desgarbado entró en la tienda, se acercó a Henry e hincó una rodilla en tierra.

—Mylord.

Henry lo levantó.

—¡Primo William! Qué alegría. Sentaos y bebed un trago conmigo. ¿Cuántos hombres traéis?

—Todos los que tengo. Doscientos caballeros y mil soldados de a pie.

—Os estoy muy reconocido. Dobláis las fuerzas de que dispongo. Decidme cómo deberíamos proceder en vuestra opinión.

William de Gloucester tomó asiento en un escabel plegable y Henry le presentó a Simon. Pero Gloucester solo tenía ojos para el joven duque.

—Nos sentimos tan felices de que por fin estéis aquí, monseigneur

—Llamadme Henry. Sí, yo también estoy contento. Pero ahora… —Se interrumpió cuando la guardia entró de nuevo en la tienda.

—Un tal Alan de Helmsby, monseigneur.

Henry intercambió una mirada con Simon y se levantó.

—Hacedle pasar.

Alan cruzó el umbral, dio dos pasos en el interior de la espaciosa tienda y luego se detuvo. Había venido totalmente equipado para el combate: su coraza de cota de malla con mangas largas, formada por cientos de pequeñas anillas de hierro, tenía una capucha con una protección para el mentón que estaba cerrada y cubría el tercio inferior de su cara hasta los labios. A eso había que añadir el yelmo con la protección nasal. En un cinturón de cuero colocado sobre la coraza llevaba su espada, y el escudo a la espalda. Y sus manos estaban enfundadas en manoplas de hierro que tenían aberturas laterales, de modo que podían correrse si quería utilizar las manos. La armadura no era nueva ni suntuosa, y por su aspecto era evidente que había vivido muchas batallas. Todo lo que se podía ver de Alan era la boca, las mejillas y sus mágicos ojos, y cuando dirigió la mirada hacia Henry, Simon vio brillar en ellos algo a lo que no supo poner nombre.

—¡Alan! Has venido. Es fantástico.

Henry lo abrazó y trató de ocultar su incomodidad tras una amplia sonrisa. Alan encajó el abrazo sin mover un músculo. Luego saludó con la cabeza a sus tres amigos con un amago de sonrisa, que desapareció enseguida cuando su mirada se posó en Gloucester.

—William.

La nuez del nuevo conde de Gloucester subió y bajó de forma perceptible.

—Alan.

—¿Cómo van las cosas en Helmsby? ¿Tu familia está bien? —preguntó Henry.

—¿Me has mandado llamar para informarte sobre eso? —replicó Alan fríamente.

—¿Cómo es que has venido si sigues guardándome rencor?

—Porque eres el heredero legítimo al trono. Te traigo treinta campesinos armados, a mis caballeros Athelstan y Ælfric y a cuatro escuderos excelentemente adiestrados. Y mi espada. Eso es todo.

—Es una vergüenza cómo te comportas, Alan —se indignó William—. ¿Por quién te tomas? Quiero decir que…

No llegó a decir nada más, porque, sin mirarlo siquiera, Alan había extendido su brazo izquierdo enguantado y lo había sujetado por la garganta. William se fue poniendo cada vez más rojo, lo agarró de la manga con las dos manos y miró a Henry pidiendo ayuda.

—Alan, suéltalo —le pidió Simon—. Aún lo necesitamos.

Alan le dirigió una mirada sombría, pero soltó a Gloucester.

Este se frotó el cuello, jadeando.

—Si queréis mi consejo, primo Henry, enviadle de vuelta a los pantanos, antes de que pierda el poco entendimiento que le queda y provoque un baño de sangre entre vuestros aliados. No dependemos de sus tres docenas de astrosos campesinos.

Henry lo miró, decepcionado, y algo asqueado también.

—Tened la amabilidad de disculparnos un momento, Gloucester. Uno de mis oficiales os buscará un alojamiento. ¿Nos encontramos aquí de nuevo digamos dentro de una hora y tomamos un bocado juntos?

—¿Vos… me echáis y permitís que él se quede?

—No se trata de eso en absoluto. Jamás se me ocurriría la idea de echaros, primo.

Su sonrisa radiante pareció contentar a Gloucester, que asintió complaciente y se marchó.

—Qué repugnante lameculos —gruñó Henry—. No puedo creer que eso sea el hijo del famoso Gloucester.

—Chsss —siseó Simon—. Será lo que sea, pero sin él nuestra empresa no tendría ninguna posibilidad de éxito —le previno—. De modo que domínate y dale un poco de coba mientras lo necesitemos. —Luego miró un momento a Alan y añadió—: Tal vez será mejor que os dejemos solos para que solucionéis este asunto entre vosotros.

—No hay ningún motivo para eso —replicó Alan—. Solo he venido para informar a Henry de mi llegada.

—Oh, Alan, por Dios —se lamentó Henry—. No querrás hacerme creer que después de todos estos años aún me guardas rencor por aquella historia con… ¿cómo demonios se llamaba? ¿Sibylla?

Alan replegó con su mano izquierda el guante de la derecha y le lanzó un puñetazo a Henry en plena cara. A Simon siempre le dejaba fascinado la rapidez con que podía moverse. Henry salió trastabillando, y en su caída su mano tropezó con la cubeta del carbón, de la que saltaron algunas brasas. Simon pensó que debía de haberse quemado, pero Henry no dejó escapar la menor queja y se incorporó apoyándose en el codo. La nariz y la boca le sangraban.

—Bastardo…

Alan asintió con la cabeza y se quitó el yelmo, el cinturón con la espada y el escudo, que confió a los siameses.

—Simon, ¿podrías…? —pidió, y Simon le ayudó a quitarse la cota de malla. Luego se volvió hacia Henry y estiró los brazos—. Adelante.

Con un grito de rabia, Henry se lanzó contra él. Alan lo esquivó y alargó la pierna, de modo que el joven duque aterrizó sobre el vientre en el suelo. Inmediatamente volvió a ponerse en pie de un salto, blandió los puños y rozó el pómulo de Alan con la derecha. El puño de este lo alcanzó en el esternón, y Henry se tambaleó y retrocedió tratando de coger aire. Al principio daba la sensación de que Henry llevaba las de perder: siempre era demasiado lento, y ya había encajado media docena de puñetazos, cuando consiguió alcanzar por primera vez su objetivo, golpeando a Alan en el ojo izquierdo. La ceja se partió, y la sangre se deslizó en el ojo y le enturbió la vista. Alan cayó hacia atrás y aterrizó estruendosamente sobre el arcón de viaje. Antes de que hubiera podido incorporarse de nuevo, los puños de Henry se cerraron sobre sus ropas y lo lanzaron hacia la izquierda, donde la mesa se partió bajo su peso y la lámpara de aceite cayó rodando y se estrelló contra el suelo.

Alan se puso en pie antes de que Henry llegara junto a él, lo recibió con un rodillazo, le hundió el puño izquierdo en las costillas y el derecho bajo el mentón, y acto seguido ambos cayeron y rodaron de un lado a otro por el suelo, utilizando sus puños siempre que se les presentaba una oportunidad de hacerlo.

—Emm… Henry, Alan… La tienda arde —les comunicó Simon.

Los dos combatientes, que no parecían haberle oído, siguieron golpeándose con la misma rabia. El aceite de la lámpara caída había prendido en la pared de la tienda, y aunque al principio la tela solo se hinchó desganadamente, la superficie ennegrecida se fue extendiendo cada vez más y al final los bordes empezaron a llamear. A continuación también la cubeta con los carbones encendidos voló por los aires, y al ver que un nuevo incendio prendía junto al arcón de viaje —que contenía importantes documentos—, Simon y los siameses lo sacaron afuera.

En el exterior se había formado un grupo, atraído por el ruido de los puñetazos y del mobiliario saltando en pedazos.

—¿Todo va bien, Simon? —preguntó el mariscal del duque.

—Necesitará una nueva tienda. Por lo demás, diría que todo va bien. Se lo están pasando en grande ahí dentro.

—Si los dos acaban carbonizados, se habrá acabado la diversión.

—En eso tiene razón —opinó Godric.

Los siameses se alejaron y volvieron con dos cubos de agua. Simon los condujo de vuelta al interior de la tienda, le cogió a Godric el primer cubo y se lo lanzó a Henry a la cara. Al mismo tiempo, Wulfric vació el segundo sobre Alan, que, igual que Henry, se estremeció bajo el chorro helado y se soltó.

—¿Querríais mirar un momento a vuestro alrededor? —les gritó Simon.

Alan y Henry intercambiaron una mirada desconcertada y un poco cortada, y a continuación se incorporaron y miraron en torno a ellos.

—Por todos los demonios… —exclamó Henry jadeando—. Mi tienda arde.

Simon volvió a salir al aire libre con los siameses, y un instante después los siguieron los dos gallos de pelea: con las ropas rasgadas y las caras tumefactas y cubiertas de sangre. Cada uno le había pasado el brazo por los hombros al otro, para poder apoyarse disimuladamente en él. Apenas habían dado cinco pasos fuera de la tienda en llamas cuando la pared de la entrada se inclinó hacia delante y se derrumbó en medio de una nube de chispas.

Henry y Alan volvieron la vista atrás, se miraron y empezaron a reír. Los espectadores aplaudieron y se unieron a sus carcajadas.

Tras este peculiar arreglo de cuentas, Henry y Alan habían alcanzado un nivel de compenetración muy profundo, y cuando el joven candidato al trono necesitaba un consejo, le preguntaba a Alan, y no a Gloucester. Este se sentía ofendido por el desarrollo de los acontecimientos, pero no realmente sorprendido, observó Simon. Como antes Haimon, también William de Gloucester había tenido ocasión de comprobar en el pasado que Alan de Helmsby era un hombre que fácilmente dejaba en la sombra a los otros.

La noticia del desembarco de Henry en Inglaterra se extendió como el fuego, y como es natural no tardó mucho en llegar a oídos de Stephen y de su hijo Eustache. El rey y su hijo condujeron de inmediato un ejército a Malmesbury, pero un tiempo infernal les causó tantos problemas que al final tuvieron que retirarse sin haber conseguido sus propósitos. Y cuando la retirada del rey Stephen forzó a la guarnición del castillo de Malmesbury a entregarse, apenas quedó nadie que dudara de que Dios se había inclinado por Henry.