Norwich, octubre de 1152

—Hazlo, Josua —le apremió Alan en voz baja—. No tiene sentido esperar más.

—No. —Wulfric sacudió la cabeza—. Eso lo mataría.

Tu hermano morirá de todos modos, pensó Alan, pero no dijo nada. No era la primera vez que tenían esta discusión.

Ya era un pequeño milagro que Godric hubiera llegado vivo a Norwich, porque habían necesitado más de una semana para hacer el trayecto.

Durante todo el viaje Godric no había vuelto en sí en ningún momento, pero su corazón todavía palpitaba.

Alan y Simon habían llevado a los siameses al hospital, y Josua había hecho lo que había podido por ellos. Las heridas estaban cicatrizadas; pero el estado de inconsciencia de Godric parecía cada día más profundo. En algún momento del viaje había cogido fiebre, y un día más tarde también la tenía su hermano. Desde entonces subía y bajaba como la marea, y los dos se habían debilitado visiblemente.

—Me temo que tu hermano tiene el cráneo partido, Wulfric —le había explicado Josua.

—¿Uno se puede partir el cráneo? ¿Como si fuera una pierna? —preguntó Wulfric.

—Sí, algo parecido.

—¿Y… no se puede curar? ¿Como una pierna rota?

—A veces. Pero me temo que Godric está demasiado débil para eso. Si me permitieras que os separara, al menos habría una esperanza para ti.

—Ni hablar. No mientras aún respire.

—Pero es que tú también te estás debilitando con la fiebre. No podemos esperar más, ¿comprendes?

—No mientras mi hermano aún respire.

Y así habían quedado las cosas.

Simon y Alan se turnaban con los hijos de Josua para atender a los dos hermanos.

—Solo con que hubiera salido un día antes para ver a Stephen… —murmuró Alan.

Simon lo miró sacudiendo la cabeza.

—Es una tontería que te hagas reproches. Fue decisión nuestra hacer llegar víveres a Wallingford. Tú no tenías nada que ver con eso.

Estaban sentados en el borde de la cama y hablaban en voz baja, porque Wulfric, que no parecía estar mucho mejor que su hermano, se había dormido.

—La verdad es que aún me cuesta creer que te arriesgaras tanto por nosotros —continuó Simon—. Stephen te proscribió. Si alguien de su corte te hubiera reconocido, el viaje habría acabado para ti.

—Deberías volver con Henry —dijo Alan—. Tiene que saber lo que está ocurriendo aquí.

—Sí, lo sé —reconoció Simon—. Pero no puedo irme antes de saber qué será de Godric y de Wulfric. Tienen mujeres. Godric tiene dos hijos y Wulfric una hija. ¿Qué voy a decirles?

—No lo sé.

—Si al menos hubiera sido la guerra lo que les hubiera costado la vida, sería algo honorable.

—Pero fue Haimon, mi primo, que se vengó de ellos, porque ellos y tú en otro tiempo le hicisteis confesar la verdad. Por mí. De modo que no me digas que este asunto no me concierne.

Simon sacudió la cabeza.

—Te diré por qué están como están: porque crecieron pegados. Malformados. Si no hubiera sido así, Haimon los hubiera matado a golpes o los hubiera colgado. Pero en cambio los puso en la picota, para… convertirlos en una atracción de feria, y les dijo a sus hombres: vamos, adelante, descargad vuestro malhumor en ellos. Podéis hacer lo que queráis sin tener mala conciencia, porque ellos no son como vosotros. Ellos no valen nada.

—Te equivocas. Haimon hubiera hecho exactamente lo mismo si no hubieran crecido pegados. Porque son campesinos que se han atrevido a humillar a un noble. Tenía mucho más que ver con el estado que con la malformación. Tú divides el mundo en sanos y enfermos, Simon, y siempre le das demasiada importancia a esa distinción. Por eso le concedes a la epilepsia más poder sobre tu vida del que debería poseer; sin pensar que los sanos tampoco son dueños de su destino, que tienen las mismas debilidades y dudas. Precisamente tú, que tantos oscuros secretos conoces, deberías saberlo bien.

Simon recordó que Philippa le había dicho algo muy parecido.

—¿Cómo murió Haimon? —preguntó Alan.

—De una forma demasiado rápida y demasiado fácil. Saqué mi cuchillo de la bota y se lo clavé en el corazón. ¿Me guardas rencor por eso?

—Al contrario. Me siento aliviado de que lo hayas hecho, porque siempre había temido tener que matarlo yo mismo algún día.

—¿Por qué entonces tengo la sensación de que su muerte te tiene inquieto? ¿Es… por Susanna? —Le dirigió una mirada penetrante—. La idea de que esté afligida te llena de satisfacción. Y es eso lo que te preocupa, porque no puede decirse que sea un rasgo especialmente simpático.

—A veces resultas de verdad inquietante —gruñó Alan—. No me extraña que te llamen Merlín.

—Oh, muchísimas gracias. Odio que me llamen así.

—Lo sé.

—¿Por qué no dejamos eso y me dices qué vamos a hacer con respecto a Eustache de Boulogne? Porque comparado con Eustache, Haimon era un perrito faldero.

—¿Crees que el rey Stephen puede controlar a su hijo?

—En este momento sí. Pero no sé cuánto durará. Eustache hierve de impaciencia y está ansioso por rebelarse. Se considera más valiente y listo que su padre y está cansado de que le tengan sujeto de la correa.

—Eso es bueno.

—¿Quieres decir que la discordia entre el rey y el príncipe heredero los debilita y fortalece a Henry? De todos modos no me hace sentir bien la idea de que el príncipe heredero pueda escapar al control de su padre. Es un hombre… terrible. Me recuerda a Regy.

—¿Qué se proponía hacer contigo? —No era la primera vez que Alan le hacía esta pregunta, y hasta ahora no había obtenido respuesta. Como siempre, Simon sacudió la cabeza y calló.

—Plomo —balbuceó Godric, y sus párpados vibraron.

Wulfric abrió los ojos.

—¿Godric?

—Darle… a beber un vaso de plomo.

Simon y Alan intercambiaron una mirada perpleja. Luego Alan le apoyó con cuidado la mano en el pecho al resucitado:

—Tranquilo, Godric. Has recibido una buena, no deberías moverte.

Godric abrió los ojos.

—Un vaso de plomo. Fue idea de Haimon. Yo dije… que de todos modos siempre sería mejor que un manto de cruzado y tres años en la isla. Y entonces él… —Parpadeó.

—Cogió un formón que había cerca y lo descargó con todas sus fuerzas contra tu cráneo —acudió en su ayuda Wulfric—. No te preocupes, hermano; tampoco te volverás más tonto de lo que ya eres por eso. Y ahora haz lo que dice Alan y estate quieto. Has estado inconsciente durante dos malditas semanas, y no podría decirte hasta qué punto estoy hasta las narices de estar tendido aquí a tu lado esperando a que la diñemos.

Godric le obsequió con una sonrisa radiante.