Henry había enviado a Simon y a los siameses a Inglaterra para que se informaran de cómo estaban las cosas allá y explicaran a sus angustiados partidarios qué le impedía acudir por fin en su ayuda.
—Su mayor preocupación es que los lores puedan considerarle indeciso o incluso cobarde —confió Simon a su amigo Thomas Becket, que los había recibido en el palacio del arzobispo.
—En este aspecto puede estar tranquilo —replicó Becket—. Los ingleses ya se han enterado del trato que ha dado a su hermano y a Louis de Francia. Diría que la indecisión o la cobardía son los últimos defectos que se les ocurriría achacarle. ¿Qué ha hecho en realidad con su hermano?
—Nada en absoluto. De momento lo tiene prisionero en Montsoreau, pero en condiciones más que dignas.
—Geoffrey sale a cazar cada día —comentó Wulfric.
—Henry siempre desconfió de él, y por eso su decepción tampoco fue excesiva —concluyó Simon—. Por otra parte, nunca le tocaría un pelo a ninguno de sus hermanos. Se pelean continuamente, pero se quieren.
Becket asintió e informó de su viaje a Roma.
—El papa Eugenio ha prohibido que Stephen corone rey a su hijo ya, tal como él quería.
—¿Es cierto eso? —preguntó Simon aliviado—. Será una gran noticia para Henry. Ha pasado muchas noches en vela pensando en este asunto.
—Entonces hazle saber que solo a mí debe agradecer que se haya resuelto felizmente. Me esforcé tanto como pude en describir al Papa con los colores más vivos lo cruel y desalmado que era ese Eustache. Lo pinté como un tirano sanguinario y, aunque me temo que exageré de una forma bárbara, mi descripción cumplió su objetivo.
Simon levantó su vaso.
—Bien hecho, Tom.
—¿Y ahora? —preguntó Becket—. ¿Qué planes tenéis?
—Oh, nada especial —respondió Godric—. Solo queremos pasarnos por Wallingford para echar un vistazo.
Becket arrugó la frente.
—Supongo que sabéis que el rey Stephen ha sitiado ese castillo con todas las fuerzas de que dispone.
—Y con razón —opinó Simon—. Porque quien domine Wallingford controlará el valle del Támesis.
—Exacto. Por eso Stephen ha hecho construir un segundo castillo en la orilla opuesta del río, para asegurarse de que no pueda entrar o salir ni una rata de allí.
—Seguro que no será fácil —reconoció Simon—, pero los hombres de nuestra guarnición en Wallingford se cuentan entre los más firmes partidarios que Henry tiene en Inglaterra. Deben saber lo que está ocurriendo, para que no se les ocurra pensar que Henry les ha dejado en la estacada. Necesitamos Wallingford, Tom.
—¿Y cómo vas a hacerlo? —preguntó su amigo en tono escéptico.
—Ya se me ocurrirá alguna idea. ¿Has oído algo de Alan? —preguntó Simon para cambiar de tema.
—Estuve allí. No viven mucho mejor que la guarnición de Wallingford: el puente levadizo siempre está cerrado y bien vigilado, porque tiene que contar con que en cualquier momento pueda venir alguien a expulsarlo de Helmsby. El documento de Stephen que lo desposee de su propiedad no se ha desvanecido. Cualquiera que tenga Helmsby en su punto de mira puede sacarlo a relucir. Y por encima de todos, Haimon de Ponthieu. Que, por cierto, se ha casado con su prima. En primer grado. Es tan incestuoso que a uno le vienen náuseas cuando piensa en ello; pero desde que Haimon está en tan buenas relaciones con el rey Stephen, naturalmente tiene también como amigo al poderoso obispo de Winchester. Él fue quien los casó.
—¿Qué? —exclamaron los tres amigos al unísono.
—Sí, aquí también nos resultó difícil de creer. Mientras Haimon y Susanna engendran criaturas fruto del incesto, y ya tienen tres, y disfrutan del favor real y eclesiástico, Alan y los suyos viven una existencia de permanente incertidumbre y peligro. Y solitaria también. Un hombre excomulgado con una mujer judía no tiene muchos amigos.
—No me pareció tan desgraciado cuando le visitamos el año pasado —objetó Wulfric.
—No, no es desgraciado; pero no lleva la vida para la que está destinado, y lo sabe muy bien. Sin embargo, él es el hombre que necesitaríamos en Wallingford. Solo que nadie le reclama porque es un apestado. No lo deja ver, pero eso le amarga.
—A Henry le es totalmente indiferente lo que la Iglesia piense de un hombre. Llamará a Alan a su lado en cuanto esté en Inglaterra —profetizó Simon.
Becket asintió despacio.
—Eso espero. Pocos hombres hay que puedan tener tanto interés en el éxito de Henry como Alan de Helmsby.
Simon, Godric y Wulfric remontaron el Támesis con una chalana que llevaba un cargamento de sacos de algodón a Reading y a dos benedictinos a Abingdon. Simon invitó a los hermanos a compartir su opípara comida a base de jamón, pan y cerveza, y estos aceptaron encantados y se regalaron así con lo que para ellos era un banquete, porque los monjes solo en ocasiones excepcionales podían disfrutar de estos alimentos.
—¿Vivís en Abingdon, hermano Mark? —preguntó Simon al más joven de los monjes.
Este hizo un gesto de asentimiento.
—Incluso nací allí. Las hordas de Stephen aniquilaron a toda mi familia. Tenía cinco años, creo. Los hermanos me acogieron.
—Entonces seguro que sabréis cómo están las cosas en Wallingford.
—¿Por qué queréis saberlo? —preguntó el hermano Cynewulf—. Seguro que a un De Clare no le roba el sueño que la guarnición del castillo de Wallingford tenga que vivir de ratas y paja.
Simon sacó una carta de su brial.
—¿Reconocéis el sello?
—¿Henry Plantagenet? —preguntó el hermano Mark emocionado.
—Él nos envía —dijo Godric—. También un De Clare puede entrar al servicio del hombre que es el legítimo heredero al trono de Inglaterra.
—¿Y bien? ¿Qué podéis decirme? —insistió Simon.
—Las cosas pintan mal para Wallingford —informó el hermano Cynewulf—. Dicen que están en las últimas. Ya hace casi un año que dura el sitio. No creo que aguanten un invierno más.
—¿Hay algún camino para entrar que no conozcan los sitiadores?
El hermano Mark lo miró un momento, pensativo.
—¿Sabéis nadar? —preguntó luego.
Simon suspiró.
El castillo de Wallingford se levantaba junto a la orilla occidental del Támesis. Y en el lado opuesto del río se erigía Crowmarsh, el castillo que el rey Stephen había mandado construir como base para sus tropas de sitio. Un puente sobre el río parecía unir las dos fortificaciones, pero los dos extremos estaban bloqueados y fuertemente vigilados por los sitiadores.
—Simon… —suplicó Godric, pero no llegó a decir nada más.
—Estrecho, dijo el hermano Mark —le recordó Simon—. Casi demasiado estrecho para un hombre. De modo que con toda seguridad demasiado estrecho para vosotros.
—Pero es que esto no me gusta —refunfuñó su amigo.
—Nadie dice que tenga que gustarte. —A Simon tampoco le gustaba. Al contrario, le daba un miedo espantoso.
Los tres se habían instalado en una granja abandonada no muy lejos del castillo y habían trepado al tejado del granero para tener un buen panorama del lugar. Las tropas de sitio habían formado un anillo desde la orilla en torno a la empalizada exterior del castillo de Wallingford. Aproximadamente cada cien yardas había una máquina de asedio que lanzaba saetas semejantes a lanzas y grandes piedras. Aquí y allá, la empalizada de madera se veía ennegrecida o astillada, pero los sitiadores aún no habían causado grandes daños. Fuegos de campamento ardían en la penumbra a intervalos de tal vez veinte pasos, formando un círculo casi perfecto en torno a la fortificación asediada.
El hermano Mark le había explicado a Simon que la fortaleza de Wallingford se asentaba sobre un suelo rocoso. Por eso era imposible cavar un pozo en el interior de las empalizadas. Pero Brian FitzCount, el señor del castillo, había hecho excavar una galería desde el sótano del almacén de provisiones hasta el río, que se había revestido con ladrillos, para suministrar agua a la guarnición. Los monjes no sabían cuál era con exactitud la longitud de ese túnel; pero alguien lo había atravesado ya una vez. O al menos eso habían oído…
Simon y los siameses volvieron al interior del granero, cogieron sus bultos y se los ciñeron al cuerpo.
—Los fuegos de campamento están demasiado juntos. ¿Cómo piensas pasar a través de ellos? —preguntó Wulfric.
—De ninguna manera —respondió Simon—. Me meteré en el agua fuera del anillo de sitio y nadaré. Podéis acompañarme hasta la abertura de la conducción de agua.
Sus amigos asintieron con la cabeza, y luego Godric preguntó:
—¿Has perdido aunque solo sea un momento en pensar cómo saldrás de ahí? Espero que no te hayas propuesto nadar contra corriente.
—No.
Pero él mismo no tenía ni idea de qué iba a hacer en lugar de eso.
La noche de septiembre era fría. Silenciosamente se deslizaron en el agua, que les llegaba hasta las caderas, y avanzaron poco a poco hacia el castillo. A unos veinte pasos del fuego de campamento de la orilla se detuvieron y Simon le tendió a Wulfric la flecha a la que había fijado la carta con el sello. Wulfric la colocó en posición y tensó el arco. La flecha salió disparada de la cuerda y desapareció en la noche.
Antes de que los guardias, sobresaltados por el ruido, hubieran podido descubrirlos, se deslizaron hacia atrás y se sumergieron en el agua. Unas veinte brazadas más allá, Simon volvió a plantar los pies en el lecho del río y se incorporó. Los siameses estaban solo a un paso de distancia detrás de él. Aquí el agua les llegaba hasta el pecho. Godric señaló el abedul aislado que se erguía en la orilla. A tres pasos a la izquierda se encontraba la abertura de la conducción de agua, había dicho el hermano Mark.
Sin hacer ruido, Simon avanzó hacia el abedul, y al llegar a tres pasos del árbol, se sumergió de nuevo y palpó buscando la abertura. La encontró sin dificultad, ya que la aspiración a la entrada del conducto era claramente perceptible. Simon sacó la cabeza fuera del agua e hizo una señal afirmativa en dirección a los siameses.
Se alegró de no poder distinguir en la oscuridad el rostro de sus amigos. Prefería no ver reflejados en sus caras los temores que él mismo sentía. En el curso de los años su epilepsia había mejorado. Los ataques eran menos frecuentes. Pero acostumbraban a producirse en los momentos más inapropiados. Y sabía que si sufría uno en el túnel, se ahogaría.
—No vayas —le suplicó Godric susurrando.
Wulfric le tapó la boca con la mano a su hermano. Simon se sacó el cinto de la espada y se lo tendió a Godric. Sonrió a su amigo tratando de transmitirle una confianza que estaba lejos de sentir, inspiró varias veces para llenarse los pulmones de aire y luego se hundió en el conducto con los brazos por delante.
El túnel era demasiado estrecho para bracear, pero sus dedos palparon unos ásperos ladrillos con pequeños huecos entre ellos a los que podía agarrarse para darse impulso. Simon mantuvo los ojos cerrados, porque no quería ver la negrura a su alrededor, y se concentró exclusivamente en lo que le comunicaba su sentido del tacto. Sus dedos encontraron un agarre, y al mismo tiempo se dio impulso presionando los pies contra las paredes y se movió hacia delante. Tenía la sensación de que avanzaba con relativa rapidez. Al fin y al cabo, tenía la corriente a favor. Después de tal vez veinte yardas, el túnel formaba un codo hacia la derecha, y durante un espantoso instante Simon estuvo seguro de que sería demasiado estrecho para él, pero enseguida comprobó que no era así. Empezaba a sentir los primeros síntomas de ahogo, y dejó escapar unas burbujas por la boca.
Ahora el conducto seguía en línea recta. Sus ropas mojadas le estiraban hacia el fondo, pero se dio impulso con los pies y siguió deslizándose hacia delante boca abajo. La sensación de ahogo empeoró. Empezaban a dolerle los pulmones, y la conciencia de estar rodeado de agua, de tener encima toneladas de tierra y roca y no poder volver atrás, se hacía cada vez más intensa y amenazaba con dominarle. Rezó el Paternoster para no pensar y no sucumbir al pánico. Cuando empezó a ver chiribitas ante sus párpados cerrados, el pánico se apoderó definitivamente de él. «Un ataque, no —suplicó—. Oh, Jesucristo, cualquier cosa menos un ataque…». Abrió la boca y gritó. El sonido borboteante de su voz le devolvió hasta cierto punto a la razón, porque era algo vivo y humano. Pero ya no le quedaba aire en los pulmones. Cuando sintió que el agua le entraba en la boca, apretó los labios y siguió empujando con los pies, buscó un agarre con las manos y se deslizó hacia delante. Sabía que el tiempo se le acababa. Le quedaban cuatro o cinco latidos para alcanzar el final del túnel, o nunca llegaría a alcanzarlo.
Sus pulmones gritaban reclamando aire y la cabeza y los oídos le dolían cada vez más cuando por fin el conducto se ensanchó. Su mano y su hombro izquierdos perdieron contacto con los ladrillos. Extendió los brazos y encogió las piernas con precaución. Tenía espacio sobre él, pero también agua. Se dio impulso con los pies y salió disparado hacia arriba. Su cabeza golpeó con fuerza contra un obstáculo, pero en el momento en que un último grito de desesperación surgía de su garganta, sintió que el obstáculo cedía un poco. Tendió las manos por encima de su cabeza y empujó con toda la fuerza del instinto de conservación. Pero no fue suficiente. Fuera lo que fuera lo que le bloqueaba el camino hacia arriba, no podía levantarlo más de una pulgada. En un último esfuerzo, tensó el cuerpo y estiró las piernas. Aún con las rodillas medio dobladas sus pies encontraron el suelo. Entonces comprendió, pasmado, que la cubeta no era profunda. Se enderezó y empujó con la cabeza y las manos. El escotillón de gruesos tablones que impedía que el agua del río inundara el sótano se abrió.
Simon emergió del agua hasta la altura de los hombros y tomó aire ansiosamente por la amplia rendija. Tuvo que inspirar cuatro o cinco veces antes de encontrarse en situación de abrir del todo la puerta, que cayó al suelo con estrépito. Cuando abrió los ojos, aún seguía jadeando. A la izquierda de su campo de visión había una fuente de luz, y justo ante sus ojos, una pierna y la hoja de una espada.
—Respira —le aconsejó una voz—. Tómate tu tiempo. Sé cómo te sientes porque yo llegué por el mismo camino. Cuando te encuentres mejor, tal vez puedas decirme quién eres.
Simon echó la cabeza hacia atrás y vio un rostro barbudo, joven pero demacrado, que enseguida le inspiró confianza. Aspirando ávidamente insufló aire a sus pulmones, y cuando el dolor en la garganta cedió un poco, dijo:
—Mi nombre no os gustará. Pero me envía Henry Plantagenet. Os he enviado su carta por encima de la empalizada. O al menos eso espero.
—La carta aterrizó sin problemas, y vuestro nombre aparecía en ella. Bienvenido al castillo de Wallingford, Simon de Clare. No podemos ofreceros mucho, pero sí, al menos, un fuego y una manta para que la muerte no os visite antes de tiempo.
—Lo que no es poco, monseigneur —replicó Simon, saliendo del agua.
El caballero barbudo le tendió la mano.
—Miles Beaumont.
Simon se la estrechó.
—¿El conde de Leicester es vuestro padre? —preguntó.
—¿Cómo lo habéis sabido? ¿Lo conocéis?
—Nos encontramos una vez casualmente en Luton. Os parecéis mucho a él.
Miles volvió la cabeza hacia una escalera iluminada por antorchas.
—Id arriba. La guardia os proporcionará una toalla.
Uno de los dos hombres que vigilaban la torre condujo a Simon arriba, a la sala principal, y le trajo la prometida toalla.
—Calentaos un poco junto al fuego y luego id ahí atrás. —Señaló una puerta—. El comandante os espera.
Mientras se secaba, Simon miró alrededor. Una veintena de hombres estaban sentados junto a una larga mesa hablando en voz baja. No había vasos ni cuencos sobre ella. Simon les dirigió una inclinación de cabeza y ellos respondieron al silencioso saludo del mismo modo. Un poco apartadas de los caballeros y los soldados, distinguió a tres mujeres y dos niños. Los chiquillos roían un pedazo de pan, y una de las damas, en avanzado estado de gestación, sollozaba en voz baja. En qué lugar de desesperación me encuentro, pensó Simon, angustiado.
Esperó hasta que sus cabellos y sus ropas dejaron de gotear, y luego se dirigió hacia la cámara trasera y llamó a la puerta. Oyó descorrer un cerrojo y la puerta se abrió.
En el umbral apareció una joven vestida con sencillez, que llevaba el cabello, oscuro y ondulado, descubierto.
—¿Sois De Clare? —preguntó con cierta rudeza, y se hizo a un lado para dejarle pasar.
Simon asintió con la cabeza.
—Me han dicho que el comandante me estaba esperando aquí.
—Exacto.
La mujer le invitó a sentarse en uno de los bancos, y Simon miró alrededor buscando a su interlocutor.
La joven dama se sentó frente a él.
—Si estáis buscando a Brian FitzCount, llegáis demasiado tarde, monseigneur. Murió hace dos meses. Mi nombre es Philippa de Wallingford. Soy su hija. Y el comandante de este castillo.
Una lámpara de aceite emitía suficiente luz para que Simon pudiera distinguir el tono ámbar oscuro de sus grandes ojos; unos ojos que revelaban sufrimiento, pero también fortaleza y determinación, y Simon se sintió cautivado por esa expresión. Philippa lo miraba con el mismo descaro que él a ella. Para ser la de una dama, era una mirada casi desvergonzada.
—Lamento la muerte de vuestro padre —dijo Simon.
Ella asintió con la cabeza.
—Lo echo en falta. Pero sobre todo Wallingford lo echa en falta. Mientras él estuvo aquí, teníamos esperanza. Al fin y al cabo, este castillo resistió en dos ocasiones el asalto de las tropas de Stephen. Pero ahora no nos queda ninguna.
—No digáis eso —la contradijo él—. Henry Plantagenet vendrá y levantará el sitio, ya lo veréis. Y…
—Solo que ha olvidado mencionar en su carta cuándo piensa venir —lo interrumpió ella en tono amargo—. El hecho de que sea una mujer no es motivo para que tratéis de adornar la situación con mentiras piadosas.
—No era una mentira. Vendrá, tan pronto como pueda.
—Este es el tercer sitio de Wallingford que vivo. Por eso los hombres me eligieron como comandante después de que mi padre muriera, porque sé mejor que cualquiera de ellos cómo se defiende este castillo. Pero no podremos resistir mucho tiempo más. Ya solo quedamos treinta y cinco. Los otros están muertos o han huido. Nuestras provisiones están casi agotadas. Y también los hombres están agotados. Como máximo dentro de un mes, Wallingford habrá caído.
—Vuestro padre hubiera debido sacaros de aquí cuando aún era tiempo —señaló Simon con cierto tono de crítica—. A vos y a las otras damas.
—No tuvimos tiempo, porque el asedio empezó sin ninguna señal anunciadora. Y de todos modos yo no me hubiera ido. Wallingford es mi casa. Nunca he vivido en otro sitio. Mi padre era un gran hombre, y el viejo rey Henry le apreciaba mucho. Pero era un bastardo, monseigneur. —Bruscamente dejó de hablar.
Simon hizo un gesto de asentimiento.
—Un hijo del conde de Bretaña.
—Así es. Aquí, en Wallingford, los hombres honran su memoria. Fuera no le interesa a nadie. Aquí la gente también me aprecia a mí. Fuera solo sería la hija de un bastardo cualquiera. Me tratarían con desprecio o con grosería, o lo que es peor aún, con compasión. Eso es lo que temo. Más que a los soldados de Stephen.
Simon estaba impresionado por su integridad y su franqueza. Tal vez las personas sometidas a un sitio se vuelven así, se dijo. Quien tiene el final a la vista, no tiene tiempo ya para engañarse a sí mismo.
—La grosería, el desprecio y la compasión no son tan malos como vos quizá creáis —se oyó decir—. Sobre todo para aquellos que se han sometido al duro proceso de conocerse a sí mismos y descubrir su propio valor. Como vos, por ejemplo.
—O vos —replicó ella—. ¿Qué sabéis vos sobre estas cosas?
Él sonrió.
—Soy epiléptico.
Ella le devolvió la sonrisa.
—Y sin embargo, formáis parte del círculo íntimo de Henry Plantagenet. O al menos eso me ha escrito.
—Sí. Tiene el raro don de desdeñar las imperfecciones y considerar solo a la persona. Es… un hombre excepcional. Podéis creerme. Vendrá, os lo juro.
—¿Cuándo?
—Antes de la primavera.
—Nuestras provisiones alcanzarán solo hasta Todos los Santos. Si para entonces no ha llegado, puede ahorrarse el camino hasta Wallingford.
Como los habitantes del castillo, también Simon se había tendido sobre las esteras en la gran sala envuelto en una manta; pero no conseguía tranquilizarse y descansar. La idea de que Philippa estaba tendida en la cama separada de él solo por una pared de tablas, y la situación desesperada en la que se encontraban ella y el resto de las personas de ese castillo, no le permitía conciliar el sueño. Henry no podría llegar antes de Todos los Santos. ¿Debía decírselo a ella? Permaneció despierto, con los ojos abiertos en medio de la oscuridad, hasta que clareó y todos se levantaron.
Lady Philippa se sentó en el banco en el centro de la mesa. Se santiguó y los otros la imitaron. El capellán se había largado en julio, supo Simon más tarde. Por eso la gente de Wallingford había tenido que renunciar también, junto con todo lo demás, a la asistencia espiritual y el consuelo de los sacramentos. Rezaron en silencio, y luego la mujer embarazada se levantó y colocó una hogaza de pan sobre la mesa. Había más de dos docenas de personas sentadas, todas las que no estaban de guardia.
La encargada del pan cortó unas rodajas finas y se las tendió. Tenía un sabor horrible, porque era pan de salvado, con el que habitualmente se alimentaba al ganado. Simon acababa de tragar con dificultad el último pedazo cuando fuera empezó a sonar una campana.
—Ya comienza —dijo Miles Beaumont con aire sombrío, y casi al mismo tiempo Simon oyó un silbido, al que siguió un espantoso crujido, y el suelo tembló bajo sus pies.
La embarazada gritó, y uno de los niños se puso a llorar.
—Chsss. No tengas miedo —dijo Philippa—. Solo ha sido el piso alto, y ya hace dos meses que lo destrozaron. Vamos, todo el mundo a sus puestos.
Los defensores de Wallingford abandonaron apresuradamente la torre y fueron a ocupar sus puestos en el parapeto de la empalizada exterior. Simon se quedó junto a Beaumont y observó cómo los soldados del rey Stephen, a tal vez doscientos pasos de distancia, volvían a tensar y a cargar la catapulta que lanzaba rocas contra la torre con gran potencia. Mientras tanto, en el lado este del vallado, empezaron a lanzar gruesas flechas encendidas disparadas por las menos potentes balistas. Bajo la protección de la torre de acceso, los niños, dos criadas y un anciano de barba gris, con una larga fila de cubos ante sí, estaban preparados para apagar los incendios. Y en el parapeto de lo alto de la torre estaban apostados una docena de defensores, entre ellos Philippa de Wallingford y las restantes damas, que lanzaban flechas contra los atacantes que se habían acercado a la puerta cargados con un ariete. Las damas tenían una excelente puntería. Al cabo de una hora dos docenas de soldados yacían inertes o gritando de dolor ante la puerta, que no había recibido aún ni una arremetida.
—Se retiran —señaló Simon, pasmado.
Beaumont asintió.
—Y como están furiosos, tratarán de incendiar las empalizadas. Venid, De Clare. Necesitamos agua.
El ritmo de los disparos de la catapulta y de las balistas no cedió. Por todas partes se escuchaban crujidos y estampidos y se iniciaban incendios que eran apagados, y el aire estaba cargado de polvo y humo. Uno de los caballeros fue alcanzado por una flecha en el hombro, pero la embarazada lady Katherine se la sacó sin grandes dificultades. Y dos horas antes del crepúsculo los sitiadores se retiraron.
Simon volvió totalmente agotado a la torre con los restantes defensores. Y había sido un día, pensó atónito. La gente que lo acompañaba llevaba viviendo esto mismo desde hacía un año.
—¿Cómo soportáis esto? —preguntó.
—Ni idea —reconoció Beaumont.
—¿No podríais escapar?
—¿Y luego? —replicó Beaumont en tono cortante—. Wallingford caería en manos de Stephen y todo habría sido en vano.
Cuando hayáis muerto de hambre, Wallingford caerá igualmente en manos de Stephen, le pasó a Simon por la cabeza. Se daba perfecta cuenta de que la defensa de esa fortificación era, para Miles Beaumont, Philippa y las restantes personas que vivían en ella, una cuestión de honor. Qué gente magnífica, pensó. Qué maldito despilfarro… Beaumont le trajo un vaso y se sentó junto a él en la mesa de la sala.
—Agua —comentó agriamente—. En fin, ahora estáis encallado aquí con todos nosotros. Bonito panorama, ¿no?
—Creo que me iré esta noche. ¿Pensáis que vendrán al alba a retirar a sus muertos de la puerta?
Beaumont asintió.
—Entonces me deslizaré por una cuerda por el lado opuesto.
—Bien podría ser que patrullaran allí por la noche.
—Iré con cuidado.
—Bien. En ese caso, mucha suerte, De Clare. Decidle a Henry que debe apresurarse.
Simon giró la cabeza para asegurarse de que no hubiera nadie cerca.
—Podría retrasarse hasta la primavera.
Beaumont lanzó un resoplido.
—Ya ahora no nos queda nada para comer.
—¿Qué necesitaríais para resistir el invierno?
—¿Para qué queréis saberlo? ¿Queréis pedir prestada la catapulta de Stephen y lanzarnos sacos de grano por encima de la muralla?
Simon sacudió la cabeza.
—A través del túnel.
—¿Qué? Vos no estáis en vuestros cabales.
Simon sonrió.
—No es la primera vez que me lo dicen. Pero funcionaría.
—¿Queréis atravesar bajo el agua docenas de veces ese maldito conducto para traernos provisiones? Os ahogaréis.
—Con una vez me basta. Cogemos una soga larga y atamos los extremos para formar un lazo. Con él atravieso el conducto, y fijamos el lazo a un eje en algún lugar del sótano. Fuera, en el río, esperan mis hombres. Atan un gancho en su extremo del lazo, y en el gancho… digamos que un saco de manzanas. Entonces empiezan a tirar. El saco desaparece en el agujero y en algún momento llega hasta nosotros. Luego siguen tirando hasta que el gancho vuelve a aparecer en el exterior. Y así sucesivamente.
—Los esbirros de Stephen atraparán a vuestros amigos.
—No les será tan fácil. Ellos saben muy bien cómo hacerse invisibles.
—Pero necesitamos carne y pan si queremos conservar las fuerzas. Se echarán a perder si tienen que pasar por el agua.
—No si los metemos en sacos de cuero.
—Aunque fuera posible, ¿cuánto tiempo se necesitaría para traer hasta aquí suficientes sacos con alimentos?
—¿Y eso qué importa? Vendremos cada noche hasta que tengáis suficientes provisiones para soportar el invierno.
—Con cada noche que pase aumentará el riesgo para vos.
Simon arrugó la frente.
—Yo no he dicho que fuera a ser un juego de niños. ¿Por qué no queréis que lo intente?
Beaumont lanzó un suspiro.
—No quiero alimentar esperanzas que luego se vean defraudadas. Eso es peor que no esperar nada.
Simon asintió con la cabeza.
—Pues no habléis a nadie de esto y tratad de no esperar. Pero dejad que lo intentemos.
—¿De dónde vais a sacar las provisiones sin llamar la atención y despertar sospechas?
—Los monjes de Abingdon me ayudarán.
Simon se acostó como los demás, porque no quería escapar de Wallingford hasta pasada la medianoche. Otra vez le costó mucho conciliar el sueño. Tenía la sensación de que había dormido solo un instante, cuando un contacto en el brazo le hizo dar un brinco.
—Chsss… —Era solo un siseo, pero reconoció la voz, y siguió a la sombra a la cámara trasera.
—Perdonadme —se disculpó Philippa de Wallingford, y cerró la puerta sin hacer ruido—. Pero quería pediros algo antes de que nos dejéis.
—Si hay algo que pueda hacer por vos, no tengáis ningún reparo en exponérmelo.
Una sonrisita tímida, que Simon observó fascinado, asomó a su rostro.
—De hecho hay algo que podéis hacer por mí, Simon de Clare. —Calló un momento y bajó la mirada—. Solo temo que mi petición os parezca chocante.
—No me sorprendo con facilidad, madame.
Ella volvió a mirarlo y sus hombros se pusieron en tensión.
—Bien, pues. Esta noche nos abandonaréis. Es altamente improbable que volvamos a vernos nunca, y ya está bien así.
Simon sintió una extraña punzada en el corazón.
—Si vos lo decís…
—Está bien porque el hecho de que nunca vayamos a vernos de nuevo hace este asunto más fácil para mí. Antes del invierno habré muerto. Tal vez muera de hambre. Pero en caso de que aún viva cuando este castillo caiga… Sabéis lo que los sitiadores hacen con las mujeres antes de matarlas cuando toman un castillo, ¿no es cierto?
Simon tragó saliva y asintió con la cabeza.
—Si Dios considerara que las restantes damas y yo merecemos este destino, yo no podría hacer nada contra ello. Pero desde que llegasteis ayer me pregunto cómo sería yacer con un hombre que venga a mi cama como amigo y con respeto, y no como enemigo. ¿Comprendéis? Si debo morir con dieciocho años, quiero que al menos una sola vez…
Simon le rodeó la cintura con su brazo izquierdo y posó el índice de la mano derecha sobre sus labios.
—Tienes razón —dijo—. Nadie debería abandonar este mundo sin haberlo vivido.
—¿De modo que lo harás? —preguntó ella.
Simon sonrió.
—Será un honor para mí, madame.
La tensión de sus hombros cedió, y cuando él la rodeó con los dos brazos y la besó, se apretó contra su cuerpo. Simon deslizó la lengua por sus labios, demasiado ásperos y agrietados para ser los de una dama, y vio la expresión de alegre sorpresa en sus ojos antes de que los cerrara. Luego introdujo delicadamente la lengua en su boca y jugó con la suya, y Philippa soltó una risa suave de pura felicidad. Sin interrumpir el beso, empezó a desanudarle los lazos del vestido.
Philippa apartó los labios de los suyos.
—¿Qué haces?
—Te desnudo.
—Déjalo. Si hubiera un ataque nocturno…
—Tienes razón. Ven. —La condujo a la cama, le indicó que se tendiera y se arrodilló junto a ella—. Cierra los ojos.
Sus párpados se cerraron. Simon le levantó las faldas despacio y se estremeció al ver lo flacos que eran sus muslos. Con la mano acarició el exterior de su pierna derecha. Los pies eran callosos, debido a las pesadas botas que acostumbraba a llevar. Simon vivía en una corte francesa y estaba mal acostumbrado. Las mujeres con las que allí pasaba ocasionalmente la noche estaban bien alimentadas y no tenían nada más que hacer que perfumarse y Dios sabe qué otras cosas para embellecerse. Cuando se levantaban las faldas, abrían al hombre la puerta hacia los más dulces pecados. Su visión le había excitado, pero no conmovido. Por eso el sentimiento de ternura que experimentaba ahora le cogía totalmente por sorpresa.
Besó a Philippa mientras deslizaba con delicadeza la mano entre sus piernas. Estaba húmeda, y su impaciencia lo dejó desconcertado. Con una urgencia frenética se apretó contra él, le rodeó las caderas con una pierna y lo atrajo hacia sí.
Simon pensó que no quería esperar porque temía que algo pudiera interrumpirlos y su única oportunidad de experimentar el amor físico se le escapara de entre los dedos. Igual que su vida entera. Y comprendió también que no quería ningún largo y tierno preámbulo, porque le horrorizaba la idea de que eso la debilitara y rompiera la coraza protectora en la que se envolvía. De modo que hizo lo que ella quería; se sacó el miembro de los pantalones y la penetró, no con rudeza, pero tampoco con indecisión. Sintió la barrera, pero Philippa no pareció percibir siquiera el dolor. Simon posó la mano izquierda sobre el pequeño pecho bajo la ropa áspera de su vestido y se movió en ella con cuidado. Philippa lo miró fijamente a los ojos, respondió a sus movimientos con fuertes acometidas, llegó al clímax rapidísimamente y se mordió el antebrazo para que no escapara ningún grito de su boca. Su silencioso arrebato y los muslos musculosos que se enredaban en sus caderas le llevaron también a él al límite enseguida, y a pesar de todos sus propósitos de retirarse a tiempo, se vació en ella.
Permanecieron tendidos, silenciosos y relajados, con él apoyado en un codo para no aplastarla pero aún sobre ella.
—Siento palpitar tu corazón —dijo Philippa de repente.
—No es extraño. Golpea como un martillo. Igual que el tuyo.
—Es agradable sentirlo. Como todo lo que hemos hecho. Pero ahora debes irte, Simon.
Él suspiró, se incorporó y se sentó. Mientras se arreglaba la ropa, le volvió la espalda, para darle la oportunidad de hacer lo mismo sin ser observada.
De pronto ella le rodeó el pecho con los brazos desde atrás y apoyó la cabeza en su hombro. Simon posó la mano izquierda sobre las suyas.
—Si concibo un hijo de ti, nunca verá la luz del mundo —dijo.
—No estés tan segura. —Su voz sonó velada. Y luego sintió algo húmedo en su cuello, y se le ocurrió que la actitud de Philippa era tan poco clara como la suya. Cogió sus manos, se las llevó a los labios y depositó dos besos en ellas. Luego las soltó y se levantó.
Aunque por su expresión era difícil adivinar lo que sentía, los ojos de Philippa tenían un brillo revelador.
—Adiós, Simon —dijo.
¿Cómo podía marcharse sin darle ni una chispa de esperanza? Pero había jurado a Beaumont que lo mantendría en secreto.
—Confía en Henry —la animó—. Os enviará ayuda.
Ella asintió con la cabeza, pero Simon vio que no lo creía.
—Vete, Simon —le acució—. No falta mucho para el cambio de guardia.
Y en ese momento él comprendió que era incapaz de dejarla con la idea de que la abandonaba porque era un cobarde que no tenía suficiente valor para quedarse y apoyarla.
—Philippa, escucha. Yo…
—No —lo interrumpió ella bruscamente—. Ve y haz lo que debas hacer. Puedes estar seguro de que sé que te quedarías si pudieras.
Simon se sintió agradecido pero no consolado.
—Mis amigos anglosajones tienen un dicho: «La esperanza a menudo vive tras la puerta a la que no se te ocurre llamar».
—Hombres sabios, los anglosajones. Que encuentres en tu camino amigos, la guía de los ángeles y la compañía de los santos.
Simon dejó caer la cuerda y miró hacia el vacío. Beaumont había anudado la soga a un poste del parapeto y se la había pasado por encima de los hombros.
—Ya estoy listo.
Simon asintió con la cabeza. En silencio trepó por los troncos, superó las puntas de las estacas y descendió deslizándose. Llegó al suelo sin incidentes y dio dos tirones para indicar a Beaumont que todo había ido bien. El caballero recogió la soga, y al volverse hacia el río, Simon sintió una presencia justo ante él. Se quedó petrificado y apoyó la espalda contra la empalizada.
—No te desmayes ahora. Somos nosotros.
Simon dejó escapar el aire de sus pulmones.
—Godric…
Los siameses habían encontrado un camino seguro a través del anillo de los fuegos de campamento, y condujeron a Simon de vuelta a la granja abandonada.
—¿Cómo habéis podido saber cuándo vendría? —preguntó este.
—Pensamos qué haríamos nosotros en tu lugar —respondió Wulfric—. El lado oeste parecía ofrecer las mejores posibilidades para descolgarse, y el cambio de guardia o poco después era el momento más apropiado. ¿Y ahora qué? ¿Cruzamos de nuevo el canal para informar a Henry?
Simon sacudió la cabeza.
—Wallingford está a punto de sucumbir por hambre. Tenemos que ayudarles, o el castillo caerá antes de que Henry esté aquí.
—¿Y cómo piensas hacerlo? —le preguntó Godric.
Simon se lo explicó, y cuando acabó, los siameses asintieron.
—Solo espero que nuestra ayuda no llegue demasiado tarde —comentó Wulfric.
—¿Por qué lo dices? —le preguntó Simon.
—Ayer se unieron a las tropas reales cincuenta nuevos soldados. Parece que Stephen se está hartando de esperar la caída de Wallingford.
A pesar de la buena disposición de los monjes de Abingdon y del dinero que Simon podía pagar, no era fácil conseguir la cantidad de alimentos necesaria, fabricar el número suficiente de sacos de cuero y llevar todo eso a Wallingford sin despertar sospechas. Pero Simon, los siameses y los monjes trabajaron de sol a sol, compraron en toda la comarca, y cada noche viajaron a Wallingford para ocultar su botín diario en el granero de la granja abandonada. Al cabo de una semana, Simon decidió empezar con las entregas nocturnas de víveres.
Cuando se sumergió en el túnel estaba tan asustado como la primera vez, pero también en esta ocasión pudo llegar sin sufrir ningún ataque hasta la puerta, donde de nuevo le estaba esperando Miles Beaumont.
—Por todos los santos, has venido, Simon.
Beaumont señaló con la mano el artefacto que había construido: a un paso de la puerta de la conducción había un poste encajado en posición horizontal en dos anillas de hierro que estaban atornilladas a la tapa de dos barriles llenos de agua: el eje de que había hablado Simon.
—De modo que confiaste en que volvería —constató este satisfecho.
—Comprendí que es imposible no esperar, incluso en momentos en que los motivos para la esperanza parecen insignificantes. De modo que construí esto. —Sacó el poste de madera de una de las anillas, esperó a que Simon colocara su lazo en torno a él y volvió a colocar el poste en su soporte.
Simon tiró de la cuerda, pasando una mano por encima de la otra, despacio y de forma continuada, para que la carga no se enganchara en un resalte, y durante toda la maniobra no paró de rezar. Al cabo de solo tres Paternoster un saco de cuero apareció en la puerta.
Beaumont soltó el saco del gancho y lo levantó.
—Pesado —murmuró—. Que Dios sea alabado. ¿Qué hay dentro?
—Vino para los hombres, pan blanco para las damas y miel para los niños. Sé que no fue una decisión razonable; pero pensé que, después de tantas penurias, una pequeña alegría irrazonable solo podría ser beneficiosa para todos.
Miles Beaumont colocó con cuidado el saco en el primer escalón seco, volvió hacia donde estaba Simon, lo estrechó entre sus brazos y no hizo nada para ocultar sus lágrimas.
Dos horas y media más tarde habían llegado docena y media de sacos. Antes Miles había traído a diez hombres para que formaran una cadena de cubos y fueran sacando el agua que entraba en el sótano. Cuando el gancho salió del agua por última vez, solo llevaba colgado un jirón de tela con una cruz bordada.
—¿Qué significa esto? —preguntó uno de los jóvenes caballeros.
—Significa: «Todo en orden, y mañana a medianoche seguiremos». —Simon había acordado esta señal con los siameses para poder estar seguro de que no habían sido descubiertos—. Ten paciencia, Leofgar —le aconsejó—. No es nada sencillo hacer pasar dieciocho pesados sacos a través de los fuegos de campamento y llevarlos hasta la abertura del túnel sin ser visto ni oído.
Leofgar se mordió el labio.
—Perdonadme, mylord. Sé que arriesgáis vuestras vidas por nosotros.
Simon sacudió la cabeza y le apoyó la mano en el brazo.
—Y vos conserváis este castillo para el rey legítimo de Inglaterra. De modo que soy yo el que está en deuda, y no al revés.
—¿Te referías a esto cuando dijiste que debía confiar en Henry? ¿Que nos enviaría ayuda? —preguntó Philippa, que esa noche le había permitido que la desnudara.
—Bien, lo ha hecho, ¿no? —respondió él, y apretó sus labios contra los de ella.
Embriagada por el vino, que no probaba desde hacía tanto tiempo, y sobre todo por las inesperadas posibilidades de supervivencia, Philippa se arqueó contra él y lo recibió en sí ávidamente.
Después de darse placer el uno al otro, permanecieron estrechamente enredados en la cama, y finalmente Philippa preguntó:
—¿Es siempre de este modo? ¿Entre un hombre y una mujer, quiero decir?
—No. Esto es algo especial.
—Si hubiera sabido que existía algo así, hubiera huido de Wallingford cuando aún estaba a tiempo, en lugar de malgastar mi vida de esta manera.
—No digas eso. Nunca te lo hubieras perdonado, y los remordimientos pueden hacer que la vida sea condenadamente amarga.
—¿Hablas por experiencia? ¿Qué es eso que has hecho y que lamentas tanto que hace que tus ojos estén siempre tristes?
Simon sonrió.
—No es nada que haya hecho, sino algo que Dios me ha dado. Algo que me impide ser un hombre normal, que hace que no pueda casarme con una mujer tan maravillosa como tú… No siempre es fácil renunciar a todo eso. Pero tú eres la última persona ante la que podría lamentarme por tener que renunciar a algunas cosas, ¿no es cierto? —Se incorporó—. Pronto se hará de día.
Ella le puso las manos sobre los hombros desde atrás.
—¿Quieres decir que no puedes casarte conmigo porque eres epiléptico? Qué tontería.
Él se soltó, se levantó y se vistió sin mirar a Philippa.
—No hablemos de esto ahora —le pidió.
—Pero ¿por qué…? —Philippa sonrió, un poco cohibida—. Oh, Simon, no creas que te estoy haciendo una proposición; pero ¿por qué razón algo tan secundario como un defecto físico tiene que tener un poder tan grande sobre tu vida?
Simon se volvió hacia ella.
—¡No tienes ni idea de lo que hablas!
—Sé perfectamente de lo que hablo. Miles Beaumont tiene epilepsia.
—¿Qué?
—¿No lo sabías? Desde que hace dos años recibió una herida en la cabeza, de vez en cuando tiene ataques espasmódicos y saca espuma por la boca.
—Y apuesto a que ni en sueños se le ocurriría exigir a una esposa que tenga que soportar algo así.
—Lady Katherine es su esposa. ¿Crees que las mujeres son tan superficiales para no saber apreciar a un hombre magnífico solo porque tiene un pequeño defecto físico?
Simon se pasó el brial por la cabeza y se dirigió hacia la puerta.
—Alguien tiene que dirigir la defensa de Wallingford, lady Philippa. ¿Debo hacerlo yo, o vas a levantarte de la cama?
La segunda y tercera noches, los siameses enviaron solo sacos con lentejas y harina, porque, con esas provisiones, en caso de emergencia se podría garantizar la supervivencia de la guarnición durante el invierno. El éxito de su plan llenaba de satisfacción a Simon, que cuando acababan el trabajo, se iba con los otros arriba, a la torre, y se acostaba en su rincón en la sala. Desde la primera noche no había vuelto a pisar la cámara de Philippa.
Ella hacía como si no se fijara. E incluso es posible que ese fuera el caso, porque con los nuevos refuerzos los sitiadores habían endurecido tanto los ataques que debía concentrar todas sus energías en la defensa de su castillo. Tal vez sea mejor así, se dijo Simon. Esos días pensaba a menudo en Alan y Miriam. Sabía que Alan había pagado un alto precio por su matrimonio, pero también sabía que Thomas Becket se equivocaba cuando decía que Alan estaba amargado por la vida que llevaba. Tal vez estuviera insatisfecho. Y furioso, sin duda. Pero no amargado. Porque Alan había conseguido lo que quería: el amor de una esposa y las alegrías de una vida de familia. Esa era una clase de seguridad que Simon nunca podría alcanzar. Incluso Godric y Wulfric la habían encontrado. Y también Miles Beaumont. Todos ellos habían conseguido lo que para Simon era imposible: tener bastante respeto por sí mismos para creer que compartir la vida con ellos era algo aceptable.
Cuando el gancho apareció la sexta noche por octava vez en la puerta del sótano, no llevaba ningún saco, sino una bolsa de cuero mucho más pequeña que se balanceaba colgada de él. Estaba empapada, pero aun así Simon la reconoció.
—Oh, Dios mío…
—¿Simon?
Miles le cogió la bolsa de la mano, la abrió, la puso boca abajo, y algo se deslizó en su mano. Al verlo, lanzó un juramento y se echó hacia atrás. El contenido de la bolsa cayó al agua, pero Simon lo atrapó antes de que se hundiera. Luego apretó los párpados con fuerza.
—Pero ¿qué…? ¿Qué demonios es esto? —preguntó Miles.
—Un dedo —se oyó responder Simon—. Para ser exactos, el dedo meñique de la mano izquierda de mi amigo Godric.
Miles lanzó una exclamación de repugnancia.
—¿Estás seguro?
Simon asintió. La uña tenía una muesca inconfundible. Y la bolsa pertenecía a Godric.
Durante un momento reinó el silencio.
—¿Y ahora qué? —preguntó Beaumont finalmente.
—Esto se ha acabado, Miles. Tengo que irme.
—No lo hagas, Simon. Es una locura. Si han capturado a tus compañeros, es muy probable que ya estén muertos. ¿Por qué quieres perder tú también la vida?
Simon se dirigió hacia la escalera.
—Calculo que con lo que tenemos aquí, podréis pasar el invierno. De modo que nuestro plan ha cumplido su objetivo. Seguid luchando y confiad en Henry Plantagenet. Vendrá.
Simon subió apresuradamente, y Beaumont corrió tras él. Al llegar arriba, lo sujetó por el codo.
—Simon, por lo que más quieras…
—Sabes muy bien lo que significa este dedo. «Sal. Porque seguiremos cortándolos en pedacitos hasta que vengas».
—¿Y crees que si vas dejarán de hacerlo? —replicó Miles con amargura.
—No puedo dejar morir a esos hombres y seguir viviendo. De modo que déjame ir, o tendré que levantar mi espada contra ti.
—¿Y no quieres despedirte al menos de ella?
Simon sacudió la cabeza, cogió una larga cuerda de uno de los estantes y fue hacia la puerta.
—Querría retenerme. Y es posible que yo la escuchara. No quiero arriesgarme a eso. Adiós, Miles. Despierta a los otros y ocupad vuestras posiciones. Sabe Dios qué puede suceder aún aquí antes de la salida del sol.
Subió al adarve en el lado del río y vio a ocho hombres apostados en la orilla. Tres llevaban antorchas. Otros dos estaban inclinados sobre dos formas en el suelo. En ese momento uno de los que llevaban las antorchas señaló a Simon con el dedo. Mientras ataba la cuerda e iniciaba el descenso, cuatro se pusieron a caminar hacia él. Tuvo que saltar las últimas tres o cuatro yardas. Cayó de rodillas, y antes de que pudiera volver a levantarse, le ataron las manos a la espalda. El hombre que se hallaba junto al de la antorcha se quitó el yelmo con la protección nasal y sonrió afablemente.
—Volvemos a vernos, primo. Cuando vi a la yunta de bueyes anglosajona, supe que no podías andar lejos.
—Richard. —Simon le dirigió una fría inclinación de cabeza—: ¿Tú diriges este asedio? No es extraño que ya llevéis más de un año aquí…
Richard de Clare, que era, desde la muerte de su padre, el nuevo conde de Pembroke y sin duda no estaba acostumbrado a que le faltaran al respeto de este modo, golpeó a Simon en la cara con su puño enguantado. Simon se hubiera desplomado si los soldados no lo hubieran retenido. Sintió que la sangre le corría por la barbilla.
—¿Qué has hecho con mis amigos?
—Enseguida te llevaré con ellos y entonces podrás contar cuántos deditos les quedan —le prometió Richard, y se puso a caminar. Los guardias empujaron a Simon hacia delante.
—Hagas lo que hagas, primo, deberías tener muy presente una cosa. Henry Plantagenet aprecia mucho a mis dos amigos. Y siempre existe la posibilidad de que se convierta en el próximo rey de Inglaterra.
Con aparente cordialidad, su primo le apoyó la mano en la nuca.
—Maldita sea; es una verdadera lástima que hace un momento no estuvieras aquí para darme consejos tan inteligentes, Simon. Porque ahora ya es demasiado tarde.
Sin embargo, cuando llegaron a la orilla, Simon vio enseguida que Richard le había mentido. Los siameses estaban sentados en la hierba, atados. Godric se rodeaba la mano izquierda con la derecha y la sangre goteaba en su regazo, pero al menos la derecha todavía estaba completa, y Wulfric no parecía estar herido.
Simon se detuvo ante ellos.
—¿Cómo estás?
—¡Bah! —replicó Godric—. Con mi hermano seguimos teniendo diecinueve dedos, ¿quién va a preocuparse por eso? Con los años, siempre se pierde más que se gana.
—Basta ya. —El guante de malla de Richard golpeó a Simon en la nuca—. ¿Adónde conduce ese túnel en el río?
—Al almacén del patio bajo del castillo —respondió Simon complaciente.
—¿Y la salida? ¿Está vigilada?
—Sí. Y seguramente, a partir de hoy, atrancada.
—¿Qué hace Brian FitzCount? ¿Está sano y bien?
—Claro que está bien. ¿Por qué no iba a estarlo?
—Corría el rumor de que había muerto.
Simon chasqueó la lengua despreciativamente:
—Rumores…
Crowmarsh, la fortaleza que habían erigido frente a Wallingford, solo poseía una torre de madera, y la puerta ni siquiera tenía un rastrillo. No era una fortificación muy sólida, constató Simon cuando al alba miró por la ventana de la cámara donde le habían encerrado. Pero la fuerza de la guarnición le asustó. Allí había diez veces más hombres que al otro lado, en Wallingford, calculó.
Godric se sacó el muñón de su dedo meñique de la boca y examinó la herida.
—Casi ha dejado de sangrar —anunció.
Se encontraban en una pequeña cámara del piso superior de la torre de defensa que ni siquiera tenía paja en el suelo. Simon se sentó sobre las tablas desnudas.
—¿Cómo os atraparon?
—Supongo que nos vieron —respondió Godric—. Sencillamente la noche era demasiado clara.
—Cometimos un error catastrófico —reconoció Wulfric—. Lo siento, Simon. Nosotros te hemos conducido a esta situación.
Simon rechazó el comentario con un gesto.
—Todos sabíamos que esto podía pasar. Vosotros no tenéis ninguna culpa. Mi primo es un auténtico animal, eso está claro, pero no creo que vaya a colgarnos…
—En realidad, el pequeño conde Richard tampoco es el problema —lo interrumpió Wulfric—. Aún no sabes lo peor.
Antes de que pudiera seguir hablando, fuera resonaron unos pasos pesados y la puerta se abrió de golpe. Dos caballeros acompañados por cuatro guardias cruzaron el umbral. Simon nunca había visto al alto y delgado de la nariz aguileña, pero intuyó de quién se trataba. Y el más bajo era Haimon.
Simon se puso en pie.
—Vaya por dónde, Haimon de Ponthieu.
Los ojos de Haimon irradiaban satisfacción, y Simon supo que él y los siameses pagarían ahora el precio por lo que le habían hecho. Pero más que la venganza de Haimon, Simon temía la crueldad calculadora que brillaba en los ojos del otro hombre.
—Eustache de Boulogne, supongo —dijo inclinando ligeramente la cabeza—. Es un honor, monseigneur.
—¿Cómo sabéis quién soy? —preguntó el príncipe heredero.
—Conozco a vuestro padre. Os parecéis mucho a él.
—¿Recordáis su rostro cuando habéis combatido del lado de su enemigo? Qué curioso.
La cara angulosa del príncipe heredero no había cambiado de expresión. Eustache no solo tenía el porte, sino también la penetrante mirada de un combatiente experimentado.
—Henry Plantagenet no abriga ninguna hostilidad contra el rey Stephen.
—No. Claro que no. Solo quiere heredarle, ¿no es eso? —Eustache sonrió con desgana—. Por desgracia yo también.
—Imagino que deberá decidirse en el campo de batalla quién es el legítimo heredero del trono inglés.
—En caso de que Henry Plantagenet se atreva algún día a volver por aquí —objetó Haimon, e intercambió una mirada de complicidad con Eustache. No cabía duda: esos dos eran uña y carne.
El hijo del rey Stephen se volvió hacia Godric y Wulfric y los observó sacudiendo la cabeza.
—Dios mío, qué monstruosidad.
—Serán dos, en todo caso —le corrigió Godric, lo que le valió una mirada de advertencia de su hermano.
—Ese monstruo de dos cabezas puede hablar, Haimon —se maravilló el príncipe heredero.
—Oh, puede hacer otras muchas cosas también —replicó Haimon con aire sombrío.
—Entonces llévalo abajo, al patio, y encadénalo a algún sitio. Los hombres tienen que divertirse un poco, ¿no te parece?
Haimon rio, hizo una seña a los guardias, y dos tipos corpulentos sacaron a Godric y a Wulfric de la habitación. Eustache los siguió un momento con la mirada, y Simon pensó si no podría hacer algo con la daga que llevaba en la bota. Si era bastante rápido, tal vez pudiera matar a Eustache; pero aún quedarían las cadenas que le sujetaban las manos y los dos guardias. Lo mejor que podía esperar era un final rápido para él, comprendió, pero eso representaba dejar a Godric y a Wulfric en la estacada.
—¿Y qué os ha traído a Wallingford, monseigneur? —preguntó.
Eustache se apoyó contra la pared.
—¿Y a vos qué os importa eso?
—Es solo curiosidad. Pensaba que estabais combatiendo al lado de vuestro cuñado, el rey de Francia, en Normandía.
—Sabéis muy bien que Louis suspendió el combate. De modo que Haimon y yo volvimos a casa y trajimos refuerzos a Wallingford. Además, mi padre desea que sea coronado en un futuro próximo, y para eso debo estar en Inglaterra.
—¿Aún no ha tenido nadie el valor de deciros que ya podéis sacaros de la cabeza esa prematura coronación?
El rostro de Eustache se ensombreció.
—¿De qué estáis hablando?
Simon lo miró a los ojos.
—Es así. El Papa lo ha prohibido. El enviado del arzobispo de Canterbury me lo explicó.
—¿Y quién se supone que es ese enviado?
—Thomas Becket.
—Me gustaría poder llamaros mentiroso, pero veo que decís la verdad. Ese condenado arzobispo se ha conchabado con Plantagenet. Pero calculo que este no tardará mucho tiempo en poner de nuevo al Papa en su contra.
—Será mejor que no contéis con eso, monseigneur —le aconsejó Simon.
—Pero ¿qué…? —Eustache se interrumpió de repente, lo examinó de arriba abajo, y luego, esbozando una leve sonrisa, cruzó los brazos sobre el pecho y continuó—. Ahora recuerdo lo que he oído sobre vos. Sois ese al que llaman Merlín en la corte de Plantagenet. El tipo que conoce todos los secretos y puede leer las cartas cerradas. Estoy profundamente impresionado, monseigneur; pero será mejor que no penséis que podéis moverme a hacer lo que os convenga con alguna astucia. No cometáis el error de creer que soy un bobo inocentón como mi padre.
—Nunca he llegado a comprender por qué hay tanta gente que opina que vuestro padre es un simple de espíritu. Porque no lo es. Solo un poco demasiado bondadoso para ser un rey.
—Lo que realmente no puede decirse de mí.
—No —concedió Simon.
Miró por la ventana. Abajo, en el patio, se veía una estructura que hacía tanto las funciones de horca para los desertores como de picota. Los guardias estaban atando a Godric y a Wulfric, con los brazos estirados por encima de la cabeza, al travesaño. Y como solía ocurrir en estas ocasiones, pronto empezaron a llegar soldados que se agruparon para contemplar el espectáculo.
Haimon dijo algo y los reunidos rieron. Había ordenado que le trajeran un látigo, y dos soldados les arrancaron enseguida la camisa a los siameses y señalaron gritando el lugar por donde estaban unidos. Aquello les parecía tan divertido que apenas podían mantenerse en pie de tanto reír.
De pronto Simon sintió un odio tan profundo hacia Haimon y Eustache y todos los sanos de este mundo que abandonó toda prudencia y mirando a Eustache a los ojos le dijo:
—¿Sabíais que vuestra esposa se arremanga las faldas para complacer a Raymond de Toulouse mientras se hace la santurrona con vos, mi príncipe? Por qué no, debe de haberse dicho. No corre ningún riesgo, ya que es estéril. Por otra parte, eso no es ningún secreto. Lo sabe todo el mundo a excepción de vos.
Irónicamente, fue la epilepsia la que salvó a Simon de perder la vista. Eustache le había dado una terrible paliza y no se había detenido hasta que los guardias le habían preguntado vacilando si de verdad tenía intención de matar al prisionero. Entonces el príncipe heredero había ordenado que le trajeran una antorcha para cegarlo y desfigurarlo, pero su luz trémula había desencadenado un ataque antes de que la llama pudiera herirlo. Los guardias que sujetaban a Simon retrocedieron espantados, e incluso Eustache se olvidó de sus intenciones cuando lo vio con los ojos en blanco y espuma en la boca. O al menos eso supuso Simon, porque cuando despertó al cabo de un tiempo imposible de precisar, aún podía ver y no tenía quemaduras en la cara. Y estaba solo. Le dolían todos los huesos y la lengua le seguía sangrando incluso ahora, pero eso era todo.
Se incorporó despacio hasta quedar sentado, se izó sujetándose al marco de la ventana y miró hacia abajo. Ya oscurecía y había empezado a llover, pero todavía había bastante luz para reconocer a Godric y a Wulfric. Los siameses colgaban inertes de sus ligaduras, como muñecos de trapo, y sus cuerpos semidesnudos mostraban las huellas de la tortura a que los habían sometido. Godric estaba inconsciente. Y Wulfric solo lo simulaba, le pareció a Simon. Ya no se veía a nadie cerca de ellos.
—Simon…
Se volvió.
—Richard.
Su primo titubeó un momento antes de entrar en la habitación.
—Quiere que te lleve a la sala. El príncipe, quiero decir.
—¿Y para qué? ¿Debo servir de pasatiempo a los caballeros durante la comida igual que mis amigos en el patio a los soldados?
—Sí —dijo Richard en tono apagado.
—Richard, no empieces a lloriquear, ¿de acuerdo? Hazme ese favor.
Richard se sorbió los mocos.
—Si hubiera sabido lo que iba a hacer, te hubiera dejado escapar. Si hubiera imaginado que Haimon tenía una cuenta pendiente contigo… Yo no quería que pasara esto, Simon, tienes que creerme. Al fin y al cabo eres mi primo.
—Exacto. El lamentable aborto epiléptico de la familia. El tipo que circula por ahí con otros abortos de la naturaleza a los que se les pueden cortar los dedos sin pensarlo. Vamos abajo. Prefiero ir allí antes que seguir contemplando tu cara de funeral.
Mientras bajaba por la escalera de madera, Simon trató de hacerse a la idea de que iba a morir esa noche. Tenía miedo, y le atormentaba el hecho de que nunca volvería a ver a Philippa, de que había sido demasiado cobarde para decirle la verdad y había permitido que se separaran en discordia. Pero al mismo tiempo sentía una extraña serenidad. Lo peor, para él, ya había pasado: había sufrido un ataque ante los ojos de su enemigo y había estado tendido a sus pies convulsionándose. Para Simon aquella era la más cruel de las humillaciones, y le hicieran lo que le hicieran ahora, no podía ser peor que eso. La idea le infundía consuelo y, sobre todo, valor.
La sala era pequeña y sin adornos. Solo había una mesa larga, y no tenía mantel. Eustache y Haimon estaban sentados en el centro y unos veinte caballeros se reunían a su alrededor. Cuando los dos guardias introdujeron a Simon, con Richard de Clare pisándoles los talones, las conversaciones enmudecieron y los hombres volvieron la mirada hacia ellos.
Seis pilares de madera sostenían el techo, y un goliat se encontraba de pie junto al que estaba más próximo a la mesa, con una cuerda en la mano. A sus pies había una cazoleta con carbones encendidos, en cuyo centro habían colocado un vaso. Simon pudo oír el borboteo del plomo hirviendo.
—Es una antigua costumbre francesa muy interesante, De Clare —explicó Eustache con una sonrisa—. No tan falta de ingenio como las amputaciones de la ley normanda. Los antiguos francos echaban plomo fundido en la garganta a los hombres que tenían en la lengua su arma más peligrosa, para que la mantuvieran quieta. Siempre me ha gustado la idea.
—No me sorprende —dijo Simon. Se preguntaba cómo había podido hablar, porque el horror le atenazaba la garganta.
Haimon levantó su vaso de vino y tendió el brazo hacia él.
—Dime, ¿qué pasará si uno de tus inseparables amigos la diña?
—Entonces el otro morirá poco después.
—Bien, en ese caso los tres viajaréis al infierno hoy. Me parece que el que está a la izquierda de los dos ha recibido un golpe de más en el cráneo. Está sangrando por las orejas.
Al parecer también Godric y Wulfric iban a vivir ese día la peor de sus pesadillas: uno vería cómo moría su hermano, y este sabría que, al morir, arrastraría al otro a la muerte.
Eustache había cruzado las manos por detrás de la cabeza.
—Imagino que preferirían despedirse de esta vida juntos, ¿no? Se podría arreglar. Para eso solo tendríais que hacer una pequeñez.
—¿Qué? —preguntó Simon con brusquedad.
—Tendréis que llegar aquí arriba arrastrándoos sobre las rodillas, besarme los pies y pedírmelo con cortesía. Con vuestras últimas palabras, se podría decir. Entonces enviaré a dos hombres abajo, que liberarán a esos abortos de ahí fuera de sus sufrimientos. Tenéis mi palabra.
Simon no dudó.
Se escucharon risas de burla en la mesa cuando cayó de rodillas.
Permaneció quieto un momento con la cabeza gacha, con las manos atadas entre las rodillas. Y luego se puso en movimiento. El trayecto en torno a la mesa hasta llegar a Eustache era tal vez de veinte pasos; pero se hacía sorprendentemente largo al tener que recorrerlo arrodillado. Haimon y Eustache se habían echado hacia atrás con sus sillones para dejarle espacio, y Simon fue a detenerse justo entre ellos.
—¿Y bien? ¿A qué esperáis? —preguntó Eustache divertido.
Simon inspiró hondo para reunir fuerzas, y luego saltó hacia arriba y se abalanzó sobre Haimon.
—Búscanos un rincón calentito.
Haimon lanzó un corto resoplido. Y luego se derrumbó en su sillón.
Eustache, que tenía los reflejos de un soldado, se levantó de un salto y tiró del brazo de Simon hacia atrás, de modo que todos pudieron ver el corto mango de marfil que sobresalía en el lado izquierdo del pecho de Haimon.
Durante unos segundos todo el mundo calló, estupefacto.
Eustache contempló a su amigo muerto con rostro impasible, y luego volvió la mirada hacia Simon e inclinó admirativamente la cabeza.
—¿Un cuchillo en la bota? Qué… anticuado. ¿Por qué él y no yo? ¿Acaso como venganza por el monstruo de dos cabezas del patio?
Por Godric, por Wulfric, por Oswald, por Alan: por todos nosotros. Pero Simon no tenía intención de explicarle sus motivaciones a Eustache, y por eso solo mencionó la segunda razón:
—Vos estabais demasiado alerta. Posiblemente no os hubiera sorprendido.
Eustache asintió con la cabeza.
—Y bien, ¿qué vamos a hacer ahora? ¿Los abortos de ahí abajo van a tener que expirar lentamente o queréis besarme los pies?
—Antes que besaros los pies, preferiría beber un vaso de plomo.
—Eso es fácil de arreglar.
Dos de sus caballeros arrastraron a Simon hasta el pilar donde el goliat esperaba todavía con la cuerda. Los hombres se la pasaron en torno al pecho, y mientras lo ataban al pilar, Simon golpeó la cazoleta de carbones encendidos con el pie, de modo que las brasas y el plomo líquido cayeron sobre la paja y la inflamaron.
Al momento se organizó un gran revuelo. Caballeros y guardias trataron de apagar las llamas a pisotones, mientras algunos sirvientes y criadas salían corriendo entre gritos de la sala para ir a buscar agua. Simon aprovechó el desconcierto para tirar de la cuerda que lo mantenía atado al pilar, pero sus esfuerzos fueron inútiles. Un instante después, Eustache apareció ante él.
—Estoy empezando a hartarme de ti, ¿sabes? —gruñó, y le colocó la hoja de su espada contra la garganta.
De pronto, dominando el escándalo, una voz tronó:
—¡Eustache! Por todos los santos, ¿qué está ocurriendo aquí?
—Oh, maldita sea, De Clare… —Sacudiendo la cabeza con aire impotente y con un brillo divertido en la mirada, Eustache retrocedió un paso y señaló con la espada hacia la puerta como si todo hubiera sido una broma—. Ahí llega mi viejo señor.
Pasó un rato antes de que se apagara el fuego y se calmara el alboroto. Dos caballeros llevaron a Haimon a un rincón oscuro de la sala y, ante el sillón que había quedado libre, colocaron una copa y un plato de plata para el rey. Stephen apuntó con la barbilla en dirección a Simon y dijo:
—Liberadlo de sus ataduras y luego explícame qué significa todo esto, Eustache.
Richard cortó la cuerda y uno de los guardias abrió las argollas de hierro que le sujetaban las manos.
Simon se acercó al rey y cayó de rodillas.
—Sire.
—¿Quién erais vos…? —preguntó Stephen dudando.
—Simon de Clare.
—Ah, sí, eso es. Pensaba que queríais haceros monje.
—Bien… supongo que no ha podido ser, sire.
—¿Monje? —repitió Eustache indignado—. ¡Es consejero y hombre de confianza de Plantagenet, y condenadamente peligroso además! —Señaló con el dedo al rincón donde yacía Haimon—. ¡Con las manos atadas ha hecho eso, a un paso de mí!
—¿Es este el motivo por el que me has hecho llamar?
—¿Qué? Yo… yo no os he hecho llamar.
—Tu mensajero llegó ayer por la mañana. ¿No será que estabas de nuevo borracho, hijo mío, y por eso no recuerdas que lo enviaste?
—¿Qué? Pero yo… —Eustache lanzó una mirada recelosa a Simon—. ¿Qué clase de mensajero?
—¿Por qué iba a saberlo yo? —replicó Simon malhumorado. Y sin pensárselo, se levantó y se inclinó ante el rey—. Si me lo permitís, me gustaría irme, sire. Con mis amigos.
—¿Qué amigos? —preguntó Stephen decepcionado.
Simon miró al rey. Stephen había encanecido. Pero seguía irradiando autoridad. Y bondad.
—Sire, lo que vuestro hijo dice es cierto. Estoy al servicio de Henry Plantagenet. Y he matado a Haimon de Ponthieu. Mis dos compañeros, en cambio, que probablemente se estarán desangrando ahora en el patio, no han hecho nada contra vos ni contra vuestro trono…
—Oh, claro que no —lo interrumpió Eustache en tono sarcástico—. ¡Él y los dos bueyes ingleses de ahí abajo han enviado víveres a la guarnición de Wallingford! Ahora tendremos que esperar un año otra vez para rendirlos por hambre.
—¿Víveres? —preguntó el rey en tono incrédulo—. ¿Cómo?
—A través de una conducción de agua bajo el cercado. Él…
Su padre estalló en carcajadas.
—¿Este hombre? Pero, hijo mío, esto está totalmente descartado. Es epiléptico.
—El conde de Pembroke lo vio, padre.
—¿Yo? —Richard saltó de su asiento como si le hubieran pinchado—. Yo no vi nada, mi príncipe. Absolutamente nada.
El rey levantó la mano para imponer silencio con gesto autoritario. Y luego le preguntó a Simon:
—¿Qué queríais decir, mi joven amigo?
—Quería pediros que me permitáis llevarme de aquí a mis amigos. Si lo deseáis, luego volveré y me someteré a vuestro juicio. Tenéis mi palabra.
—Eso no es necesario. Puedes irte.
—Padre… —empezó Eustache.
El rostro de Stephen se ensombreció.
—De Clare y sus compañeros son libres. Tengo la impresión de que de nuevo has cometido un error de juicio. ¿Cómo puedes ensañarte con un hombre como él?
Eustache estaba pálido de ira.
—¡Ha matado a Haimon de Ponthieu!
—Que estaba bien armado y en situación de defenderse. Eso no es un crimen, sino el camino habitual para solventar disputas entre hombres de honor, ¿o acaso me equivoco? ¿Qué esperas que haga, Eustache?
—Retenlo aquí y permite que descubra lo que sabe sobre los planes de Plantagenet y la guarnición de Wallingford.
El rey observó a su príncipe heredero y sacudió la cabeza, apenado. Luego se volvió hacia los hombres reunidos en la sala.
—Dejad marchar a De Clare y sus amigos, es una orden. —Y añadió dirigiéndose a Simon con esa sonrisa suya insoportablemente indulgente—: Henry Plantagenet no es compañía para vos, muchacho. Creedme, hubierais estado mucho mejor atendido en un convento.
Simon asintió, con los músculos de la mandíbula petrificados.
—Gracias, sire.
Dos soldados de guardia acompañaron a Simon. A la luz de sus antorchas distinguió a las dos figuras inmóviles en la picota.
—¿Godric? ¿Wulfric?
—Creo que está muerto —dijo Wulfric. Su voz sonaba grave y ronca.
Simon hizo un gesto enérgico con la mano.
—Soltadlos.
Uno de los soldados sacó su puñal. Primero liberó a Wulfric, que dejó caer los brazos, insensibles, y permaneció en pie balanceándose un poco. Su hermano gemelo se desplomó cuando le liberaron de sus ataduras. Simon corrió a sujetarlo y colocó el brazo de Godric en torno a sus hombros. Luego cogió una de las antorchas, esperó a que los guardias se hubieran alejado y le hizo una seña a Wulfric con la cabeza.
—Vámonos.
—¿Adónde? ¿Y para qué? Apenas puedo moverme. Haimon nos golpeó hasta cansarse, y no se contentó con eso; luego…
—Haimon está muerto, Wulfric. Ahora ven.
Wulfric seguía sin moverse.
—Tengo miedo —susurró.
—Sí. Yo también. Pero no quieres morir aquí, ¿verdad?
Wulfric dio un pequeño paso hacia delante. Reprimió un gemido y se tambaleó un momento, pero luego dio un nuevo paso. No llegaremos muy lejos así, pensó Simon desanimado.
Pero tampoco tuvieron que hacerlo; porque al otro lado del puente levadizo una figura oscura los esperaba al borde del camino.
—Dios. Empezaba a creer que ya no vendríais —murmuró una voz conocida.
Simon cerró los ojos un momento.
—Alan…
A la luz de la antorcha se miraron a los ojos. Luego Alan observó a los siameses. Godric tenía los párpados cerrados. No había sangrado solo por las orejas, sino también por la boca y la nariz. Sin decir nada, Alan le puso la mano en el hombro al otro gemelo.
—¿Está muerto? —preguntó Wulfric con voz ahogada.
—Aún no. Venid por aquí, tengo un coche.
—¿Tú enviaste el mensajero a Stephen? —preguntó Simon.
—Yo era el mensajero. Becket me explicó adónde queríais ir. Y tuve un mal presentimiento. —Habían llegado al coche—. ¿Puedes subir, Wulfric? Simon y yo levantaremos a Godric.
—Bien.
Fue una maniobra dolorosa, pero finalmente los siameses quedaron instalados en la plataforma y Alan extendió una manta de piel sobre ellos.
—¿Quién ha hecho esto? —preguntó.
—Haimon —respondió Wulfric.
—Lo maté —dijo Simon a la espalda de Alan.
Alan se volvió hacia él. Aunque en la débil luz Simon casi no podía distinguir sus ojos, un extraño fulgor brillaba en ellos.
—Siéntate ahí.
Simon subió al pescante.
—¿Adónde vamos?
—A Norwich.