Norwich, julio de 1152

—¡Abuelo!

—¡Aaron! —Josua ben Isaac abrió los brazos riendo y atrapó a su nietecito, que había saltado, entusiasmado, hacia él.

También Ruben, David y Moses se levantaron de la mesa preparada para la fiesta, que habían instalado en el jardín bajo el baldaquino, para saludar a los recién llegados, mientras que Esther los ignoró, como de costumbre.

Miriam posó las manos sobre los hombros de Moses.

—Bar Mitzvá. No me lo puedo creer. Que el Señor te bendiga y te proteja en todos los caminos que emprendas en la vida, hermano.

—Gracias, Miriam.

Alan trajo un banco de madera de la cocina, se sentó en él con su mujer y su hijo, y los tres escucharon con atención el detallado informe de Moses sobre la ceremonia en la sinagoga. Cuando su hijo por fin acabó, Josua se interesó por el estado de la pequeña Judith, que habían dejado en Helmsby con la nodriza, y Alan dejó que fuera Miriam la que respondiera. Le hacía bien encontrarse de nuevo rodeado de estas personas, constató. Aaron y su primo Isaac se retiraron pronto a un rincón para organizar alguna travesura, y los adultos se quedaron en la mesa, charlando y comiendo, hasta que las sombras se alargaron en el jardín.

—¿Cómo van las cosas en Helmsby? —preguntó Ruben finalmente—. Oímos que se habían producido alborotos en vuestra comarca.

Alan asintió con la cabeza.

—Eustache de Boulogne, el príncipe heredero de Stephen, ha atacado algunos pueblos de los Fens; con el apoyo de mi primo Haimon, que se ha construido un castillo en Fenwick, desde donde opera. Cabalgué hasta allí con mis hombres, pero cuando llegué, los dos habían desaparecido. Han armado a todo lo que tenía dos manos y dos pies y se han trasladado a Francia.

El rey Louis había llamado a Eustache de Boulogne a Francia, con todos los hombres de que pudiera disponer, para atacar Normandía y arrebatársela a Henry Plantagenet, que, según decía, se había hecho indigno de ella al rebelarse, por su matrimonio con Aliénor de Aquitania, contra su rey y contra Dios.

—Y Eustache no es el único que se ha unido a Louis —siguió informando Alan—. También el hermano de Henry y el conde de Blois se han pasado a sus filas.

—Eso suena como si las cosas se pusieran mal para el joven Henry —dijo Josua.

—Sí, yo también lo pensé. Hasta que Simon me envió el siguiente mensaje hace dos días: Henry se hallaba con unos dos mil hombres en Barfleur, para poner por fin rumbo a Inglaterra, cuando se enteró de estas novedades. Hizo desembarcar de nuevo a sus tropas y barrió de Normandía a Louis. Asoló el Vexin y le arrebató a su hermano Geoffrey sus tres castillos. Louis volvió a París con el rabo entre las piernas y declaró la tregua que los obispos le reclamaban. Henry ha… arrastrado por el polvo a sus enemigos.

La mañana siguiente Alan acompañó a Josua y a David al hospital. Alrededor de treinta enfermos estaban alojados en la gran casa principal. La mitad eran deficientes mentales y perturbados inofensivos que en parte ayudaban incluso en el cuidado de la casa y de las instalaciones. En la planta inferior siempre había mucho alboroto, pero la mayoría de las veces todo transcurría pacíficamente, y los aprendices y ayudantes del médico judío se encargaban de poner orden si hacía falta. La otra mitad de los pacientes —un puñado de mujeres y los casos graves— ocupaban los dos pisos superiores. No pocos de ellos estaban encerrados, y a veces llegaban gritos y lloros desde arriba; pero Alan sabía que no era porque alguien estuviera atado o fuera golpeado. No le resultaba fácil aportar el dinero necesario para el mantenimiento de esa casa, pero siempre que iba comprendía que no hubiera podido invertirlo en ningún fin mejor.

Junto al surtidor encontró por fin a Luke, que al reconocerlo le obsequió con una sonrisa desdentada.

—¡Losian! Qué alegría.

Había olvidado el verdadero nombre de Alan, igual que la mayoría de las cosas.

La enfermedad de Luke se había desarrollado de un modo totalmente diferente al que Josua había imaginado. La separación de los compañeros de Helmsby y la falta de libertad con que Luke vivía en el hospital no habían acabado de hundirlo, como todos habían temido, sino al contrario, su estado había mejorado mes a mes. La serpiente se había despertado cada vez con menos frecuencia, y al final la había olvidado también.

Alan se agachó ante él en la hierba y le tendió el hatillo que llevaba.

—Mira. Te he traído algo.

Radiante de alegría, Luke desenvolvió el paquete, donde encontró medio pan blanco, un pedazo de queso y una jarra de cerveza, de la que enseguida tomó un gran trago.

—Fabulosa. ¿Cómo les va a los otros?

Alan le habló de Oswald, del rey Edmund y de lo poco que sabía de Simon y los siameses. En cada visita le explicaba lo mismo, pero no importaba, porque Luke lo olvidaba enseguida.

—¿Y cómo está Griff?

Alan sacudió la cabeza.

—Murió, Luke. De tisis. Tú recibiste sus zapatos, ¿no te acuerdas?

El anciano asintió vagamente y volvió la mirada hacia el agua de la fuente, que fluía centelleando por encima del borde de la taza para caer en la cubeta inferior.

—Creo que es lo más hermoso que he visto en toda mi vida. Dime la verdad, Losian. ¿Estoy muerto? ¿Es esto el Paraíso?

Alan le apoyó la mano en el hombro sonriendo.

—Me resulta difícil creer que el Paraíso pueda compararse con esto.