Poitiers, mayo de 1152

En la semana de Pentecostés Henry llegó a Poitiers, uno de los lugares de residencia preferidos de Aliénor, y Simon lo condujo a los aposentos privados de la duquesa.

—Si quisierais esperar todavía un momento, monseigneur —le pidió una joven dama de honor, y desapareció sin esperar a su respuesta.

—Encantador acento y maravillosas tetas —opinó Henry—. Pero altanera. Lástima.

Simon sacudió la cabeza.

—Nada de eso. Es Alais de Langon, y no tiene nada de altanera. Su padre es el castellano de Burdeos.

—Ah, y tú estás enamorado como un loco de ella —constató Henry guiñándole un ojo.

Naturalmente Simon no sentía nada parecido. En realidad, poco a poco empezaba a dudar de que fuera capaz de tener este tipo de sentimientos. Pero Alais de Langon era, sin duda, un regalo del cielo para un soltero solitario como él, y le había explicado muchas cosas interesantes sobre la duquesa.

Al menos pasó media hora antes de que volviera y, con la mirada baja, los invitara a entrar.

—Estaba a punto de marcharme —gruñó Henry, y cruzó el umbral—. No puede decirse que este sea un buen principio, Aliénor… —Se detuvo bruscamente.

Mon très cher Henri —lo saludó la duquesa—. Perdona que te haya hecho esperar.

Se sentó en un mueble que Simon nunca había visto antes: bajo como una butaca, largo como una cama, y cubierto de cojines de seda blancos. A Simon le pareció que tenía un aire oriental, y pecaminoso. Discretamente se sentó junto a la joven dama de honor en el banco de la ventana y observó cómo Henry y Aliénor se escudriñaban con la mirada.

—Diría que la espera ha valido la pena —reconoció el duque.

Aliénor llevaba un corpiño de seda del mismo color de los cojines, un vestido de paño azul sin mangas con bordados dorados y sus ya famosas botas de amazona rojas. Exactamente del mismo tono que su pintura de labios. Unos brazaletes de oro tintinaban en cada uno de sus brazos, una diadema de perlas y topacios sujetaba su velo y unos pendientes de perlas se balanceaban en sus orejas.

—¿Te gusta? —preguntó.

Henry asintió con la cabeza.

—Es… exótico. No creo que haya muchas mujeres que puedan permitirse esto sin parecer las concubinas de un califa, pero tú tienes el aire de una reina.

—Gracias —dijo Aliénor sin apartar los ojos de él—. Siéntate conmigo.

Él atendió a su petición, pero señaló:

—Me temo que a tu lado tengo un aspecto un poco desastrado con mi atuendo de caza.

—Al menos tu vestimenta está remendada de una forma muy profesional —se burló ella.

—Umm… Lo hago yo mismo, ¿sabes?

—¿Es cierto eso? —Parecía sinceramente sorprendida.

—Podría decirse que es la única ocupación en la que puedo mostrar algo parecido a la paciencia. En todo caso he pensado que sería mejor que te enseñara cómo soy realmente. De ahí el atuendo.

—Yo he pensado lo mismo. De ahí el atuendo.

—Podría acostumbrarme a lo que veo —reconoció él sonriendo.

—Has cambiado desde nuestro último encuentro.

—¿En qué sentido?

—Eras un pequeño fanfarrón.

Él se encogió de hombros.

—Y tú un mal bicho arrogante —dijo sin inmutarse—. Eso nunca ha ayudado a que salgan a la luz mis mejores cualidades.

Ella se tomó la ofensa con la misma tranquilidad con que él había encajado antes la suya.

—Parecía la única manera de mantenerte a distancia. A ti igual que a tu padre. Por otra parte, tengo que decir que lamento que haya muerto.

—¿Ah, sí? ¿Lo echas en falta? —preguntó Henry.

—¿Fue su muerte lo que te convirtió en un adulto?

—No creo que lo sea ni que nunca llegue a serlo. En el fondo yo nunca cambio. Soy como un río; siempre diferente y, sin embargo, siempre el mismo.

—Y siempre en movimiento —añadió ella—. ¿Y qué más?

—Impetuoso, tozudo, colérico, a veces rencoroso. ¿Y tú?

—Exactamente lo mismo. Y una mujer con pasado. Deberías pensarte bien si puedes vivir con ello, porque mi pasado es una parte de mí. No me avergüenzo de él, y no te rendiré cuentas por él.

Henry tomó un trago de su copa.

—Mientras tu pasado no me zumbe en los oídos, no debería importarme. Pero si me engañas, no importa de qué modo, convertiré tu vida en un infierno.

—¿Y tú me serás fiel?

—Seguramente no. Aunque no conozco a ninguna mujer que pueda competir contigo.

—Puedes ahorrarte eso —dijo ella apartando la mirada. Había sonado helado, y Henry le cogió la mano.

—He dicho que quería mostrarte a la persona que realmente soy, de modo que no voy a engañarte. Las experiencias del pasado me inducen a pensar que seré un sinvergüenza infiel como esposo. Pero si a pesar de todo me aceptas, pondré el mundo a tus pies. Obtendré Inglaterra, y tú y yo juntos seremos más poderosos que cualquier otro gobernante de la cristiandad. Seguramente habrá días en que me maldigas, pero juro ante los ojos de Dios, Aliénor, que conmigo nunca te aburrirás. De modo que, ¿quieres casarte conmigo?

Con rostro serio, la duquesa de Aquitania contempló al hombre, muchos años más joven, que tenía delante con el mismo descaro con que él la había mirado a ella. Luego su roja boca esbozó una sonrisa.

—Me casaré contigo, Henry. Pero si algún día me engañas, no importa de qué modo, convertiré tu vida en un infierno.

Él rio bajito y le acarició la mejilla con el pulgar.

—Antes tendrás que pillarme.

Con la velocidad del rayo ella atrapó su pulgar entre los dientes, y debió de morder fuerte, porque Henry aspiró hondo de repente.

—Todos los hombres que me han infravalorado han lamentado amargamente su error, mon amour. La mayoría están muertos. Pero yo aún vivo.

—¿Y cuál es tu secreto? —preguntó él.

—Era más fuerte que ellos.

Henry rio suavemente.

—¿A qué sabe tu pintura de labios?

—Prueba.

Ya estaba medio reclinado sobre ella cuando apretó sus labios contra los suyos.

—¿Y crees que también eres más fuerte que yo? —murmuró.

—Me encantaría descubrirlo.

Simon cogió a Alais de la mano. En silencio se deslizaron por la puerta de comunicación y pasaron a la estancia contigua. No había nadie en la habitación.

—¿Por qué nos hemos ido? Nos hubieran ofrecido un espectáculo memorable —se burló Alais de Simon.

—Es que mirar no me basta —replicó él, con la respiración un poco acelerada.

Alais le rodeó el cuello con los brazos y lo apretó contra sí.

—Lo celebro —murmuró.

Mientras él se desabrochaba los pantalones, ella lo llevó hacia el asiento de la ventana, se arremangó las faldas y se sentó en su regazo.

—Es una lástima que no me ames, Simon de Clare. Serías un hombre para casarse.

—¿De verdad? Y yo que siempre había pensado que el amor solo era algo para vuestros trovadores aquitanos y que el matrimonio tenía que ver con la razón.

Alais volvió la cabeza hacia la puerta.

—Ahora están demostrando justo lo contrario. Ninguno de los dos tiene ni un ápice de razón en el cuerpo.