—Mantén el embudo recto, Agatha; si no, derramarás la leche —la previno Alan—. Mira a Oswald. Así es como se hace.
Alan contempló a su hija de siete años y a Oswald, que alimentaban cada uno a un ternero con un embudo y un cucharón con leche de un cubo.
Oswald —así se había demostrado durante los pacíficos años vividos en Helmsby— había nacido para cuidar del ganado. Podía ordeñar más rápido que cualquier otra persona del lugar, y durante los meses de pastoreo cada mañana conducía a las vacas a los prados y las devolvía por la tarde para ordeñarlas. La gente lo apreciaba por la atención que ponía en su tarea. Un carraspeo en la puerta del establo hizo que los tres se volvieran. Alan sonrió al reconocer al visitante.
—Tom. Bienvenido.
—Muchísimas gracias. Urgentes asuntos de estado me conducen hasta lord Helmsby; ¿y acaso lo encuentro dedicado a la caza con halcón o a la esgrima o al laúd? No. Lo encuentro cebando a una vaca pequeña.
—Ternero —le corrigió Agatha.
Alan rio para sí.
—¿Me permites que acabe con esto? Tú puedes mirar y aprender algo.
Desde que Simon los había presentado hacía tres años, Thomas Becket había pasado a ser uno de los escasos amigos de Alan. Otros podían considerarlo un vanidoso pisaverde y un ambicioso intrigante, pero él apreciaba el humor afilado, la agudeza y la tolerancia hacia los creyentes de otras religiones de Becket. Una virtud poco habitual entre los hombres de Iglesia, como él sabía bien. Lo que, en cambio, Alan no apreciaba era que Becket siempre quisiera atraerlo de nuevo al mundo de la política y la guerra.
—Es Eustache de Boulogne quien me trae hasta aquí, Alan.
Alan levantó la vista.
—Pero este no es el momento ni el lugar —replicó dirigiendo la mirada hacia su hija.
Becket levantó la mano en un gesto de disculpa y esperó, impaciente, a que el ternero estuviera alimentado.
Finalmente Alan se levantó y cogió a Agatha de la mano.
Hacía dos otoños, Cuthbert, el herrero, se había herido durante el trabajo. Al cabo de dos días la herida se había gangrenado, y una semana más tarde había muerto. Alan había traído a su hija a Helmsby, y tanto él como su mujer hacían todo lo que podían para ofrecerle un hogar confortable y cálido. Aunque no siempre era fácil. Agatha se resistía a todos los intentos de hacer de ella algo distinto a la niña campesina que de hecho era.
La sala principal del castillo de Helmsby estaba casi desierta. Solo Miriam estaba sentada junto al gran bastidor y trabajaba en un paño blanco de tela fina en el que bordaba un afiligranado modelo de zarcillos. A sus pies, el pequeño Aaron, de cuatro años, jugaba con un barco de madera en la paja, y sobre la mesa había un bebé que dormía metido en una cestita de mimbre.
Becket se inclinó cortésmente.
—Lady Miriam.
Ella se levantó sonriendo.
—Master Becket. Qué sorpresa.
—¿Por qué debo felicitaros? ¿Por un hijo, o una hija?
—Judith —dijo Alan, pasándole el brazo por la cintura a su mujer.
—Agatha, ve corriendo a buscar a la nodriza, ¿quieres? —le pidió Miriam.
La pequeña volvió con la joven criada que cuidaba de los niños, y mientras esta llevaba afuera a sus pupilos, Miriam subió al estrado y sirvió tres vasos de vino. Alan y Becket se unieron a ella.
El invitado paladeó la bebida y lanzó un suspiro de satisfacción.
—Tu bodega es la mejor de East Anglia, Alan. —Paseó la mirada por la sala vacía—. Está todo muy silencioso aquí sin tu abuela.
En Adviento, una epidemia de fiebre se había abatido sobre East Anglia, y lady Matilda había sido una de las primeras víctimas mortales de la enfermedad. Con ocasión de su entierro, Alan había vuelto a pisar su iglesia por primera vez desde su excomunión. Ni la tierra había temblado ni el rey Edmund lo había echado de allí. Y desde entonces Alan había vuelto a ir diariamente a misa. Si había una comunión general, no podía participar, porque los sacramentos le estaban prohibidos, pero para él era un gran alivio volver a estar en una casa de Dios. Siempre pensaba en ello como si fuera un regalo de despedida de su abuela.
—Sí, la echamos mucho en falta —respondió Miriam a su invitado—. Os quedaréis a comer, espero.
—Nunca rechazo una invitación como esa, madame. Sin duda si hubiera más cristianos que supieran lo deliciosa que es la comida kosher, el entendimiento entre nosotros y vosotros mejoraría considerablemente. Por cierto, esto me ha hecho recordar que las… dificultades en el hospital de vuestro padre han quedado solventadas. Cuando, después del cierre ordenado por el obispo, condujo a sus casos difíciles al castillo para ponerlos bajo la custodia del sheriff, este intervino ante el obispado. Creo que en el futuro no tendréis que preocuparos más por este asunto.
—Que Dios bendiga al sheriff Chesney —murmuró Alan.
—Un buen hombre —opinó también Becket—. Mantuve una larga conversación con él. Está muy preocupado por la situación en East Anglia. Dice que casi se podría creer que Geoffrey de Mandeville ha vuelto.
—No he oído nada sobre nuevos desórdenes.
—¿Cómo quieres haber oído algo si prefieres esconderte en los establos?
—Esta guerra ha acabado, Tom. Henry titubeó demasiado, y ahora los lores ya se las arreglan con Stephen. En realidad esta guerra acabó en el momento en que Gloucester murió. —Bebió un trago para ocultar la ira que le provocaba este hecho. Había desperdiciado media vida en esa condenada guerra y había arriesgado la salud de su espíritu, y todo por nada.
Becket sacudió la cabeza.
—No ha acabado. El famoso príncipe heredero de Stephen, Eustache de Boulogne, se casó con la hermana de Louis. Desde entonces, los cuñados han unido sus fuerzas para arrebatarle Normandía a Henry. Le costó un gran esfuerzo frenarlos. Y es posible que muchos lores se hayan resignado con Stephen, pero lo que creen es que Henry es el sucesor legítimo. Todo está por decidir aún, y la balanza puede inclinarse hacia cualquier lado. El rey Stephen ha tomado la decisión, siguiendo la costumbre francesa, de hacer coronar a su hijo como rey de Inglaterra aún en vida suya. Si esto sucede, Stephen y Eustache habrán creado una situación de hecho que nos será muy difícil contrarrestar. Por eso no debemos permitir que suceda.
Alan reflexionó.
—Pero ¿cómo se le ha ocurrido a Stephen una idea tan extraña? Es posible que sea habitual en Francia, pero no en Inglaterra.
—Por eso envió una delegación al Papa para solicitar su permiso. Y el Papa, a su vez, le pidió al arzobispo Theobald en una carta que le enviara a un representante para que le aconsejara en qué sentido debía decidir. Para que le explicara, sobre todo, si el joven Eustache tiene madera de rey. Este representante soy yo.
—Entonces dile al Papa que la respuesta es no. Es posible que Stephen sea tan solo un afable bobalicón, pero su hijo es algo muy distinto.
—¿Ah, sí? ¿Y de dónde has sacado eso?
—Eustache debía de tener unos doce años cuando mi tío Gloucester cayó en manos de nuestros enemigos. A espaldas del comandante, ese rapaz ordenó a los guardias que encadenaran a Gloucester y luego le rompió dos costillas con el palo de una antorcha. Cuando Gloucester se rio de él, Eustache encendió la antorcha. Ya puedes imaginarte el resto. Vi las cicatrices. Aquello no fue una tontería de crío. Fue algo malvado. Y por lo que he oído, Eustache no ha mejorado desde entonces. De modo que dile a Su Santidad que debe apartar este cáliz de Inglaterra. Tal vez tú puedas convencerle de que, por una vez para variar, nos hemos merecido un buen rey.
Becket comentó sacudiendo la cabeza:
—Creo que nunca te había oído decir tantas cosas de una tirada, Alan. Ha sido sumamente esclarecedor. En lo que se refiere a Eustache de Boulogne, pero también en lo que hace a tu supuesta retirada de la política.
—Siempre lo dices como si hubiera sido elección mía. Y no lo fue. Estoy excomulgado e, incluso en la corte de mi primo, el nuevo conde de Gloucester, soy persona non grata. Es duro, créeme. Pero mi ayuda ya no es solicitada.
—Henry quiere tu ayuda. De modo que sácale brillo a tu espada, mylord. Quien comete atropellos en los Fens es justamente Eustache de Boulogne.
Se había hecho tarde. Solos en su cámara, Alan y Miriam habían hablado sobre las novedades de Becket, y él había podido darse cuenta de que esa noche su mujer se sentía particularmente melancólica.
—El próximo mes es… el Bar Mitzvá de Moses —reconoció Miriam cuando le preguntó por ello—. Mi hermano pequeño se hará un hombre y yo no estaré allí.
—¿Por qué no vamos, pues?
—Ya sabes lo difícil que es eso. Cómo me mira la gente en el barrio judío. Lo que cuchichean mientras se tapan la boca con la mano. A mí no me importa, pero para mi padre es terrible.
—A veces creo que lo que más le atormenta es que los cuchicheos y las miradas maliciosas puedan ofenderte a ti. De modo que los dos estáis preocupados por lo que le ocurra al otro, y eso es una tontería. Cabalgaremos hasta Norwich para asistir al Bar Mitzvá de Moses y, aprovechando la ocasión, podré enterarme por el sheriff de lo que se dice sobre Eustache de Boulogne. ¿Qué te parece?
—Supongo que eso es lo que en realidad me preocupa: la idea de que vuelvas a ir a la guerra.
—Y que no vuelva y te quedes sola con tus hijos medio judíos, medio cristianos, en un mundo en el que no perteneces realmente a ninguna parte.
—Creo que si fueras a la guerra y no volvieras, no me importaría lo que pudiera ocurrirme.
Él la besó en la sien.
—Esto es muy halagador, pero no debes pensar de este modo. Tu padre te acogería junto con los niños hasta que Aaron fuera bastante mayor para aceptar su herencia.
—¿Eso significa que irás?
Alan la rodeó con sus brazos.
—Tengo que hacerlo, Miriam. La gente de East Anglia ya ha padecido demasiado. Y cuando alguien causa estragos en la comarca, la mayoría de las veces mi primo Haimon no anda lejos. No puedo hacer como si esto no me afectara en nada.
—No. Lo comprendo.
—Solo espero que Henry Plantagenet no tarde mucho en decidirse a venir aquí para preocuparse por fin personalmente de su corona.