Aliénor de Aquitania residía con un gran cortejo en la casa de invitados de la abadía benedictina de Tours. Simon, Godric y Wulfric llegaron allí en la mañana de un frío y lluvioso día de marzo y tuvieron que superar los obstáculos de un oficial de guardia, dos caballeros pendencieros y un dragón en forma de dama de honor antes de ser admitidos a su presencia.
—Volved mañana por la tarde —sentenció el dragón.
—Madame, os aseguro que…
—¿Qué ocurre, comtesse? —preguntó una profunda voz femenina desde detrás de su hombro izquierdo, y Simon se volvió. También los siameses giraron la cabeza. Y al contrario que a Simon, la necesidad de mantener una elegante reserva en el trato social no era algo que les preocupara demasiado:
—Jesús —soltó Godric, y al mismo tiempo su hermano murmuró:
—Que san Oswald nos ayude.
Aliénor de Aquitania no movió una ceja. Ni tampoco pareció sorprenderse por el aspecto de los siameses. Con una sonrisa bien dosificada le dijo a Simon:
—En mi tierra se dice que las personas como las de vuestra escolta traen suerte.
—También en mi tierra lo dicen —se oyó responder Simon.
—Es extraño. No sé por qué, pero no me parecéis un hombre particularmente afortunado.
A Simon no se le ocurrió ninguna réplica aguda. No era solo porque fuera una mujer extraordinariamente hermosa. Sus cabellos, que le llegaban a las caderas, eran rubios, pero en su caso la expresión «cabellos de oro» no podía estar más justificada. Y tenía unos grandes ojos azules, una tez tersa, una nariz encantadora y una boca de fresa: todo en perfecta armonía. Pero lo que había dejado a Simon sin habla había sido la fuerza que irradiaba de ella. Una voluntad de hierro se reflejaba en su mirada. Y también la peligrosa arrogancia que acecha a todos aquellos a los que Dios ha agraciado, en medida superior a la mayoría de los mortales, con el don de la inteligencia y de una ascendencia noble. Ni siquiera Henry lo tendría fácil para someter a esta mujer a su voluntad, pensó Simon, y la idea le agradó.
Se inclinó, con la mano en el pecho.
—Perdonadme, madame; pero supongo que estáis acostumbrada a que los hombres se queden mudos ante vos.
Su risa sonó relajada y cálida.
—Pero no hay muchos que se queden mudos de un modo tan encantador. ¿Y tenéis también un nombre, señor?
—Simon de Clare. Mis amigos son Wulfric y Godric de Gilham. Os agradeceríamos que nos concedierais unos minutos de vuestro tiempo.
Aliénor los condujo a una habitación clara, a la izquierda de la sala. El dragón envió a una joven dama de honor en busca de vino y un pequeño refrigerio y luego se retiró, no sin dirigir antes a Godric y Wulfric una mirada sombría.
—Sed benevolentes —les pidió Aliénor—. Siempre está preocupada por mi seguridad, y parecéis un poco… peligrosos.
Godric y Wulfric enrojecieron hasta la raíz de los cabellos.
—Y también pueden serlo si conviene —replicó Simon para liberar a sus amigos de la mirada de esos ojos azules.
Aliénor asintió con la cabeza.
—Por eso es inteligente por vuestra parte no dar un paso sin su compañía. De todos modos, las malas lenguas afirman que lo hacéis sobre todo para alimentar vuestra fama de hombre misterioso. Y vuestros dos amigos saben cubriros a la perfección cuando sufrís un ataque, ¿no es cierto? Todo el mundo sabe que padecéis de epilepsia, pero nadie lo ha visto nunca. Y vos concedéis mucha importancia a eso.
Simon se sentó.
—Estáis bien informada, madame.
Los siameses también habían recuperado la calma. Como de costumbre, se apostaron junto a la puerta e hicieron como si fueran invisibles.
—Vale la pena estar bien informado —replicó ella—. ¿Quién podría saberlo mejor que vos? ¿Y bien? ¿Qué desea de mí mi primo Henry? Espero que no pretenda casarse conmigo. Esta avalancha de pretendientes me aburre infinitamente.
—Henry no está seguro de querer incluirse entre la legión de vuestros pretendientes, madame. Su hermano menor, en cambio, está firmemente decidido a conseguiros. Con o sin vuestro consentimiento.
—Para eso debería atraparme antes.
—Eso podría ocurrir perfectamente. En vuestro camino a Poitiers debéis pasar por Chinon, Loudun y Mirebeau. Los tres recintos pertenecen a Geoffrey. Es imposible que podáis escurriros entre ellos sin ser vista.
—Bien, en ese caso tendré que tomar un camino diferente.
—Ahí os acecharía algún otro.
—¿Y eso qué significa? ¿Que debo casarme con Henry Plantagenet, ese muchacho de cabeza llameante, porque es el mal menor? —Su tono era más divertido que furioso—. Desde que tenía quince años he tenido que cuidarme sola. Sobreviví al ataque de los turcos en las montañas de Anatolia, y en el camino de vuelta de Tierra Santa mi barco fue apartado de su rumbo por una tormenta y mis damas y yo vagamos durante dos meses a lo largo de la costa africana. Si queréis infundirme miedo, se os deberá ocurrir algo mejor, De Clare.
—No era mi intención infundiros miedo. Es posible que Henry Plantagenet sea joven, pero no es ningún muchacho. Estoy convencido de que podría ser algo que vos valoráis mucho, madame.
—¿Y es?
—Un auténtico reto —respondió Simon.
Pero ella sacudió la cabeza.
—Aquitania es una hermosa tierra llena de poetas de ojos ardientes. La gente allí me ama y no se sorprenden continuamente de lo que hago. De modo que ¿para qué casarme?
Simon la miró levantando las cejas.
—Me cuesta imaginar cómo será: ¿después de quince años como reina en París, la ciudad más excitante del mundo, un retiro en la apacible Burdeos? ¿Hasta el final de vuestros días? No tengo nada contra el arte y la pasión de los poetas de Aquitania, pero me temo que el resto de vuestra vida se os hará muy largo.
—Sí. Es posible que en eso llevéis razón. Pero sigue pareciéndome mucho más atractivo que Henry Plantagenet.
—Bien, su entusiasmo, como el vuestro, también se mantiene dentro de unos límites.
—Ahí lo tenéis. Es un patán.
—Perdonad mi poco delicada franqueza, pero lo que le preocupa son los rumores que hubo sobre vos y su padre. Si hubiera aunque solo fuera un granito de verdad en esos rumores, un matrimonio entre vos y él sería incestuoso a ojos de la Iglesia.
—Si no puede vivir con los rumores, será mejor que se case con una de nuestras aburridas primas. Siempre hay rumores sobre mí. Bien, creo que ya hemos tanteado bastante el terreno, De Clare. Decidle a Henry que su propuesta me honra, pero que no, gracias.
—¿Quién ha hablado de una propuesta, madame? —replicó Simon.
—¿Y para qué os habéis presentado aquí, pues?
—Para escoltaros hasta Poitiers y garantizar vuestra seguridad.
—¿Esperáis que me crea eso? ¿Queréis ofenderme?
Simon sacudió la cabeza.
—Durante el camino tendré un montón de tiempo para convenceros de las virtudes de Henry. Son numerosas, podéis creerme, igual que sus lados oscuros. Si cuando hayamos llegado al final de nuestro viaje tengo la sensación de que os sentís bien dispuesta hacia él, tal vez os presente una propuesta. Pero no antes.
—Esto suena sospechosamente noble. No creo en las ofertas sin trampas ocultas. Vamos, soltadlo. ¿Con qué queréis engatusarme?
—Umm… Dejadme pensar. Aunque pueda aliviaros haberos deshecho de Louis, estoy seguro de que echáis en falta la corona.
Aliénor dejó oír de nuevo su hermosa y cálida risa.
—¿Inglaterra? ¿Me ofrecéis la corona sobre mosquitos y pantanos y bosques brumosos, que, dicho sea de paso, ni siquiera le pertenecen? Qué irresistible…
—No os ofrezco nada, como he dicho. No soy un negociador muy dotado…
—No deberíais olvidar esta mentira en vuestra siguiente confesión.
—… sino que me encuentro mucho más a gusto reuniendo hechos y reflexionando sobre lo que podrían significar. Y los hechos aquí son estos, madame: si vos y él tomáis ahora las decisiones correctas, tenéis buenas perspectivas de convertiros en la mujer más poderosa del mundo.