—Esto no me gusta —murmuró Godric—. Hace rato que tendría que estar aquí.
—Vendrá —dijo Simon—. No te preocupes. —Se apretó el manto contra el cuerpo y se apoyó contra el muro en ruinas de la ermita. Hacía una noche helada—. No hagáis ruido. Así podremos saber si de verdad viene solo.
Los siameses asintieron y se retiraron a las sombras. Simon volvió la cabeza hacia el río y aguzó el oído. Al cabo de un rato oyó un crujido de cuero y en el mismo instante la brisa trajo del río un olor a sudor y a cebolla.
Silenciosamente se apartó del muro.
—Llegáis tarde, Herbinger.
—Maldita sea, De Clare… ¿Queréis matarme del susto?
—No antes de que haya oído lo que tenéis que decirme.
—No puedo creer que esté aquí hablando con vos. Si algún día se sabe…
—Chsss. Tranquilizaos. Estamos solos. De modo que no hay ningún motivo para que esto salga de entre nosotros.
—¿Solos? ¿Se supone que debo creer que habéis venido aquí sin vuestras dos sombras?
—Podéis creer lo que mejor os parezca —replicó Simon fríamente—. Pero habéis venido. Esto significa que queréis considerar mi oferta. ¿De modo que por qué no nos ahorramos toda esta charla superflua y vamos al grano?
Herbinger asintió con aire de infelicidad. Tenía la edad de Simon, pero, con sus rizos infantiles, aún parecía más joven, y hasta ahora había esperado en vano a que le armaran caballero. Sin embargo, su señor, el hermano menor de Henry, Geoffrey, le amaba entrañablemente, y por eso le había elegido Simon.
—¿Y bien? —preguntó en tono afable.
—De Clare, tenéis que comprenderle. Está harto de esperar en Anjou y quedarse siempre con las manos vacías, mientras su hermano es duque de Normandía y conde de Anjou. Henry haría lo mismo en su caso, no puede decirse que sea precisamente un modelo de paciencia.
—No. Y puedo comprender las razones que mueven a Geoffrey. Sé que ama a su hermano y que nunca se rebelaría contra él. Espero que esto os tranquilice.
Herbinger no se había tranquilizado en absoluto, tal como Simon había previsto.
—Bien, en fin…, yo no diría que vaya a rebelarse, pero… Quiere tierras y poder como su hermano, y si él no se los da, tendrá que casarse.
De pronto a Simon se le aceleró el corazón.
—¿Y eso significa?
—La estará acechando en el camino antes de que llegue a Poitiers. Me lo dijo ayer, porque confía en mí… Jesús, qué estoy haciendo.
Herbinger se mesó sus rizos.
Simon le dio una palmadita en el hombro. Sabía que no podría sacarle nada más; pero ya tenía lo que quería.
—Podéis estar seguro de que le estáis haciendo un gran servicio. Le hacéis un servicio a toda Francia; porque si Geoffrey hiciera eso, habría guerra entre él y su hermano. Supongo que lo sabéis, ¿no? Habéis hecho lo correcto.
Herbinger se quedó satisfecho con estas palabras. Simon siempre se esforzaba en que fuera así. Si era posible, dejaba a sus informadores con la sensación de que habían hecho algo noble. Porque los confidentes satisfechos pueden volver a utilizarse…
—Os doy las gracias, Herbinger. Me encargaré de que no os arrepintáis de haber dado este paso. Y por lo que hace a esa joven dama que os ha sido ofrecida en matrimonio por el padre… Hace dos inviernos dio a luz a un bastardo en un monasterio apartado. Supuestamente el padre era el arzobispo de Rouen. Ninguna casta virgen, pues, como os la vende su antiguo señor, pero sí una encantadora joven dama.
—Vos creéis que… ¿Pensáis que aun así debería casarme? ¿A pesar de su inmoralidad y de que su padre ha querido engañarme?
—Engañar es una palabra muy dura. Solo hizo lo que haría cualquier padre. El secreto está bien guardado; de modo que no debéis temer que se produzca un escándalo. Pero si le dejáis ver al padre que conocéis la verdad, es probable que aumente la dote.
Herbinger le dio las gracias efusivamente y se despidió.
—Buf —dijo Godric en voz baja—. Juegas con ellos como el gato con el ratón. A veces eres realmente siniestro.
Simon lanzó un pequeño suspiro.
—¿Ahora empiezas tú también con esas? ¿No basta con que lo digan todos los demás?
—Vamos, déjalo ya —le soltó Wulfric—. Tú disfrutas con tu fama.
Mientras volvían, Simon estuvo rumiando si no tendría razón. Sin duda no había elegido el papel que le había tocado desempeñar aquí: en la corte de Henry, él era el hombre que conocía todos los secretos. Sabía que eso solo era debido a que prefería escuchar a hablar. Y tampoco le resultaba difícil despertar la confianza de la gente, porque lo consideraban una persona más bien apacible e independiente. No pertenecía a ninguna de las fracciones que existen en cualquier corte. Sin embargo, la gente murmuraba que poseía poderes sobrenaturales y podía adivinar los pensamientos de otras personas. Y que podía leer cartas y documentos aunque estuvieran sellados. Naturalmente aquello era una tontería, pero como durante años se había sentado ante Henry mientras este estudiaba, podía leer mejor un texto del revés que en la posición correcta, y escribía de derecha a izquierda. Cuando, el pasado verano, el padre de Henry había muerto, los administradores de su legado habían informado a su hijo de la existencia de una disposición nada habitual: el duque de Normandía había dado orden de que su cuerpo permaneciera sin enterrar hasta que su hijo mayor jurara en público que reconocía el testamento y que lo respetaría. Sin conocer su contenido.
Henry se puso como una fiera ante esta estratagema.
—¿Qué demonios voy a hacer ahora? —preguntó al círculo de sus colaboradores más íntimos—. ¿Cómo puedo consentir que mi padre permanezca insepulto? Pero, por otro lado, ¿cómo voy a reconocer un testamento sin saber qué le ha otorgado a mi codicioso hermano Geoffrey?
—Los castillos de Chinon, Loudun y Mirebeau. Anjou y Maine el día en que te conviertas en rey de Inglaterra —respondió Simon.
Los hombres del círculo íntimo de Henry lo observaron con una mezcla de respeto y horror. Y también Henry.
—¿Cómo sabes eso? —le preguntó.
—Lo sé, sencillamente. Podría decirse que considero mi deber estar informado de estas cosas.
De hecho el obispo de Angers, que había puesto a Henry en conocimiento de las disposiciones de su padre, había dejado el testamento ante sí sobre la mesa, y Simon, que se hallaba junto a Henry, lo había leído.
Henry había estrechado a Simon contra su pecho.
—Eres increíble. No sabes de qué espantoso dilema me has liberado. Di a los curas que pueden enterrar a mi padre. Acepto su testamento. O al menos lo hago ver. Geoffrey puede tener los castillos. En cuanto a Anjou y Maine, nunca los devolveré, pero el obispo no tiene por qué enterarse de eso. Simon, vales tu peso en oro…
Así pues, en cierto modo Wulfric tenía razón, tuvo que reconocer Simon al recordar este episodio. Pero explicó:
—Creo que en realidad no disfruto con la fama, sino con la influencia.
En la sala reinaba una gran animación. Caballeros y escuderos celebraban la despedida, porque la corte estaba a punto de trasladarse a Lisieux, donde Henry —desde la muerte de su padre, duque de Normandía y conde de Anjou— quería encontrarse con algunos vasallos para discutir sobre las acciones militares en Inglaterra y Francia.
El joven duque ya se había retirado a sus aposentos. Simon saludó con la cabeza a los guardias de la puerta, que lo dejaron pasar sin hacer preguntas. Estaban habituados a que el joven inglés visitara a su señor a cualquier hora del día o de la noche.
Simon llamó, y una áspera voz femenina le invitó a pasar. Cuando entró, Henry, que estaba sentado en el borde de su amplia cama, se levantó de un salto.
—¡Ah, ahí viene Merlín con algún mensaje misterioso!
—Me gustaría que dejaras de llamarme de este modo.
—Pero ¿por qué? Es un cumplido —replicó Henry riendo.
Dos semanas después de haber cumplido diecinueve años, Henry se había convertido en lo que prometía hacía cinco: en un joven extremadamente corpulento de mediana estatura, con las anchas espaldas y las manos grandes y fuertes típicas de su familia. Menos típico era su cabello rojo, y única la vitalidad que irradiaba de su persona; incluso en ese momento, al final de un largo día.
Su madre, la emperatriz, que después de la muerte de Gloucester había vuelto definitivamente de Inglaterra y la mayor parte del tiempo vivía en casa de su hijo mayor, constituía un polo de calma en medio de la agitación que Henry difundía a su alrededor. Simon estaba contento de que la tuvieran. Él era una de las pocas personas en esa corte que no temían a la emperatriz, sino que la apreciaban, aunque ella nunca le permitía olvidar que su familia estaba de parte de Stephen.
Simon se inclinó con la debida ceremonia ante Maud, y Henry le indicó con un gesto que se sentara junto a ellos.
—Traigo novedades —dijo acercando un escabel.
—¿Poco agradables?
—No necesariamente. Depende de lo que hagamos con ellas. Tu hermano Geoffrey ha decidido desposarse en breve plazo. En concreto con la recién divorciada Aliénor de Aquitania. Aunque la afortunada todavía ignora la noticia. Pretende tenderle una emboscada y raptarla.
—Dios mío. Nunca una dama tuvo tantos pretendientes inflamados como esa mujer —señaló la emperatriz—. Sin embargo, cualquiera hubiera dicho que algún noble de la cristiandad querría tenerla ya después de ese escandaloso divorcio.
Henry chasqueó la lengua.
—¿A quién le va a preocupar que la novia esté divorciada si lleva media Francia al matrimonio?
La disolución del matrimonio del rey Louis de Francia y su reina, Aliénor de Aquitania, era un escándalo que había conmocionado a todo el país. La razón oficial del divorcio era la habitual: el rey Louis y la reina Aliénor tenían una relación de parentesco demasiado próxima. La verdadera razón era, probablemente, que Aliénor solo había tenido dos hijas y Louis necesitaba con urgencia un hijo y heredero. O tal vez fueran ciertos los rumores que afirmaban que la depravada Aliénor había tenido una relación con su tío Raymond, el príncipe de Antioquía.
Henry se frotó los muslos.
—No podemos permitir de ningún modo que Geoffrey la consiga. Dios mío, ¿cómo puede siquiera pensar en ello? ¿No sabe que mi padre tuvo en otro tiempo trato carnal con ella en Poitiers?
Su madre se inclinó un poco hacia delante.
—¿Y tú de dónde has sacado eso?
—Oh, vamos, ma mère. Si ni siquiera te era fiel cuando vivíais juntos.
—Tu padre y yo nunca «vivimos juntos», que el Señor sea alabado por esta pequeña gracia, y yo nunca le di ningún valor a su fidelidad. Pero ¿Aliénor de Aquitania? ¿Estás seguro?
—No. Pero cuando el último verano en París quise intentarlo con ella, de pronto la asaltaron unos terribles escrúpulos morales y me amenazó con las cosas más espantosas si lo hacía.
—Lo que tal vez se debiera a que ella era la reina de Francia y tu padre y tú os encontrabais en París para evitar una guerra abierta con el rey Louis —objetó Simon.
—Quién sabe. También es posible que se debiera a que mi padre temía que cometiera incesto si me acostaba con la misma mujer que él. No os podéis imaginar cómo se puso. Solo faltó que hubiera echado espuma por la boca…
—Henry, no consiento que hables así de tu padre y de la reina de Francia —exigió la emperatriz—. Es… políticamente poco juicioso.
—¿Y eso?
—Explícaselo, De Clare.
Simon se volvió hacia Henry.
—Tú debes casarte con Aliénor de Aquitania. Es el único camino para evitar que tu hermano o algún otro caballero de fortuna la consiga, y apoyado por el poder de Aquitania pueda desbaratar tus planes.
—Por todos los cielos, Simon… Es al menos diez años mayor que yo.
Simon rechazó la objeción con un gesto.
—Con su poder y su riqueza podrías asegurar a largo plazo tu posición aquí en Francia y por fin tendrías el dinero necesario para hacer valer tus pretensiones en Inglaterra.
—Louis se pondrá tan furioso si me caso con su mujer que hará todo lo que esté en su mano para sembrar mi camino de obstáculos.
—Ya ahora hace todo lo que está en su mano para sembrar tu camino de obstáculos, y hace causa común con el príncipe heredero de Stephen —señaló la emperatriz—. Pero, como dice De Clare, así tendrías por fin el poder necesario para contrarrestar sus manejos.
Durante un rato todos callaron, y finalmente Simon dijo:
—Imagínatelo por un momento, Henry: si unes Normandía, Anjou y Maine con Aquitania, prácticamente dominarás Francia. Y cuando te conviertas en rey de Inglaterra, serás igual a Louis ante Dios y él ya no podrá exigirte ningún deber de vasallaje. Tu imperio se extenderá desde la frontera escocesa hasta los Pirineos. Incluso el Papa se lo pensará dos veces antes de ordenarte nada. Entonces todo sería posible, Henry.
Henry lo observó malhumorado. Y al final pidió suspirando:
—Entonces hazme el favor de viajar a Tours, buscar a mi muy querida prima Aliénor y tratar de averiguar si eventualmente se mostraría dispuesta a convertirse en reina de Inglaterra.