Por la mañana temprano había granizado, y los lagos y charcas de los Fens estaban cubiertos por una fina capa de hielo. La temprana llegada del invierno había transformado el llano en un blanco mundo encantado.
Alan se detuvo en la iglesia de Helmsby para intercambiar unas palabras con el rey Edmund. Golpeó la puerta con el puño, pero no fue el rey Edmund quien le abrió, sino Simon de Clare.
—¡Alan!
—Simon.
Se abrazaron brevemente, con cierta brusquedad. Aquello era algo corriente entre hombres de posición, pero ellos aún no lo habían hecho nunca.
—Ha vuelto —gritó Simon hacia el interior de la iglesia, y un instante después salieron Edmund, Oswald y los siameses.
—¿Desde cuando estáis aquí de vuelta? —preguntó Alan.
—Desde anteayer —respondió Godric.
—¿Qué os parece si subimos al castillo? —propuso Alan—. No hay razón para que tengamos que helarnos aquí sentados en el suelo solo porque no puedo pisar ninguna iglesia.
Sus compañeros asintieron, y Alan agradeció que Simon, Godric y Wulfric no le atosigaran a preguntas sobre su expulsión de la Iglesia. Supuso que si llevaban dos días en Helmsby, ya haría tiempo que los habrían puesto al corriente de todo.
Por el camino, Alan y Simon se informaron sobre las incidencias de sus respectivos viajes y se observaron el uno al otro. Simon parecía más seguro de sí mismo, constató Alan satisfecho. Aquello no tenía nada que ver con la espada que el joven llevaba con gran naturalidad, sino que se veía en sus andares y se percibía en su voz.
—Bonita arma —señaló Alan.
—Henry me la regaló —explicó Simon, y suspiró—. Está firmemente decidido a convertirme en un guerrero. Si fuera por él, estaríamos todo el día en la arena.
—Pues yo diría que no te ha sentado mal. Tienes un aspecto de lo más saludable.
—Tú y yo sabemos que nunca llegaré a serlo, pero tienes razón. No recuerdo haberme sentido nunca tan bien como ahora.
Miriam estaba sentada con la mujer de Guillaume, que tenía en brazos a su hijo de ocho semanas, en la mesa alta, y cuando vio llegar a los compañeros, se dirigió hacia Alan con los ojos brillantes de alegría. Durante una fracción de segundo él la estrechó con fuerza contra sí, pero enseguida aflojó el abrazo, porque la noche anterior a su partida ella le había dicho que estaba en estado de buena esperanza.
—Bienvenido a casa, Alan —susurró—. Te he echado en falta.
—Bien —murmuró él.
Se sentaron cerca del fuego y Miriam encargó a Emma que trajera vino caliente, pan y salchichas.
Emma salió presurosa a cumplir el encargo. En general, las criadas y los mozos trataban a su señora con una entrega reverencial. La tranquila dignidad de Miriam, unida a esa imprecisa tristeza que emanaba de su persona, hacían que la servidumbre se desviviera por complacerla. A Alan no le hubiera importado renunciar a toda esa entrega a cambio de desterrar la tristeza del ánimo de su mujer; pero en realidad sabía que formaba parte de ella, igual que sus ojos negros. Miriam no era infeliz, sino al contrario. Le había asegurado a Alan que en ningún lugar se había sentido tan cómoda, tan segura, tan «en casa» como allí. Pero eso no cambiaba nada en su pena por todo lo que había tenido que dejar.
Los compañeros intercambiaron novedades. A los siameses, la pequeña aventura en el continente les había sentado tan bien como a Simon. Estaban apenados por la muerte de su perro, pero ambos irradiaban una euforia para la que Alan no acababa de encontrar explicación, hasta que les oyó repetir una y otra vez los nombres de las dos gemelas de Chinon. No cabía duda, Godric y Wulfric estaban bien atrapados.
—Háblanos de cómo le va a Luke —le pidió finalmente el primero a Alan.
—Miriam, Oswald, Luke y yo fuimos a Norwich a principios de septiembre. El estado de Luke era cada vez más preocupante, y la gente de Helmsby murmuraba que tenía al demonio en el cuerpo. De camino tuvo un nuevo ataque, igual que el de poco antes de vuestra partida. Estaba… Explícaselo, Oswald. No tengas miedo.
Oswald le dirigió una mirada atormentada, pero Alan asintió con la cabeza dándole ánimos. Confiaba en que el joven pudiera dejar por fin atrás esta experiencia si la expresaba en palabras.
—Su serpiente le mordió fortísimo —explicó Oswald en voz baja—. Gritaba, porque le hacía mucho daño, y eso le… le volvió loco del todo… La serpiente le dijo que debía ponerme las manos alrededor del cuello y apretar fuerte. Y lo hizo muy rápido. ¿Verdad, Losian?
—Nunca había visto nada parecido, amigos —reconoció Alan.
—Luke tenía que obedecer a su serpiente y me apretó el cuello gritando. Y entonces vino Losian.
Alan acabó de explicar la triste historia.
—Su rapidez y su fuerza realmente no parecían de este mundo. Tuve que dejarlo inconsciente. Mientras estaba sin sentido, le hicimos tomar zumo de amapola para mantenerlo tranquilo. Y así lo llevamos a Norwich, donde el padre de Miriam ha abierto un hospital para personas como él. Josua dice que apenas hay esperanzas de que mejore; pero también que es probable que su sufrimiento no se prolongue mucho tiempo.
Simon acarició, suspirando, la gran cabeza de Oswald.
—Ya sabes que no podía hacer nada contra eso, ¿no? Que no era Luke el que te apretaba la garganta.
Con qué acierto había adivinado cuál era la mayor preocupación de Oswald, pensó Alan.
—Lo sé —respondió Oswald abatido.
Al llegar el crepúsculo, toda la casa se reunió para la cena. Como ocurría a menudo, el lord y la lady de Helmsby acabaron los primeros, porque Alan siempre devoraba todo lo que la cocinera le ponía delante como si pasara hambre y Miriam no había podido comer nada aparte de su pan de torta y un plato de pastinacas.
—Tenemos que hacer urgentemente algo con respecto a este asunto —le dijo Alan, preocupado—. No puedes tomar siempre solo…
—Con Dios, primo —lo interrumpió una voz potente desde la puerta.
Haimon de Ponthieu se acercó despacio y se detuvo ante la mesa alta. Susanna caminaba a su lado. La mujer solo tenía ojos para Miriam, y al observar su sonrisa, Alan sintió una desagradable sensación en el estómago.
Sin prisas, se levantó de su asiento.
—Te había dejado bien claro que no quería verte más por aquí, Haimon. De modo que sé inteligente y da media vuelta, y llévate a tu prima contigo.
—¿Tan poco hospitalario eres, apreciado primo? ¿Se anuncia una noche helada y tú quieres ponernos en la puerta a pesar de todo?
—Hubierais debido planear mejor vuestro viaje. Por mí podéis cobijaros en la iglesia, en el pueblo, pero de ningún modo permaneceréis aquí.
Susanna no pudo contenerse por más tiempo.
—¡Serás tú el que abandone Helmsby! Y tendrás que rogarle de rodillas a Haimon que te deje pasar la noche aquí en las cuadras, porque tú no puedes cobijarte en la iglesia, ¿no es cierto?
Alan posó suavemente la mano en el hombro de su mujer. Sabía que esas palabras eran el anuncio de una gran catástrofe para él y los suyos.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó.
Haimon sacó un documento de entre sus ropas con mucha ceremonia.
—Tengo aquí un oficio real que te proscribe por tu ilegal matrimonio, te despoja de Helmsby y de tus demás propiedades y me las entrega a mí en feudo.
—¿Un oficio real? —preguntó Alan—. ¿De quién?
—Del rey de Inglaterra, primo, como indica su nombre.
—Inglaterra no tiene ningún rey legítimo —le ilustró su abuela—. ¿Te has unido a Stephen, a ese gusano? ¿Hasta dónde vas a hundirte todavía, Haimon?
—Al contrario que tú y que mi apreciado primo, yo me enfrento a los hechos: Gloucester ha muerto, y eso representa el fin para la emperatriz. Stephen ha ganado. Y por eso me ha parecido inteligente ofrecerle mis servicios. A cambio de una pequeña contraprestación.
Alan sacudió la cabeza, perplejo.
—Te creía capaz de casi cualquier cosa, pero nunca de que traicionaras nuestra causa, por la que también tú luchaste con total determinación durante años.
—Oh, sí, pero no de una forma tan legendaria como tú, ¿no es cierto? —se burló Haimon—. Para ser sincero, me es del todo indiferente quién sea rey de Inglaterra, y siempre es provechoso estar del lado del vencedor. Digamos que tienes media hora para desaparecer de mi castillo. Pasado ese tiempo, te pondré en la puerta.
—¿Tú y cuántos de tus amigos, Haimon?
—Alrededor de doscientos —respondió un nuevo visitante, que había entrado por el portal de la gran sala acompañado por seis colosos con corazas de cota de malla.
Alan lo reconoció al momento.
—Vaya, vaya. Si es Anselm de Burgh. ¿De nuevo llegáis encabezando una turba sedienta de sangre?
El monje hizo un gesto en dirección a la ventana.
—Vedlo vos mismo.
Simon se acercó a una de las troneras.
—Soldados —informó—. El patio hormiguea de soldados. Han dominado y atado a tus guardias y tus escuderos, pero se comportan con calma.
—Están al servicio del obispo de Norwich, que me los ha prestado para que imponga mis derechos —explicó Haimon—. ¿Y bien, primo? ¿Te vas a ir voluntariamente, o deberé azuzarlos contra tus campesinos?
—Pensaba que ahora eran tus campesinos, Haimon —replicó Alan, que ya había llevado la mano a la empuñadura de su espada. Pero antes de que hubiera podido desenvainarla y saltar al otro lado de la mesa, Miriam le apoyó la mano izquierda en el brazo.
—Alan.
Había más urgencia que espanto en su voz. Y naturalmente tenía razón. Si atacaba a su primo, solo conseguiría empeorar las cosas. Pero la idea de que Miriam tuviera que perder de nuevo su hogar amenazaba con hacerle perder por completo el control de sí mismo.
—Será mejor que la escuches —le aconsejó Haimon—. Si no, también podría arrojarte a las mazmorras para que pases tu última noche aquí.
Lady Matilda se puso en pie.
—Haimon. ¡No te atreverás!
Antes de que su nieto pudiera responderle, Susanna dijo:
—Habéis impartido vuestra última orden aquí, madame. Haimon está dispuesto a consentir que permanezcáis en Helmsby, pero con algunas reservas.
—Antes me moriría de frío en los fens que permanecer una sola noche bajo su techo —le anunció la anciana dama.
Susanna se volvió hacia Alan.
—¿A qué esperas?
Alan cogió a su mujer de la mano, dio la vuelta a la mesa y se detuvo ante Susanna.
—Disfruta de tu triunfo mientras puedas. Porque no he olvidado mi promesa.
—Haimon, sería más inteligente que lo mataras —siseó ella.
—Sin duda —respondió él suspirando—. Pero no puedo hacerlo, porque es mi primo. Además, me seduce mucho más la idea de que yerre bajo una lluvia helada por el campo, sin un techo y pobre como una rata.
—No tengo intención de errar por los Fens bajo una lluvia helada —aclaró Alan, furioso, cuando llegó un poco más tarde, con su mujer y su abuela, a la cabaña de Gunnild, donde lo esperaban sus compañeros.
—Tampoco tienes ninguna necesidad de hacerlo —dijo Simon—. Venid conmigo a Woodknoll. Dame la oportunidad de mostrarte por fin mi agradecimiento por lo que has hecho por mí.
Alan hizo un gesto de asentimiento.
—Te doy las gracias, Simon.
Desde que había comprendido que se iban de Helmsby y que iba a perder a su nueva amiga, Oswald estaba sentado en la paja del suelo de la cabaña, con la cabeza reclinada contra las rodillas de Gunnild, llorando silenciosamente. También la mirada de Edmund estaba cargada de inquietud, observó Simon, porque también para el peculiar pastor Helmsby se había convertido en un lugar de refugio. La iglesia y la atención espiritual a los lugareños se habían convertido en el centro de la vida de Edmund y en su ancla. Seguramente le espantaba el incierto futuro que se abría ante él.
—¿Cómo llegaremos a Lincolnshire con este tiempo? —preguntó Godric—. Necesitamos, al menos, un coche para las señoras y para Oswald. Recordad que no puede hacer trayectos largos a pie.
—Tenemos que conseguir llegar a Metcombe caminando —respondió Alan—. Allí el herrero nos proporcionará un coche. Por fortuna mi esposa me convenció de que dejara a mi hija con él, y por eso me quiere bien.
—Deberíamos ir a acostarnos —propuso Simon a sus compañeros.
El rey Edmund y los siameses asintieron. Habían decidido pasar su última noche en Helmsby en la iglesia. Simon los acompañó afuera.
—Tal vez aún podamos evitar que Haimon nos eche a todos —dijo bajando la voz.
Edmund y los siameses lo miraron.
—¿Y cómo vamos a hacerlo? —preguntó Wulfric.
—Creo que Haimon de Ponthieu oculta un secreto muy oscuro. Si pudiéramos moverle a revelarlo, la situación cambiaría por completo.
—¿Qué te propones? —preguntó Godric.
Y Simon se lo explicó.
Nadie le trató de idiota o de loco, porque evitaban esas palabras; pero el escepticismo de Wulfric era más que evidente cuando preguntó:
—¿Y quién de nosotros conseguirá el milagro de arrancarle ese secreto?
Simon intercambió una mirada con el rey Edmund, que asintió con aire solemne.
—Sí —dijo despacio—. Es la única posibilidad.
No fue difícil entrar en el castillo. Solo la puerta inferior estaba vigilada por dos soldados. El rey Edmund les explicó que tenía que comunicar una noticia importante al padre Anselm de Burgh, y la devota humildad que irradiaba de su persona convenció a los guardias, que no tuvieron nada que oponer a su petición y dejaron pasar a los compañeros.
Sin incidentes llegaron hasta la sala principal y echaron una ojeada al interior.
—Ni rastro de Haimon y Susanna —siseó Godric.
—Bien —replicó Simon también en un susurro—. Vamos allá.
El rey Edmund subió sin hacer ruido por la escalera de caracol, y los otros tres avanzaron con pasos sigilosos hasta la cámara que hasta hacía pocas horas había alojado a Alan y a su esposa y se deslizaron dentro.
Los cortinajes de la cama estaban cerrados, pero temblaban rítmicamente, y siguiendo la misma cadencia, los intrusos oyeron los roncos gemidos de una mujer.
—Te gusta, eh —gruñó Haimon—. Apuesto a que él nunca te lo hizo como yo. Vamos, di que nunca te dio el placer que yo te doy…
Simon corrió la cortina, y Godric sujetó a su distraída víctima por los brazos y tiró del tronco hacia atrás. Wulfric la agarró del cabello con una mano y le colocó un puñal en la garganta. Y Simon dijo:
—Perdonad esta brusca interrupción, mylord, pero aún teníamos una pregunta que haceros.
Susanna se levantó de un salto como si la hubieran pinchado. Simon llegó justo a tiempo de taparle la boca con la mano antes de que pudiera gritar.
—Un solo ruido y él morirá, madame —siseó.
Mientras tanto los siameses habían amordazado a Haimon, que ahora forcejeaba inútilmente mientras lo ataban de pies y manos. Para acabar Godric, en una muestra de magnanimidad, le subió los pantalones y se los ató.
—Ahora ella —dijo Simon.
Susanna se echó hacia atrás, asustada, y sacudió la cabeza frenéticamente.
—Tenemos que hacerlo. Si queréis vestiros antes, madame, apresuraos.
Susanna asintió, y las lágrimas brotaron de sus ojos azules y rodaron por sus mejillas mientras se ataba el vestido. Luego Simon la amordazó con su couvre-chef y la ató a las columnas de la cama.
Los siameses se echaron a Haimon sobre los hombros y lo llevaron arriba a la cámara de la torre. El rey Edmund los esperaba ante la puerta.
—Dice que lo hará —anunció con voz apagada.
Simon asintió, satisfecho.
—Ya puedes irte, rey Edmund.
Pero el pastor sacudió la cabeza.
—Nunca he visto que un objetivo tan santo se persiga con medios tan demoníacos. Creo que es mejor para todos nosotros que me quede cerca y rece.
—Como quieras.
Simon abrió la puerta. Los siameses lo siguieron al interior de la cámara y dejaron caer sin miramientos a Haimon sobre la paja.
Apoyado, con los brazos cruzados, contra la columna de soporte a la que estaba sujeta su cadena, Reginald de Warenne bajó la mirada para contemplar a su involuntario visitante.
—Mis amigos y yo oiríamos con gusto lo que sabéis sobre cierto manto de cruzado, monseigneur —le comunicó con la más amable de sus sonrisas.
Sin duda Haimon comprendió lo que le esperaba, porque lo miró con los ojos desorbitados y se orinó encima.
—Trata de controlarte, Regy —le pidió Simon—. No es que sienta especial lástima por él, pero muerto no nos servirá de nada.
—Lo sé, luz de mi vida. Y ahora desaparece. No creo que lo que tengo pensado sea lo más adecuado para tu espíritu sensible.
Simon sintió una punzada en el estómago. ¿Cómo puedo estar haciendo esto?, se preguntó mientras salía. ¿Qué clase de monstruo debo de ser para poder hacer algo así?
Aún no había cerrado la puerta del todo cuando oyó el primer grito de Haimon, ahogado por la mordaza.
Simon, el rey Edmund, Godric y Wulfric rezaron cada uno cinco padrenuestros y cinco avemarías antes de que Simon entrara con los siameses para preguntarle a Haimon si estaba dispuesto a hablar. Haimon mostró una capacidad de resistencia mucho mayor de lo que habían imaginado, y tuvieron que volver a salir dos veces sin haber conseguido nada. La tercera vez los gritos que se oían en el interior de la cámara eran tan desgarradores que tuvieron que sujetar al rey Edmund para evitar que interviniera.
Cuando cruzaron la puerta de nuevo, la cara de Regy era una máscara diabólica embadurnada de sangre, y Haimon, aunque no estaba tan ensangrentado como él, se revolvía hecho un ovillo sobre la paja, gimoteando y asintiendo aplicadamente con la cabeza.
—Sabes que mi padre nos recibiría con los brazos abiertos, ¿no? —susurró Miriam.
Alan pudo percibir la nostalgia en su voz. Se habían acostado ante el hogar en el suelo de la cocina de Gunnild. Una manta sobre la paja tenía que hacer las funciones de colchón, y habían extendido una segunda sobre ellos.
—Tarde o temprano la comunidad judía le crearía problemas. Sería mejor para todos que pudiéramos ahorrárnoslo.
—De modo que Woodknoll. ¿Y luego?
—Nos quedaremos allí hasta que la abuela, Oswald y el rey Edmund se hayan acostumbrado un poco al lugar. Luego tú y yo iremos a Normandía. Aún tengo posesiones en Lisieux. El padre de Henry gobierna el país, de modo que probablemente no me privará de ellas. Cuando nos hayamos instalado, mandaremos llamar a los otros y… nos convertiremos en normandos.
—¿Así que partimos al exilio? —quiso asegurarse Miriam.
Él suspiró suavemente.
—Esa es la sensación que tengo, en todo caso.
En ese momento alguien llamó a la puerta, y un instante después esta se abrió. Alan reconoció la luz turbia y gris del alba. Se estaba haciendo de día.
—¡Simon! ¿Qué ha pasado?
—Ven conmigo al castillo, Alan. Y vos también, madame —dijo Simon. Y cuando Alan quiso objetar algo, levantó la mano—. No me hagas ninguna pregunta. Ven, sencillamente. Creo que no lo lamentarás.
Tampoco durante el camino al castillo Simon se dejó sonsacar nada. Los soldados del obispo habían ocupado las dos puertas, pero no protestaron cuando Simon condujo a los proscritos al patio. Al llegar a la sala principal, se encontraron frente a un espectáculo de lo más insólito: Anselm de Burgh estaba sentado solo en la mesa alta y miraba desde arriba a Haimon de Ponthieu, que tenía el aire de un condenado a muerte esperando a la ejecución. El primo de Alan tenía el cabello alborotado, las ropas en desorden, y estaba manchado de excrementos y de… sangre.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó Alan, cogiendo a Miriam de la mano.
—Tu primo tiene algo que decirte —respondió Simon.
Alan y Miriam subieron al estrado, pero no se sentaron junto a De Burgh.
Haimon estaba pálido, temblaba y apenas podía tenerse en pie. Alan había estado bastante tiempo en la guerra para saber con exactitud qué representaba aquello. Sin decir nada se volvió hacia Simon.
El joven no se inmutó.
—Sí, lo sé, Alan; pero no había otra forma. Y estaba en sus manos decidir qué precio tendría que pagar. Me sorprendió que Regy tardara tanto tiempo en arrancarle la verdad. —Asqueado, señaló a Haimon—: Vamos, adelante. Mirad a vuestro primo a los ojos y repetidle lo que nos habéis contado.
Haimon tuvo que girar un cuarto de círculo para poder mirar a Alan a la cara, y al hacerlo se tambaleó.
—Llegué a Helmsby y tu abuela me dijo que habías partido solo para dar caza a Geoffrey de Mandeville. Estaba preocupada, porque ya llevabas tiempo fuera y nadie había oído nada más de ti. No dejaba de insistir en que debía ir a buscarte. Y yo… lo hice. Y al final te encontré…
Oh, Dios mío, Haimon, pensó Alan. No, por favor. Pero nadie hubiera podido adivinar el horror que sentía cuando preguntó:
—¿Dónde?
—En un pueblo fantasma. Todo había ardido, y por todas partes había cadáveres horriblemente mutilados. Tú estabas arrodillado en un arroyo y llevabas a una niña muerta en brazos. Tú… la lavaste. Y le hablaste. Estabas… completamente ido. Y cuando me acerqué, no sabías quién era. Te llamé, pero no me respondiste. Estabas… en otro mundo.
Calló.
—¿Y qué sucedió luego? —preguntó Anselm de Burgh en tono severo.
Haimon miró a Alan a la cara.
—Estabas desorientado pero no enfurecido, sino al contrario. Ni siquiera protestaste cuando te quité a la niña muerta de las manos. Solo lloriqueaste como un crío. Al final te grité: «Domínate, Alan de Helmsby». Y tú preguntaste: «¿Quién es ese?». Entonces comprendí que habías olvidado quién eras. Y ese momento…, ese momento fue el más feliz de mi vida, Alan. Estabas prácticamente incapacitado. Y enseguida supe lo que tenía que hacer. St. Pancras me pareció el lugar perfecto para un loco como tú. Te até a un árbol, cabalgué hasta Fenwick y cogí el manto de cruzado del abuelo. Te lo puse y te subí a un caballo, y así… llegamos a St. Pancras. Me presenté a los monjes bajo un nombre falso y dije que no tenía ni idea de quién eras.
Se produjo un largo silencio en la sala. A Alan no se le ocurría qué podía decir. Haimon le había robado tres años de su vida, le había abandonado sin nombre ni identidad en un mundo desconocido, le había condenado a padecer un exorcismo, a la isla, el frío, el hambre y la oscuridad. A ella sobre todo. ¿Qué se podía decir ante eso?
Finalmente, Anselm de Burgh tomó la palabra.
—No es difícil darse cuenta de que esta confesión os ha sido arrancada bajo presión, hijo. Si os diera mi palabra de que ya no tendréis nada que temer, ¿os retractaríais?
Pero Haimon sacudió la cabeza.
—Lo hice porque tengo un derecho sobre Helmsby. Pero esto ha representado una dura carga para mí. Estoy contento de que haya acabado.
El padre Anselm, que sabía reconocer el momento en que ya era imposible sostener a un aliado, anunció fríamente:
—Esto cambia por completo la situación. Sin duda comprenderéis que debo retiraros el apoyo del obispo y de sus tropas. —Se levantó y se volvió hacia sus esbirros—. Partimos dentro de una hora. —Luego se acercó a Alan—. La excomunión se mantiene mientras no volváis al seno de la Iglesia arrepentido y sin una esposa infiel. Tampoco puedo declarar inválido el documento de expropiación de Stephen. Con todo, el que queráis reconocerlo o no ya es cosa vuestra.
—Como podéis imaginar, padre, no quiero hacerlo —le comunicó Alan en tono helado—. Y ahora os agradecería que abandonarais esta casa.
De Burgh se inclinó muy digno y se dirigió hacia la puerta.
Alan se volvió hacia Simon y lo abrazó.
—Simon…
—No —se defendió el joven tímidamente—. No hace falta que lo digas. Solo he hecho lo que tú hiciste por mí.
Alan lo soltó.
—¿Cómo lo supiste?
Simon señaló a Haimon.
—Algo que dijo ayer por la noche. No podía matarte porque eras su primo, y prefería disfrutar con la idea de que te congelaras en los Fens o algo parecido. Entonces supe de pronto lo que había hecho.
Alan fue al pueblo con su mujer para recoger a su abuela y a Oswald. Como era de esperar, cuando volvió, no solo habían desaparecido las tropas ocupantes sino también Haimon y Susanna. Finalmente, cuando ya no pudo aplazarlo más, subió a la cámara de la torre.
Regy estaba agachado en su lugar habitual junto a la pared, con las rodillas encogidas y el mentón apoyado en los brazos cruzados.
Alan encajó la antorcha en una argolla del muro.
—Por lo que me han dicho, parece que debo estarte agradecido. No puedo decir que la idea me haga muy feliz.
—Renuncio a tu agradecimiento. Desde Robert, no había disfrutado tanto. Tu primo era un tipo realmente duro. No habló hasta que le dije que le arrancaría los huevos de un mordisco…
—Ahórrame los detalles, ¿quieres?
—¿Realmente has venido para mostrarme tu agradecimiento?
—Sí.
—Pues no hace falta que te molestes.
—Regy… Esto no tiene por qué acabar así. Podría llevarte a Norwich, con Josua ben Isaac. Claro que estarías encerrado como aquí, pero te dejarían salir al jardín y…
—¿Como un perrito faldero? Por favor, Alan. Esto es penoso. Has venido aquí para mostrarme tu reconocimiento por el favor que te he hecho, pero ahora te resistes a hacerme a mí el único servicio que espero de ti. Porque me trajiste contigo desde la isla, y estás tan orgulloso de esta prueba de tu supuesta compasión que temes rectificar tu decisión de entonces y así quitarle todo sentido a este hecho.
—No es solo eso. Todos los compañeros ahogados en la isla. Luego Luke. Y ahora tú. Cada vez somos menos. Es como si esos condenados monjes, que querían hacernos desaparecer de la faz de la tierra, hubieran ganado, ¿no lo comprendes?
—No —replicó Regy—. No hay ningún «nosotros». Yo nunca pertenecí a él, y desde tu curación, tampoco tú perteneces ya a él.
—Sabes muy bien que eso no es cierto.
—Poco importa. En todo caso tengo que abandonaros. Si eres demasiado cobarde para hacerlo tú mismo, ya encontraré una forma…
—¿No quieres confesarte al menos? —dijo Alan, casi suplicándoselo.
Regy soltó una risita ahogada.
—Vamos, eso duraría años, querido. —De golpe se puso serio de nuevo—. Si pudieras ser yo, aunque fuera solo por unas horas, comprenderías que el infierno no me infunde ningún temor.
Alan asintió y desenvainó su espada.
—Arrodíllate.
Regy se arrodilló obedientemente en el suelo.
—Apunta como es debido.
—Claro.
Regy cerró los ojos.
—Que no se te ocurra la idea de enterrarme en tierra sagrada. Ahí no podría descansar tranquilo. Además, estoy excomulgado, igual que tú; solo que, al contrario que tú, yo me meo en…
Alan golpeó y separó la cabeza del tronco un milímetro por encima de la argolla. Un auténtico trabajo de precisión. La cabeza golpeó con fuerza contra el muro y la argolla cayó tintineando sobre la paja.
Alan se volvió abruptamente, se secó los ojos con la manga y gruñó:
—Ahora sí has cerrado el pico por fin, Regy.