Con el otoño llegó a Helmsby la noticia de que el estado de salud del conde de Gloucester había empeorado rápidamente. Alan partió enseguida, y no concedió ni un momento de tregua a su caballo ni a sí mismo hasta llegar, tras cinco días lluviosos y fríos sobre la silla, a Devizes, donde la emperatriz Maud hacía años que vivía atrincherada. Uno de sus guardias personales reconoció a Alan, y así consiguió entrar sin problemas en el castillo.
Sin embargo, pasaron horas antes de que la emperatriz consintiera en llamarlo y su caballero lo condujera arriba, a sus aposentos privados.
Alan entró, se detuvo a dos pasos de la delgada figura femenina vestida de oscuro y se arrodilló ante ella.
—Majesté.
—Qué inesperada alegría. Nuestro más famoso caballero solo ha necesitado cinco años para encontrar el camino hasta Nos.
—Estoy convencido de que en el intervalo ya os habrán llegado noticias de dónde me encontraba. ¿De manera que por qué no nos ahorramos las protestas inocentes? De todos modos vos sabríais que cada palabra sería falsa.
Maud ejecutó un minúsculo gesto.
—Levántate, querido sobrino bastardo. Sabemos cuánto odias arrodillarte ante Nos.
Él obedeció enseguida a su requerimiento y no la contradijo.
—¿Y cuál es el objeto de esta visita? Suponemos que te envía Gloucester.
—¿No sabéis nada aún? Está agonizando, madame. Estoy aquí para llevaros junto a él. En caso de que ese sea vuestro deseo. Será una cabalgada infernal con este tiempo de perros, pero solo hay treinta millas hasta Bristol. Si partimos enseguida, aún llegaremos bajo la protección de la oscuridad.
Se produjo un largo silencio.
—Mi hermano Gloucester… agoniza —repitió en voz baja—. Sabía que estaba enfermo; pero nunca hubiera pensado que se iría antes de que hubiéramos concluido nuestra obra.
—Estoy seguro de que no es ese su deseo; pero he visto morir a muchos hombres que tenían planes aún más grandes. Ocurre.
—Demasiado bien lo sé. Pero Gloucester siempre me pareció más fuerte que los mortales comunes.
Alan asintió:
—Nos engañamos, madame. ¿Queréis ir a verle?
La emperatriz asintió.
—¿Por qué haces esto?
—¿El qué?
—¿Vienes aquí y te ofreces a escoltarme, sin que se te haya solicitado? No puedo recordar haberte dicho nunca una palabra amable o haberte dado las gracias por todas las cosas que has hecho en favor de mi causa.
—Lo hago por él —se limitó a responder Alan.
Maud torció la boca en una mueca sarcástica.
—Sabes muy bien que soy la última persona que Gloucester desearía tener a su lado en su lecho de muerte, pues yo siempre me he interpuesto entre él y la corona por la que suspira en secreto. De modo que dime la verdad.
—Deberíais estar a su lado porque sois su hermana. Y pensé que tal vez debía ser yo quien os llevara hasta él, porque ya es hora de que por una vez realmente haga algo por Vos. Todo lo que he llevado a cabo en vuestra guerra lo realicé por rabia por la muerte de mi padre. Por mí, o quizá por él, pero nunca por vos, mi legítima reina. Y esta es posiblemente mi última oportunidad para poner remedio a eso.
Por un instante la emperatriz pareció alterarse un poco, pero enseguida recuperó el aplomo.
—Sabes, en mi vida solo he conocido a un hombre que fuera capaz de decir y de hacer algo tan insensato, y ese era tu padre. Te pareces tanto a él, Alan.
Él sonrió. Sabía que podía esperar cien años y nunca la oiría reconocer que siempre le había odiado porque le hacía responsable de la muerte de su padre —el hermano al que ella había amado más que a nadie en el mundo—; pero comprendió que ya no se lo podía tomar a mal después de ver que también él había caído en la misma trampa.
—Madame, ¿es el tiempo lo que os amedrenta? Porque si no partimos enseguida, se hará de día antes de que lleguemos y caeremos en manos de los asesinos de Stephen.
—¿A qué esperas pues? Tráeme el manto, insolente.
El viaje hasta el castillo de Bristol transcurrió sin incidentes. Tras haber dejado a la emperatriz ante la puerta de los aposentos privados de Gloucester, Alan estaba aguardando solo en la fría sala cuando William, el hijo de Gloucester, subió por la escalera y se le acercó.
—¡Alan! La guardia me ha dicho que habías venido.
Alan lo saludó con una inclinación de cabeza.
—¿Cómo está?
—No durará mucho, ha dicho el médico. —William se dejó caer junto a él en el banco—. ¿Qué haremos ahora, Alan? ¿Qué podremos hacer cuando mi padre ya no esté aquí?
—Tendremos que reflexionar sobre nuestra situación. La emperatriz nos comunicará sus deseos, y luego deberemos decidir cómo queremos proceder en adelante.
—Si tengo que decirte la verdad, Alan, yo preferiría que firmáramos la paz con Stephen. Para ser sinceros, hay que reconocer que en el fondo no es tan mal tipo. Y yo estoy harto de esta guerra.
—Y quién no lo está —le dio la razón Alan, pero al mismo tiempo pensó angustiado: Eres un cobarde, William. Siempre lo fuiste. Los motivos por los que quieres poner término a esta guerra son los equivocados. Temes asumir riesgos—. Ahora no podemos rendirnos, William —continuó—. La pérdida de tu padre representa un duro golpe para nuestra causa, pero tenemos que aguantar hasta que Henry Plantagenet sea bastante mayor para venir aquí e imponer sus pretensiones.
—¿Y eso por qué? —preguntó William—. ¿Qué nos importan sus pretensiones? Es francés. ¿Qué le importa a él Inglaterra en realidad?
—¿Que por qué, dices? —replicó Alan—. Porque es nuestro primo. Y porque la obra a la que tu padre consagró su vida se perdería si no lo hacemos.
—Naturalmente tienes razón. Me alegro de que estés aquí de nuevo. —William le dirigió una sonrisa lastimera—. Me parece que voy a necesitar tu ayuda.
Esperemos que la aceptes también cuando las cosas se pongan de verdad difíciles, pensó Alan.
Ya era de noche cuando por fin lo llamaron a presencia de su tío. Robert de Gloucester yacía en su cama con los ojos cerrados. En los tres meses que habían pasado desde la visita de Alan, se había quedado en los huesos.
Alan se acercó, y el suave sonido de sus pasos hizo que Gloucester abriera los párpados.
—Alan.
—Mylord.
Se sentó en el borde de la cama y estrechó la vieja mano huesuda entre las suyas.
—Esta noche subiré por fin al White Ship, muchacho.
—Que os conduzca a una ribera feliz.
—En realidad era mío, ¿lo sabías? —Alan sacudió la cabeza, y Gloucester continuó—: El rey me lo había regalado… Pero luego lo olvidó y… cuando tu padre le preguntó si podía disponer del barco para el viaje de vuelta a casa, el rey dio su consentimiento. Y una vez más… el sucesor al trono ganó y el bastardo se quedó con un palmo de narices. Fueron palabras amargas las que le dije a mi hermano en su último viaje…
—No os atormentéis con esto, mylord. Erais joven. Vuestra decepción es comprensible. No podíais saber lo que pasaría.
—Pero el hecho es que era yo quien debía morir ahogado en realidad. No él.
—Eso estaba en las manos de Dios. Él decidió llamarlo a él a su lado.
Una débil sonrisa asomó al rostro de Gloucester.
—Eso era… lo que quería oír de tu boca. Porque es tan válido para ti como para mí. No fue… culpa tuya, ni mía, sino el plan de Dios. No lo olvides.
Alan tragó saliva.
—No.
—Solo me hubiera gustado llegar a vivir el final de esto —susurró Gloucester—. Que ese condenado barco por fin dejara de arrastrar a hombres inocentes a la muerte. Porque… sigue hundiéndose. Me hubiera gustado tanto… ponerle remedio.
—Hicisteis lo que pudisteis.
—El resto deberás hacerlo tú.
—Tenéis mi palabra.
—Entonces… puedo subir a bordo con el alma en paz.
Alan besó al moribundo en la frente.
—Id con Dios, mylord.
Robert de Gloucester murió la noche del treinta y uno de octubre. Su hijo Roger, que era sacerdote, ordenó que trasladaran al muerto inmediatamente a la capilla.
—Madre ya está allí —añadió.
Su hermano William asintió con la cabeza.
—Entonces deberíamos ir también nosotros a velar al difunto. ¿Vienes, Alan?
Alan sacudió la cabeza.
—No puedo.
—¿Cómo? ¿Y por qué no? —preguntó William decepcionado.
Alan dudó un momento, y de este modo dio oportunidad a Roger de tomar la palabra.
—Porque está excomulgado —explicó el joven clérigo en tono despreciativo.
William cogió aire espantado.
—Alan… ¿Qué has hecho?
—Me he casado con una mujer judía.
—Y eso no es todo —aclaró Roger—. Conspiró con usureros judíos y amenazó al subprior de Norwich con su arma. ¿O es que vas a negarlo?
Alan lo miró. Apenas podía creer que pudiera haber tanta hostilidad en los ojos oscuros de su primo.
—¿Estoy ante un tribunal, Roger?
—De momento no. Pero estoy seguro de que al conde de Gloucester le gustaría recibir una respuesta.
—Dios, tu padre no está frío aún y tú ya quieres…
—Sin embargo, tiene razón, Alan —lo interrumpió William en un tono inhabitualmente seco—. Me gustaría recibir una respuesta.
Alan lo miró y dijo en voz baja:
—No hubo ninguna conspiración. Pero amenacé al subprior con la espada, eso sí es cierto.
William no preguntó por las razones.
—Me temo que en este caso tengo que pedirte que nos dejes.
—Tú… ¿me excluyes del entierro de tu padre?
—Sí —dijo Roger—. Es un rito sagrado, y mancharía la memoria de nuestro padre aceptarte en él.
La ira y una insoportable vergüenza amenazaban con hacerle perder el control de sus actos, y antes de que eso ocurriera, Alan se volvió hacia la puerta y dijo:
—Comunicadle a la emperatriz que me alojaré en la posada de la ciudad. Que me envíe un mensaje cuando desee volver.
—William la acompañará de vuelta a Devizes —replicó Roger.
Alan lanzó un resoplido.
—William saldrá huyendo y la abandonará a su destino en cuanto aviste en la distancia a un jinete desconocido. Yo la llevaré de vuelta a casa.
—Tú abandonarás Bristol y mi condado inmediatamente —replicó William, furioso—. U ordenaré que te encierren.
—Me temo que no será tan fácil. En Bristol difícilmente encontrarás a nadie que quiera ponerme la mano encima.
—No estés tan seguro —dijo Roger—. Te sorprendería saber lo impopular que puede hacer a un hombre una excomunión; incluso a un héroe como tú, Alan. Por eso te doy un consejo: despide a tu mujer judía y ve a arrodillarte ante el obispo de Norwich. Arrepiéntete de tus pecados y haz penitencia. Entonces tal vez vuelva a aceptarte en la Iglesia.
Alan salió sin decir palabra.
Tras localizar a la emperatriz, Alan le explicó que había sido expulsado de Bristol y por qué, y le comunicó que o bien la acompañaba enseguida a Devizes o ya no podría hacerlo. Ella estuvo conforme con su propuesta. Según dijo, era demasiado peligroso asistir al entierro de su hermano, y tampoco era tan valiente o tan insensata para confiarse a la protección de su lamentable sobrino William. Aquello fue un bálsamo para el orgullo herido de Alan, que se ocupó de que Maud llegara de nuevo a Devizes sin problemas.
Cuando al alba cruzaron el puente levadizo, la emperatriz comentó:
—Una circunstancia triste, pero también una bienvenida excursión fuera de mi prisión.
—Espero que no tengáis que permanecer mucho tiempo más aquí.
—Eso dijo también Gloucester hace cinco años, pero tengo la sensación de que mis días en Inglaterra están contados. Creo que está llegando el momento de pasar la antorcha a mi hijo.
Alan asintió.
—Estoy seguro de que arde en deseos de recibirla.
Maud sonrió levemente al oír el poco inspirado juego de palabras.
—Sin duda. Es tan ambicioso e impetuoso como su padre, ese hombre terrible.
Alan reprimió una sonrisa irónica.
—Adiós, Majesté.
—Oh, no. Tú te quedarás aquí. Llevas dos noches sin dormir y difícilmente podrás hacer un alto en un monasterio, ¿no es cierto? Descansa. Te espero al mediodía en mis aposentos; entonces haremos planes. Y no te atrevas a llegar tarde.
Suspirando, Alan la siguió al castillo.
—Se nota que sois una nieta del Conquistador, madame.
—¿Ah, sí? ¿Y en qué se nota?
—En el tono.
La emperatriz soltó una risita burlona.